Si La profesora de parvulario (Haganenet, Nadav Lapid, 2014) ya constituía una peculiar propuesta por la singularidad de su argumento, La profesora de parvulario (The Kindergarten Teacher, Sara Colangelo, 2018) aún lo resulta más. Hay que situarse en el escenario de escasez de originalidad en los guiones de Hollywood para entender cómo tan peculiar propuesta haya obtenido el rango de remake. Afortunadamente, en esta ocasión, el resultado ha resultado ser una película más conseguida que la original.
Lisa (una emotiva, sensible, Maggie Gyllenhaal) es una frustrada profesora de parvulario que se lamenta de la escasa relevancia que la cultura tiene en su sociedad y, específicamente, en su propia familia. Huyendo de una suerte de vacío existencial (sus hijos adolescentes la ignoran y su marido parece excusarse de toda responsabilidad familiar) se ha enfrascado en clases de literatura para adultos sin excesivo éxito. En el momento en que Jimmy, un alumno de cinco años y medio, se revela como niño prodigio, autor de poesías, Lisa ve en él una razón para cambiar su rutinaria existencia. A partir de la prodigiosa capacidad poética del niño, Lisa trata de reivindicarlo como creador y, a través de él, reivindicar la necesidad de la cultura para la evolución de la sociedad. No obstante, su actitud egocéntrica, sin reparar en los puntos de vista ajenos o las necesidades reales del niño, ocasionará derivas inesperadas.
No hay prácticamente diferencias en la trama entre las dos versiones. Sin embargo, la versión norteamericana se siente más próxima, menos forzada en sus formas. Sin duda no son ajenas a ello ni la excelente interpretación de Gyllenhaal ni la delicada banda sonora de Asher Goldschmidt ni la duración de la película, veinte minutos más breve que la original. Pero, más allá de todos estos motivos, La profesora de parvulario se revela distinta por opciones de dirección. En la versión original se siente una agresividad constante por parte de todos los personajes, impregnados de la violencia social y estatalizada tal y como el director, Nadav Lapid, se esfuerza en hacernos sentir. Así, aunque ambas protagonistas se obsesionan con el niño, Lisa actúa no sólo por interés propio sino también (aunque de modo un tanto simple) por una motivación ética, el deseo de “rescatar la cultura y la poesía para el mundo”. Del mismo modo, Lisa es un personaje mejor definido que su homónima Nira, quizás no tanto a nivel de guion como a nivel interpretativo, padeciendo una depresión larvada que puede justificar su actitud. Las respuestas ante la situación de los personajes que rodean a Nira son también más agresivas. El tío de Yoav está marginado socialmente tras su fracaso en ambas obras: pero la presentación del personaje en Haganenet es mucho más dura, estando amenazado de despido por dejar su mesa de trabajo. Lo mismo sucede con la actitud del padre del niño protagonista (en la versión israelí, la respuesta a Nira es mucho más dura, incluyendo el fulminante despido por teléfono de la cuidadora de Yoav) o con el profesor de literatura (que hunde la representación de Yoav en la primera versión, mientras admira la poesía de Jimmy en la segunda, pero censura a Lisa su actitud hasta el punto de echarla de las clases). Un tono que Lapid parece esforzarse en elaborar para denunciar el estado de violencia latente en la sociedad hebrea. Un estado de ánimo que se extiende en el cinismo de los personajes, subrayado por el director y manifestado no sólo por parte del profesor de literatura (que no duda en utilizar sexualmente a Nira cuándo la cree autora de los textos pero la desprecia al saber la realidad) sino de la propia protagonista, que recrimina su actitud a los demás personajes (provocando el despido de Miri) pero plantea aprovecharse del talento de Yoav.
Es en definitiva el tono de la primera versión lo que acaba por incomodar al espectador, tal vez de modo deseado, evitando ningún asidero emocional. A partir de ahí, podemos discutir la idea de autoría y valorar cómo una determinada opción de puesta en escena sobre un guion ajeno permite construir una obra de autoría propia. Frente a la primera versión de Lapid, la opción de Colangelo se revela más neutra, pero, quizás por su reivindicación inocente de la poesía y la comunicación, nos resulta más próxima a los espectadores europeos. Puede que el sentido de un remake, la adaptación a los gustos locales, haya tenido cierto sentido en esta ocasión.