Eterno retorno
Si hacemos caso a la información que, como siempre generosa, Pedro Almodóvar ha venido volcando en las entrevistas que se han sucedido en estos días, Dolor y Gloria (2019) pasa por ser su obra más autobiográfica hasta la fecha. Y conviene tenerlo presente, porque de los diversos Almodóvar que coexisten en Pedro el más interesante resulta, sin lugar a dudas, el hombre de cine; aquel que, haciendo gala de su militancia cinéfila, se muestra especialmente perspicaz a la hora de abundar en las claves de su propia obra. Una autoconsciencia que su legión de enemigos acostumbra a confundir con prepotencia, pero que también puede interpretarse, desde una óptica diferente, como la consecuencia lógica de un modus vivendi donde la creación ha devenido, con el paso de los años, en la medida de todas las cosas. Tiene entonces todo el sentido que el cineasta ensimismado, absorto en su universo creativo, tome cuerpo en su filmografía: tal es el caso de Mateo Blanco (Lluís Homar), que en Los abrazos rotos (2009) languidece recordando un pasado luminoso, en el que los vasos comunicantes que enlazan amor y cine, en exultante armonía, dotaban de sentido a su existencia.
O en fechas más recientes la reconstrucción ficcional llevada a cabo por Julieta (Emma Suárez) de unos pormenores vitales teñidos del vacío existencial que impregna un presente de aislamiento, de renuncia a la más elemental alegría de vivir. Como vemos, uno de los elementos más definitorios de la última etapa del cine de Almodóvar, que a tenor de lo reconocido a Carlos Reviriego en la entrevista publicada en El Cultural a propósito del estreno de Julieta (2016) se enmarca, a partir de esta película, en un contexto de rigurosa depuración estilística, que determina de manera inevitable una ruptura con los hitos que venían configurando la faceta más reconocible de lo almodovariano. Inclusive en un filme como Los amantes pasajeros (2013) los atribulados invitados a este viaje a ninguna parte se ven atrapados, en contra de su voluntad, en el angosto espacio de un avión de pasajeros, tratando de manera escasamente efectiva de que en un escenario tan dado al desmelene brote, incontenible, la liberadora carcajada. Como se apuntó en su momento, el insuficiente aprovechamiento cómico de una situación tan vodevilesca mostraba a las claras hasta que punto los intereses actuales de su responsable le conducían, inexorablemente, a abundar en el solipsismo autoral.
Y es que el presente vital de Pedro Almodóvar le ha llevado a alejarse de la calle, los focos y el frenesí nocturno, como el mismo reconocía ya en 2009, en la rueda de prensa posterior a la presentación de Los abrazos rotos. Los diez años transcurridos desde entonces han abundado en las derivadas del ensimismamiento creativo y la renuncia a vivir (en) el presente, en detrimento de la sesgada añoranza de un pasado sublimado por el recuerdo. Este hálito melancólico se ha apoderado de aquellos títulos que, en fechas recientes, han buscado su fuente de inspiración en los turbios universos narrativos de Thierry Jonquet y Alice Munro, y en Dolor y Gloria se nutre de la propia vida, y obra, del cineasta; rehuyendo, eso sí, la pulsión exhibicionista que suele acompañar a la autobiografía al uso: resulta evidente que el Salvador Mallo encarnado, con excelsa verosimilitud, por Antonio Banderas es un trasunto del firmante de La ley del deseo (1987), pero el relato orquestado en torno a su figura tiene mucho más de reflexión humanista acerca del inexorable paso del tiempo que de autocomplaciente remembranza personal.
El propio Almodóvar alude a una de sus obras más emblemáticas como el capítulo inaugural de una imprevisible trilogía en la que, más que nunca, trata de proyectarse sobre una ficción en la que la neurosis creativa se alinea con los proverbiales abismos pasionales a los que se ven arrastrados hombres que aman, y desean, a otros hombres, emponzoñando el relato de un fatalismo que mira de frente a la tradición lorquiana: Pablo Quintero (Eusebio Poncela), a la sazón guionista y director de cine, disfruta intensamente de los placeres que llegan con el callejeo estival, recorriendo a sus anchas las geografías más reconocibles de la Movida, que en pleno 1987 aún insuflaba Madrid de un revitalizador impulso iconoclasta. Sin desdeñar la impronta naturalista de sus inicios, la trama se irá enrareciendo conforme se pliegue a los vasos comunicantes que enlazan creación y vida, conceptualizada como el substrato para la pasión, fraternal y/o amorosa. La ley del deseo está atravesada, de principio a fin, de una energía vibrante, macerada en sudor y testosterona: la que le insufla un demiurgo que, plenamente consciente de sus facultades como cineasta, decide plantearse nuevas metas estilísticas, clausurando por añadidura la etapa adolescente de su filmografía; tan condicionada, para bien y para mal, por esa ideosincrática mixtura de amateurismo y transgresión.
Ahora hablaré de mí
Tiene todo el sentido que la productora que posibilitará la anhelada independencia creativa sea bautizada como El Deseo, pues la infatigable disección de esta emoción se convertirá en el marchamo más reconocible del cine de su autor. Tras una comedia tan lúdica como Mujeres al borde de un ataque de nervios (1988) —cuyo éxito internacional se explica, en gran medida, dada la apuesta por un tono amable, de inequívoco regusto cinéfilo— con ¡Átame! (1989) retorna, con todo su potencial desestabilizador, el componente nihilista de la pasión amorosa, pero en la pareja poseída por el arrebato sexual no atisbamos tanto las pulsiones del propio cineasta como la mirada encendida ante el icono estético. No será hasta el año 2004, en el contexto propiciado por la reflexión, acerca de las líneas maestras de su filmografía, iniciado por Todo sobre mi madre (1999) que Pedro Almodóvar se decida a echar la vista atrás, hacia unos ochenta sesgados por el recuerdo: La mala educación constituye un ajuste de cuentas con un tiempo que, lejos de resultar idílico, está teñido de represión, miedo y fatalidad. Los sucesos acaecidos en la infancia de los protagonistas se abaten fatalmente sobre su presente ficcional, recreado con un distanciamiento expositivo que rehuye la exaltación gozosa de lo vivido.
Si Pablo Quintero extraía de sus experiencias personales la materia prima de sus guiones, Enrique Goded (Fele Martínez) se limita a acudir al periódico como fuente de inspiración, alejado de la efervescencia social que tiene lugar en la calle, fuera de su despacho. Una inesperada visita propiciará el recuerdo del primer amor, y el consecuente desbloqueo creativo, iluminando las zonas de sombra de un pasado lacerante que, pese al daño infligido, estimula mucho más al director de cine que la sucesión de noches anodinas, maceradas en colocón y postureo. Transcurridos otros quince años más, la mirada hacia la otrora década prodigiosa ya ni siquiera oscilará entre el desencanto y la estilización — como en La mala educación— sino que será despachada en un monólogo expiatorio, declamado por el actor en horas bajas que interpreta Asier Etxeandia, quien encarna en su rotunda presencia todo un arquetipo almodovariano: el antaño intérprete de cabecera sobre el que se abate el fantasma del distanciamiento. Y bien sabemos que los reencuentros no pueden resultar más cinematográficos, sobretodo en una película que se construye, de manera magistral, sobre la dolencia y el abandono: la única salida que le queda al Salvador Mallo de Dolor y Gloria, alter ego ficcional que, merced a la prodigiosa caracterización de Antonio Banderas, remite inclusive estéticamente al Almodóvar contemporáneo es crear para volver a encontrarle sentido a su vida, habiendo renunciado a todo lo demás; si para ello debe humillarse ante el otrora amigo (¿amante?), inclusive ponerse en brazos de la heroína, el fin justificará los medios.
La valentía implícita en el hecho de mostrar abiertamente, sin tapujos, su decadencia física y mental otorga a Dolor y gloria su poderosa impronta confesional, pero desde una contención dramática y estilística digna de todos los elogios. Con la excepción del paréntesis animado de Juan Gatti —que confiere colorista corporeidad a los males del protagonista— el acercamiento a su neurosis vital se articula desde una depuración rigurosa de la imagen, la miniatura y el primer plano, de modo coherente con un filme en el que se impone la reclusión en interiores. Son estos espacios que dimensionan la penumbra existencial de Salvador, los objetos que le acompañan en su encierro los que nos muestran tanto de su pesar como sus frecuentes quejas a cámara, y en su minuciosa plasmación estética reside, por contraste, el poder movilizador de las postales del pasado que, balsámico efecto del chute, iluminan su mortecino presente: la potencia expresiva de las secuencias que retrotraen a su infancia, bañadas por la luz mediterránea, atesoran la cualidad etérea del recuerdo, sublimado a través de la ficción. A estas alturas de una entente creativa que se mantiene, sin fisuras, desde La flor de mi secreto (1995), las exquisitas sonoridades de Alberto Iglesias están tan adheridas al encuadre que resulta difícil apercibirse de su cualidad evocadora, máxime si se funden con el sereno cromatismo —en otro ejemplo de los réditos que aporta la fidelidad— impreso a las imágenes por José Luis Alcaine. Una auténtica oda al trabajo en equipo.
Todo en Dolor y gloria confluye en ese primer deseo cuya evocación insufla de nuevo la pasión por filmar, de plasmar la pureza de esa mirada infantil con que se contempla, entre extasiado y febril, el cuerpo deseado. Sentida declaración de intenciones, tan valiente como honesta, por parte de un cineasta que se retrotrae, en su título más recapitulador hasta la fecha, al momento iniciático de la creación, al que se confiere cuerpo cinematográfico con sensualidad y delicadeza. La misma (delicadeza) que preside el encuentro de Salvador con su amor de juventud (Leonardo Sbaraglia), resuelto en una cadenciosa sucesión de planos de la que brota, incontenible, la melancolía por un tiempo irrecuperable. O el recuerdo íntimo de la madre que se fue (Julieta Serrano) y que, resucitada por la ficción, será para siempre carne de celuloide (Penélope Cruz). Pedro Almodóvar culmina la trilogía que vertebra su filmografía del único modo posible: siendo coherente con un presente de miedo y soledad, desdeñando la mitificación de la década que le alumbró como figura y arquetipo, ensimismándose en un pasado al que se anhela regresar, siquiera a través de la magia del cine. El producto de todo ello es una obra mayor que, cercano a cumplir los 70 años nos impele a volver, con revitalizado interés, a uno de los grandes autores de nuestro tiempo.