Aquellos maravillosos años
Quentin Tarantino lo ha vuelto a hacer. Desde la presentación oficial, en la pasada edición del Festival de Cannes, de Érase una vez en… Hollywood (Once Upon a Time in… Hollywood, 2019) no paramos de hablar de su nueva obra, que ha vertido, como hacía tiempo que no sucedía, ríos de tinta… y bien sabe el susodicho lo importante que es que hablen de uno, siquiera para mal. El idilio que une al director angelino con el Festival de Festivales viene de largo, y tras alcanzar un tempranero hito con la concesión, en la edición de 1994, de la Palma de Oro a Pulp Fiction (íd., 1994) se ha mantenido estable en el tiempo, alcanzando el estatus de apacible amor otoñal que ostenta en la actualidad… epíteto que, en otro orden de cosas, define a la perfección su última película; un título de inequívoca impronta recapituladora. Tras este galardón primerizo —conviene no desdeñar su importancia; obtenerlo no está al alcance de cualquiera, que se lo pregunten sino a Pedro Almodóvar— el caché autoral de Tarantino ha perdido pocos enteros, pese a la polvareda crítica suscitada ante la manifiesta irregularidad de sus más recientes trabajos. No hay más que acudir a las enciclopédicas entrevistas que regularmente le dedica Cahiers du Cinema, publicación cuya filiación con Cannes viene ya desde sus inicios, para evidenciar la preeminencia que la biblia de la cinefilia otorga al cineasta estadounidense.
Con motivo de la premiere de Death Proof —¡Cómo no!— en Cannes 2007 el tándem Emmanuel Burdeau/Cyril Neyrat se explayaba a conciencia, con la complacencia agradecida del entrevistado, en la reflexión dialogada acerca de los fundamentos de su cine publicada en el especial verano 2007 de la extinta edición española del Cahiers. A partir del ilustrativo encabezado «Quiero rodar escenas de las que se hable eternamente» la revisión pormenorizada, servida por la torrencial verborrea, del momento creativo que atravesaba el firmante de Kill Bill (Kill Bill: Volume 1-2, 2003-04) una vez que el estreno de este título articulara, de manera natural, un antes y un después en su filmografía, no tiene desperdicio. De la lectura atenta de dicha entrevista se deduce, aparte de la enésima constatación de hasta qué punto la dictadura de lo políticamente correcto ha emponzoñado la libertad de pensamiento en nuestro tiempo —no pocos pasajes serían, literalmente, impublicables hoy en día— el empeño, rayano en obsesión, por alcanzar la perfección; el Santo Grial de la secuencia perfecta que rubrique su nombre, en letras doradas, en la pequeña gran historia del Séptimo Arte. Con una honestidad que le honra, Quentin Tarantino regresa una y otra vez al anhelo de ubicarse a la altura de sus maestros —panteón de sobra conocido por los que le seguimos y apreciamos— a modo de motivación última para consolidar un estilo propio que se articula, fílmicamente, con tanta ambición como rigor. La autoconciencia, en 2007, rimaba con autoexigencia.
Si esta premisa un tanto megalomaníaca estuvo presente en la concepción de Reservoir Dogs (íd., 1992) no desmerece el resultado, ni mucho menos. La película que le dio internacionalmente a conocer —que no su opera prima; este honor le corresponde a la irrecuperable, por mutilada El cumpleaños de mi mejor amigo (My Best Friend´s Birthday, 1987)— conserva intacta, recuperada hoy día, su esplendorosa vigencia, erigida a partir de una revolucionaria concepción del dialogo que, a modo de bisturí dramático, disecciona a los personajes, generando una multiplicidad de meandros narrativos a partir de sus interrelaciones, sin por ello renunciar a una vigorosa puesta en escena que logra obtener el máximo partido de la unidad de espacio, siquiera sea para violentarla a placer jugando con las convenciones genéricas, la lógica temporal y el punto de vista. Por más que el punto de partida sea un thriller canónico trufado de hemoglobina —el guiño más evidente al noir de Hong Kong; inspiración reconocida por su autor, ni mucho menos la única— la plasmación verosímil de escenarios así como de los tipos que los habitan, aparte de conferirles una entidad humana que posteriormente será puesta en cuestión por sus acciones, reafirma la adscripción de Reservoir Dogs a ese cajón de sastre que denominamos cine independiente; al mismo nivel que Sexo, mentiras y cintas de video (Sex, Lies and Videotape; Steven Soderbergh, 1989) o Trust (íd.; Hal Hartley, 1990): un reflejo del substrato social de su tiempo.
Si la realidad circundante deviene elemento constitutivo del encuadre es porque la mirada documental no sólo no se rehuye, sino que se subraya a través de la atención con que son recreados los espacios: sean los acogedores cafés que propician, en un ambiente de fraternal camaradería, hablar del sexo de Madonna; sean esos hangares suburbiales que invitan, se diría que inevitablemente, al baño de sangre. La transgresión dialoga armónicamente con el verismo, y en una filmografía en que la estilización de la violencia ha devenido en sello autoral no hay secuencia más malsana que la tortura con que Mr. Blonde (Michael Madsen) se ensaña, a ritmo de Stuck in the Middle with you de Stealers Wheel, con el bisoño policía encarnado por Kirk Baltz. Cuando transcurridos dos años encontremos a los atribulados Butch Coolidge (Bruce Willis) y Marsellus Wallace (Ving Rhames) en similar situación, nuestra reacción como espectadores habrá derivado en perplejidad ante el bizarro espectáculo que acontece ante nuestros ojos. Si bien la historia de Mr. White (Harvey Keitel) y compañía podría formar parte perfectamente del entramado argumental de Pulp Fiction, pues no es difícil establecer una continuidad temático-estilística con su precedente, las intenciones ya no son las mismas: en el empeño de elevar el pulp a la categoría de arte Tarantino lleva a cabo una profunda subjetivización de la imagen, confiriéndole al plano un marcado, arrebatador poder de sugestión.
Trilogía de L.A.
Si Pulp Fiction merece sobradamente el calificativo de obra maestra, ese otorgado con tanta ligereza por aquellos empeñados en colgarse medallas sin esperar al veredicto, inapelable, del paso del tiempo, es por atesorar un canónico muestrario de los intereses que su autor desarrollará en títulos posteriores abordados desde el prisma de la fabulación genérica, lo que propicia una subyugadora ficcionalización de lo real. A la ruptura de la linealidad temporal, los diálogos delirantes y los proverbiales estallidos de violencia se suma una estructura episódica que refuerza el protagonismo coral, en el empeño de substanciar un paisanaje humano conformado por personajes que, pese a su naturaleza arquetípica, no pueden evitar ser hijos de su tiempo: a Jules Winfield (Samuel L. Jackson) y Vincent Vega (John Travolta) —matones tan carismáticos como expeditivos— les corresponde el dudoso honor de ser nuestros guías por el universo ficcional pergeñado, al que presta su reconocible geografía, tanto urbana como moral, el Los Ángeles finisecular. En plena transición hacia la inmersión total en los registros genéricos que alimentaron su enciclopédica cinefilia Quentin Tarantino se afana en amalgamar una hilazón entre las secuencias que remiten al imaginario noir que impregna toda la narración —la cena y posterior baile al que Vincent se ve obligado a invitar a Mia Wallace (Uma Thurman), a la sazón la chica del gánster, constituye un monumental homenaje al poder de fascinación del Hollywood clásico— y aquellas que, de modo abrupto, nos devuelven al tiempo presente: la visita al camello encarnado por Eric Stoltz, tan sórdidamente noventera, que pone fin a la velada.
La coexistencia obligada de ambos planos, que pese a todo dialogan modélicamente entre sí, parecía prefigurar la ulterior proliferación de dispositivos genéricos que, sin el ceñido corsé de lo real, posibilitaran abundar en una caligrafía visual que en Pulp Fiction se constituye ya en estilema reconocible… pero para el estreno de Kill Bill Vol. 1 faltaba casi una década: Jackie Brown (íd., 1997) pasa por ser el gran hiato en la filmografía de su autor, y precisamente por esta condición de verso suelto urge revitalizarla, siquiera sea porque entorno a la descomunal figura de su protagonista (Pam Grier) —hasta la fecha el mejor personaje femenino servido por un cineasta que tiene a gala entender a las mujeres, signifique eso lo que signifique— se articula una narrativa densa, prolija en detalles, sustentada en un sólido retrato de personajes que pese a rehuir de la coralidad de sus predecesoras, merced a la centralidad dramática conferida a Jackie, proyecta a partir de todos ellos una mirada escrutadora, en absoluto idílica, acerca del lumpen angelino de extrarradio. La clave radica en entender, y por ende apreciar, el paso atrás llevado a cabo por su artífice, que atempera su proverbial exuberancia limitándola a una tenue revitalización de las convenciones representativas del blaxploitation y contadas filigranas técnicas: el espléndido movimiento de cámara, grúa mediante, que dimensiona la profundidad de campo para visualizar, al fondo del plano, el asesinato de su molesto hermano (Chris Tucker) a manos de Ordell Robbie (Samuel L. Jackson).
Es el peaje a pagar —¡Bendito peaje!— por apoyarse argumentalmente en la escritura fotográfica de Elmore Leonard en detrimento del siempre asilvestrado Roger Avary, que desaparece, y será de forma definitiva, de los créditos. El producto resultante de esta entente creativa constituye el relato pormenorizado de la secuencia de acontecimientos que permitirá a nuestra heroína alcanzar su anhelada redención, mostrándonos por el camino una nutrida radiografía de tipos humanos que operan a ambos lados de la ley, sumamente verosímiles tanto en sus actitudes y comportamientos como en los lugares donde acontece su existencia; tan definitorios de lo que, más allá de lo que pretenden aparentar, en esencia son. Con Jackie Brown culmina una suerte de trilogía fundacional en la que, aparte de la progresiva conformación de un estilo propio, Tarantino logra atrapar en el encuadre algo tan esquivo como el espíritu de una época, irreductible pese a sus tempranos intentos por adulterarlo a través de la codificación audiovisual. Los que crecimos en los 90 —década que toca revisitar desde el tópico una vez agotado, veremos por cuanto tiempo, el expolio ochentero— no podemos sino reconocernos en callejones y centros comerciales, en esa mirada documental proyectada hacia los no lugares conformadores de una urbe que da cabida a todas las historias; en la apelación, en resumidas cuentas, al lado salvaje del American Way of Life —tan seductor a ojos del malditismo generacional— que convierte en plausible que tras charlar amigablemente con un colega mientras se consumen dosis industriales de café a uno puedan volarle la tapa de los sesos, o bien volársela a algún desdichado que pasaba por allí. Ahí radica su innegable espíritu transgresor.
Llegado el siglo XXI la filmografía de Quentin Tarantino pasará a caracterizarse, como vimos, por un denodado alejamiento del contexto circundante, aquejado de un ensimismamiento creativo que, título tras título, dará lugar a la generación de paraísos artificiales alimentados por su pasión cinéfila, partiendo de una rigurosa labor de arqueología fílmica con la intención, no siempre lograda, de trascender a los incunables convocados. En la búsqueda de la secuencia perfecta, la relectura de los géneros clásicos ha propiciado un estimulante revisionismo histórico —lindante con la distopía— pagando el precio, eso sí, de renunciar al vibrante naturalismo de sus comienzos. Si tiene sentido hablar de autoría posmoderna, no cabe duda que el firmante de Malditos Bastardos (Inglorious Basterds, 2009) —su obra maestra, reconocida como tal con sorna por el mismo, de este periodo— se ha ganado a pulso la etiqueta. No es de extrañar entonces que transcurridas cuatro décadas de dedicación plena al cine y sus extravíos, Erase una vez en… Hollywood se rebele como un pletórico homenaje a una época emblemática, también en la vida del propio cineasta. Como este le confesaba a Gabriel Lerman en la entrevista publicada en el número de verano de Dirigido Por… el hecho de que la película se haya convertido en un compendio de toda su carrera no formaba parte de un plan meticulosamente diseñado, sino que fue surgiendo, de manera natural, durante el proceso creativo. Tal vez al proyectar la vista atrás, hacia el Hollywood rabiosamente pop de su infancia, la mítica inherente al tiempo irrepetible en que nacen sus intereses como contador de historias se haya filtrado en sus evocadoras imágenes… la misma (mítica) que, entreverada de melancolía por el adolescente que fuimos, evoca para nosotros, venticinco años después, el visionado de Pulp Fiction.