Mujercitas, de Greta Gerwig

Vindicación del guion adaptado

En cualquiera de las adaptaciones al cine de la novela Mujercitas (Little Women, Louisa May Alcott, 1868) aparece la figura del voyeur encarnada en el personaje de Laurie. El chico, recién llegado al vecindario, se distrae de sus tareas mirando desde la ventana al portillo de la casa de los March con una fascinación similar a la del personaje interpretado por James Stewart en La ventana indiscreta (Rear Window, Alfred Hitchock, 1954). Pero mientras que en la película del maestro del suspense el voyeur se frustraba por no poder intervenir en la acción de lo que ocurría —o no ocurría— en los pisos de enfrente, en Mujercitas el personaje toma el mango de la puerta y consigue colarse en el hogar al que le gustaría pertenecer; tal y como le ocurre al espectador, igualmente maravillado que atraído por la alegría y la calidez que reina en la casa de los March. Porque ese tono entrañable y afectuoso se transmite a toda la obra.

Mujercitas (Little Women, 2019) es una película que rezuma los valores tradicionales del cuento de Navidad clásico. El trabajo de Gerwig no elide los lugares genéricos intrínsecos a la obra que adapta, ya vistos en otros filmes navideños míticos como Qué bello es vivir (It’s A Wonderful Time, Frank Capra, 1946): véanse el ángel caído del cielo —encarnado en Mujercitas por la pobre Beth—, la fuerza de la unión familiar como modo de sobreponerse a cualquier adversidad, y la reivindicación de la solidaridad más dickensiana —que en este caso se asume con más convicción que en la adaptación de Mervin LeRoy de 1949—. Cabe mencionar que la idealización de la austeridad típica de la sociedad de posguerra norteamericana se ha ido diluyendo con el paso del tiempo: mientras que en la versión de George Cukor de 1939 esta era indudable, el texto de Gerwig atiende más a esas primeras páginas del libro de Alcott en que leíamos a las hermanas quejarse de ser pobres: “Sin regalos, la Navidad no será lo mismo”, sentenciaba Jo en la primera línea de la novela.

Pero además de historia navideña, Mujercitas de Greta Gerwig no se olvida del componente de literatura de jóvenes adultos que hay en la obra original. Su película es la que tiene más intención de coming-of-age de todas las que se han hecho, pero sin serlo convencionalmente. Las chicas no vuelan del hogar para emprender su vida adulta: en este caso la vida infantil no acaba al marcharse, pues termina una vez han vuelto a casa, cuando ya están listas para afrontar su madurez. Y el modo en que la directora de Sacramento lo transmite es mediante el guion, ideado para un montaje que alterna entre pasado y presente no solo para establecer rimas y contrastes, sino para enfatizar en el tempus fugit inherente al texto de Alcott. Las chicas miran al ayer constantemente para entender los problemas del hoy, es decir, para seguir madurando. Además, ese nuevo modo de presentar la trama permite a la autora conferir más peso a las escenas de una misma temática que antes se disgregaban en la cronología de los hechos, lo que ayuda a enfatizar en los subtextos menos explotados. Hay un gran trabajo de riqueza simbólica —y cinematográfica— en las transiciones entre analepsis: ejemplo de ello son los aplausos que aparecen en off cuando Beth termina de tocar el piano en la soledad de su salón, para luego conectar con un teatro neoyorquino repleto de gente en el que Jo está en pie. Y aunque cabe dudar de si tanto vaivén en el tiempo no puede hacer que el espectador menos familiarizado con Mujercitas se pierda un poco en las líneas temporales, la fotografía de Yorick Le Saux —que adquiere paletas frías en el presente y cálidas en el recuerdo— debería ser suficiente.

Por mucho que la puesta en escena de Greta Gerwig es evidentemente clásica, la cineasta continúa con su búsqueda de la ligereza en todos sus aspectos, más allá del guion. La escenografía se aleja del Technicolor de los decorados de estudio de la adaptación de Mervin LeRoy de 1949 para acercarse un poco a los tonos navideños de la película de Gillian Amstrong de 1995, pero consigue ampliar su riqueza sobremanera mediante un gran trabajo en las localizaciones exteriores —la escena de la playa es apabullante—. La banda sonora de Alexandre Desplat, omnipresente sobre todo en el inicio de la película, acoge el carácter orquestal de las versiones anteriores, pero las revitaliza mediante un piano rabiosamente moderno, lo que dota de más dinamismo a la obra. Y es que el ritmo de los diálogos es más endiablado que nunca, con una mezcla de humor y ternura flamante que contagia de una alegría ineludible a las escenas familiares. La solemnidad puede —y debe— ser lo más espontánea posible. Una de las mayores virtudes de la película es el reparto: Saoirse Ronan tiene la candidez de Winona Ryder y el descaro de su personaje para Lady Bird (íd., Greta Gerwig, 2017), pero es Florence Pugh quien roba la escena: resulta tan agradable verla haciendo pucheros como soltándole frivolidades a Timothée Chalamet. De hecho, que el personaje de Amy adquiera una mayor profundidad permite que las interpretaciones del elenco se intuyan más complejas que en otras versiones de Mujercitas. Gerwig logra dotarlos de más matices desde una genuina admiración por el texto original. De este modo, un personaje tan maltratado como el de Amy —recordemos lo odiosa que resulta Liz Taylor en la versión de LeRoy— es aquí esencial para el desarrollo de la trama. La versión de Meg de Gerwig aún va más allá que la de Armstrong —en que ya se le daba más importancia al incluir su puesta de largo—: ahora se describen más facetas de la historia de su matrimonio. Y todas esas virtudes se deben a que las ambiciones artísticas de las protagonistas transitan en el mismo plano que las amorosas. Pasión romántica y cultural cohabitan en todas y cada una de ellas, pero sin entremezclarse entre sí o descuidarse: la fuerza de voluntad para escribir o pintar de las chicas es más estoica que nunca, pero a la vez hay más solidez y atención a sus sentimientos amorosos que en el resto de las adaptaciones.

Y es que Gerwig no juzga en ningún momento a sus personajes, error en que otros cineastas han caído, sino que los ama. Nunca rebaja sus sueños y les da atención a todos y cada uno de ellos —y dar atención no es otra cosa que amar—: es igual de loable desear formar una familia que dedicarse a desarrollar una carrera profesional. El feminismo no se debe añadir a un texto como si se tratase de un ingrediente más, como es el caso de la versión de Armstrong, en que algunos diálogos resultan impostados ya que necesitan reflejar imperiosamente los cambios sociales de la época; el feminismo debe ser inherente a la intención del autor. Es por ese motivo que la película de Cukor de 1939 es también coherente en cuanto a su retrato de la feminidad: su película reflejaba un tipo de relación entre hombres y mujeres concorde al género de películas de guerra de sexos típico del Hollywood clásico, como es el caso de La costilla de Adán (Adam’s Rib, George Cukor, 1949), del propio director.

Así, el filme de Greta Gerwig adquiere desde un primer momento una intención metatextual de lo más interesante. Se establece un paralelismo entre la directora y el personaje de Jo —referente también para otras muchas mujeres— a través de la literatura y de su condición de escritora enfrentada a la industria. Además, se apoya en un guiño en el corte de pelo que lleva la actriz impulsado por la propia novela —una excusa más para hacer de Ronan otra vez el alter ego de Gerwig—. Pero es gracias a ese extenso clímax final que la película sobrepasa el sentido de la maravilla. Enternece admirablemente el corazón, pero a la vez adquiere una profundidad artística y cinematográfica novedosa: la de no romper con el happy ending que todos deseamos, y a la vez ser capaz de resaltar desde el ensayo el trasfondo verdadero de la obra —y la vida— de Louisa May Alcott y de la propia Greta Gerwig. La Mujercitas de 2019 no es solo la historia de sororidad de los March revestida de cuento navideño, sino que se descubre como un relato del romance entre la mujer y las artes.