Crónica desde el laberinto
Sitges apareció de nuevo y desapareció, una vez más, fantasmalmente, como ese Brigadoon de vida intermitente al que sólo acceden algunos elegidos. Este año el Festival llegó con menos obras reconocidas, un abanico notable de debutantes y una serie de películas españolas, a priori muy interesantes. Como en otros años, como en todo festival, había que lanzarse al prueba-error para hallar joyas ocultas aunque, tal vez en esta ocasión, con mayor frecuencia.
Sitges nos recordó en diversas ocasiones, en diversas pantallas, que el miedo amenaza más habitualmente en el ámbito cotidiano que en lugares extraños y que surge a menudo de los compañeros o conocidos que de uno mismo. Revisamos a continuación lo más interesante de esta 52 edición, tratando de aprovechar nexos temáticos.
El laberinto
Tema tan sugerente como recurrente en el género fantástico, el laberinto, el círculo o el retorno infinito da pie a numerosas variaciones, alguna de las cuales pudo verse en el festival.
Sitges arrancó con In the Tall Grass. Vincenzo Natali despuntó en el festival con Cube (1997), obra de debut que le permitió alcanzar una resonancia que no ha mantenido posteriormente. En esta ocasión se enfrenta a un reto considerable, adaptar a la pantalla un relato de Stephen King y su hijo Joe Hill (reto semejante al que asume Richard Stanley tratando de llevar a imágenes la narración de Lovecraft, Color Out of Space, de la que hablaremos más adelante). En In the Tall Grass un par de hermanos, ella embarazada, se adentran en un campo de maíz que posee a sus víctimas, aparentemente cambiando su lugar en el espacio y el tiempo. Natali desarrolla durante la mitad del metraje (poco más de 100 minutos) un intenso y brillante ejercicio de terror. Los dos hermanos serán atrapados por una entidad incorpórea que les confunde, separa y trata de acabar con su vida. En imágenes veremos como las hierbas se desplazan, se agitan y confabulan. Planos cenitales permiten ver las errancias de los personajes en la zona maldita, travellings frontales transmiten la desesperación de los personajes en sus carreras entre las cañas y planos laterales permiten ver los movimientos autónomos de la hierba, todo ello puntuado con una banda sonora efectiva y desasosegante, impregnada de los sonidos de la naturaleza. Nadie puede escapar de este laberinto mortal que no sólo impide su fuga, sino que se permite condenarle a un eterno retorno tras su muerte para acabar muriendo de nuevo, a menos que se fusionen con la entidad maligna que allí habita… Desafortunadamente, Natali parece no confiar en esta planificación y recurre a un enemigo corpóreo, innecesario tras media película de personajes enfrentados a un asesino telúrico, con el que se enfrentarán diversos personajes tratando de huir del laberinto. Desconozco si forma parte del relato original, pero, aun sin perder intensidad, la narración pierde parte de su encanto a partir de ello.
Una de las obras más interesantes del festival encierra también a sus personajes en otro tipo de laberinto. Refiere su director, Lorcan Finnegan (de quien publicaremos una entrevista en la fecha de estreno de la película), que una de las mayores amenazas para la sociedad actual es la necesidad de encontrar vivienda digna, por la que habrá que pagar posteriormente una gran hipoteca. Finnegan mezcla esta idea con una visión muy amarga del ciclo vital y lanza sus personajes a un destino inamovible y poco deseable. En Vivarium, Jesse Eisenberg y Imogen Poots (premio de interpretación del Festival) son Tom y Gemma, una joven pareja que, interesados por la publicidad de una agencia inmobiliaria, se desplazan a un barrio de nueva creación, Yonder (algo así como Más allá), un barrio de casas adosadas, en el que nadie habita y en el que son abandonados por el comercial (tan grotesco como escalofriante) que les ha atraído hasta allí. Casitas semejantes a las de un dibujo infantil, de tonos pastel, con mínima decoración, cielo de nubes magrittianas que ningún avión atraviesa y que se convertirá en su cárcel, tan neutra como pesadillesca. Pese a repetidos intentos de fuga, Tom y Gemma volverán, inevitablemente, al número 9, atrapados en un laberinto sin salida. Y es a partir de este punto cuando Lonergan marca una inflexión en la narración y condena a ambos protagonistas a un nefasto destino. Como por arte de magia, se les pertrecha no sólo con lo imprescindible para el día a día, sino que también reciben un bebé. Una criatura a la que deberán dedicar su vida entera, él trabajando de sol a sol, ella en un estereotipado papel de madre. Una criatura monstruosa (implantada en su vida como un cuco en la de otros pájaros) que es la corporeidad de la rutina, del hastío, de la pérdida de significado de la vida en los barrios periféricos. Yonder es la representación terrible de la evolución de parejas con escasos recursos, atrapadas por un modelo social determinista, y Vivarium es la desoladora muestra de la potencia del fantástico para ejercer la denuncia, el aviso, la alerta del rumbo que hemos tomado.
Un tercer tipo de laberinto se representa en El hoyo (C. Gaztelu-Urrutia) aunque en este caso se trata de un laberinto vertical al que algunos acceden voluntariamente. En más de 300 niveles se disponen pequeñas celdas en las que malviven dos personas durante un mes. En el centro de cada celda un pozo permite el descenso de una losa en la que se deposita la dosis diaria de comida para todo el recinto y que irá disminuyendo drásticamente en cantidad a medida que baja. Al cabo de un mes los residentes son desplazados, aparentemente con criterio aleatorio, a otro nivel, pudiendo gozar de una cantidad de alimento considerable o ninguna en absoluto, según la suerte. El hoyo es una metáfora sugerente que refleja simultáneamente diversos conflictos sociales. Remarcable película de debut (ganó el Premio a la mejor película de la Sección Oficial), el planteamiento lanza al protagonista, voluntario para una estancia corta a cambio de reconocimientos académicos, y al público con él, a numerosas consideraciones éticas… Si Natali no pretendía sino entretenernos, si Lonergan nos llamaba la atención sobre un contexto siniestro, Gaztelu-Urrutia nos lanza las preguntas a la cara. ¿Qué haríamos nosotros en tal o cual situación? ¿Aprovechamos la buena suerte para comer todo lo posible si aparecemos en un nivel alto? ¿Moderamos la dieta? ¿Nos enfrentamos a un compañero de piso hostil o buscamos su complicidad? ¿Nos complicamos la vida tratando de ayudar a los de abajo? ¿Ignoramos a los que están por encima de nosotros? El resultado es una obra visualmente atractiva que da pie a numerosos debates, pero tan interesante sobre el papel como insuficiente al acabar el visionado. En una olvidada cinta metafórica, Caza humana (Figures in a Landscape, Joseph Losey, 1970), dos personajes huyen toda la película campo a través de un poder innominado, tan indefinido que nos impedía a los espectadores empatizar con ellos y cuestionar la situación. Algo parecido sucede con los personajes de El hoyo, enfrentados a un ascensor social tan injusto como insuficientemente explicado. El guion desarrolla una serie de situaciones cuya fuerza dramática, paradójicamente, rompe el hilo narrativo, al situarse forzadamente en el ámbito de la disquisición moral. Finalmente, el resultado es estimulante a nivel visual pero insatisfactorio a nivel de resolución, al optar por una estrategia sobre la que ni los personajes ni el espectador estamos suficientemente convencidos.
Quien tiene un amigo tiene un tesoro
Amigo (Óscar Martin) es una película modesta que se crece mientras es consciente de ello. Cinta que puede encontrar referencias en Misery (Rob Reiner, 1990), narra la convivencia difícil de dos amigos, el uno cuidando del otro, deteriorado y paralitico tras un accidente de automóvil. Amigo se mueve con habilidad en el ámbito de la comedia y saca partido de dos actores que se mueven con comodidad (bueno, es un decir) en la cotidianeidad del caserón en el que están aislados. Puntualmente, David trae mujeres a casa, siendo molestado por las solicitudes de Javi (Javier Botet). Progresivamente, Javi se vuelve más y más demandante. Finalmente, la amistad se rompe y Javi ya no mira a David con cariño. Inversamente, Javi mira a David, con odio. Óscar Martín trabaja muy bien este deterioro. Lamentablemente, Amigo deriva a partir de ahí a un thriller que pretende emular a Hitchcock y, ya lo sabemos, las comparaciones son odiosas. Las buenas interpretaciones ya no bastan para sostener un guion estirado en demasía.
Con mayor presupuesto, evidentemente, Daniel Isn’t Real (Adam Egypt Mortimer, 2019) sostiene un pulso entre realidad y fantasía. Luke es un niño traumatizado, hijo de una mujer afectada de una enfermedad mental, que se acompaña en su soledad y tristeza de un amigo imaginario, Daniel. El compañerismo que lucen ambos acabará rompiéndose cuando Daniel parece adquirir consciencia propia y agrede a la madre de Luke. Esto dará pie al encierro de Daniel, como si se trate de un espíritu, hasta la adolescencia de Luke, cuando éste añora su presencia. Daniel se manifiesta a partir de entonces como un guasón cool, sobrado y apuesto, lo opuesto a Luke quien, progresivamente, irá absorbiendo su identidad e incrementando el nivel de agresividad. Egypt Mortimer desarrolla la historia con un pulso firme, enérgico, evitando tanto escenas innecesarias como tiempos muertos. De modo sutil y progresivo, Daniel se revelará como un personaje fatal difícil de controlar, aunque, simultáneamente, tendremos la opción de considerarlo como la representación corpórea de una alucinación esquizofrénica. El director desarrolla la trama hasta el final sin concesión alguna, aprovechando sin abusar de los efectos especiales y permitiendo ambos puntos de vista sin excluir una u otra opción, realista o fantástica. Como anécdota, reseñar que Luke y Daniel están interpretados respectivamente por los vástagos de Susan Sarandon y Tim Robbins (Miles ganó el premio de interpretación masculina) en un caso, de Arnie Schwarzenegger en el otro.