Berlinale 2020. Crónica 1

El inicio de la Edición 70 del Festival de Berlín ha sido más escabroso de lo que cabría desear. El cambio en la dirección de programadores, ahora encabezada por Carlo Chatrian —anterior responsable del Festival de Locarno— hacía rescatar las expectativas, hasta entonces cada vez más bajas, por una selección de películas que pusiera también el foco en el potencial cinematográfico y artístico, no solo en los aspectos sociales. Recordemos que, de la cosecha del ejercicio anterior, las películas que más éxito han tenido fueron Hasta siempre, hijo mío (So Long, My Son, Wang Xiaoshuai, 2019) y Sinónimos (Sinonymes, Nadav Lapid, 2019), proyectos cuya pretensión se acercaba mucho al retrato sociopolítico. En la jornada de inauguración de esta septuagésima Berlinale, ya se intuye este cambio: el homenaje ha sido claramente a las humanidades, y en concreto a la literatura, con varias películas cuyo hilo conductor son los libros y las palabras escritas.

La primera proyección fue la de Swimming Out Till the Sea Turns Blue (Jia Zhangke, 2020), un documental que forma parte de la trilogía de proyectos del cineasta chino dedicados a estudiar el arte, formada por Dong (íd., Jia Zhangke, 2006) y Useless (Wuyong, Jia Zhangke, 2007). En su última película, Jia se sitúa en el marco de un festival de literatura de la provincia en que nació, Shanxi, para así, mediante las entrevistas a escritores y personas de su círculo, hacer un repaso de la historia reciente del país. La ambición del proyecto, que no es otra sino llegar al máximo de aspectos culturales, políticos y sociales posibles, condena al documental a una amplitud de miras que desemboca en un retrato incompleto y superficial, con una dispersión que lleva a una memoria que no es otra cosa que nostalgia, por momentos emotiva, pero apenas relevadora. El documental habla de contrastes entre épocas y ambientes —del régimen socialista duro a la apertura a occidente; del ruralismo al urbanismo; de la tradición a la tecnología— mediante no solo los testimonios de sus protagonistas, sino desde la mirada de la cámara de Jia, de gran potencia poética. Y es que el modo de filmar del cineasta es agradecido, pero contradictorio. Parece que no intenta regodearse en los momentos más sentimentalistas del filme mediante el uso de un montaje que alterna entre tres cámaras durante las entrevistas, transitando a las más alejadas cuando los temas son más escabrosos y cortando los momentos de emoción más pura. Pero el uso de la música es definitivamente solemne, con una búsqueda de realzar las frases más interesantes dándoles protagonismo primero en cómo los protagonistas las recitan y luego escribiéndolas sobre la pantalla en negro.

Swimming Out Till the Sea Turns Blue (Yi zhi you dao hai shui bian lan, Jia Zhangke)

Por otro lado, Mi año con Salinger (My Salinger Year, Phillippe Falardeau, 2020) tiene menos pretensiones, pero precisamente en su sencillez y honestidad recaen sus mayores virtudes. La historia es una adaptación literaria protagonizada por una chica cliché: decide irse a vivir a Nueva York para cumplir su sueño de ser escritora, y no le importa trabajar de cualquier cosa si puede sentarse a escribir en las cafeterías más célebres de Manhattan. Así termina trabajando para una agencia literaria que en su día fue un panteón lleno de celebridades, pero a la que ya solo le queda el célebre J.R. Salinger. Su empleadora es una mujer con fobia a la tecnología, lo cual resulta divertido, pero cuyo sarcasmo y frivolidad la convierten en distante y cortante. En el duelo actoral entre la ingenuidad de Margarret Qualley y la frialdad de Sigourney Weaver está una de las mayores virtudes de la cinta. Al inicio, la película se pierde en un tono de comedia a trompicones, pero entre la torpeza poco acaba encontrando su tono: ese humor sarcástico vira a momentos de gran sensibilidad emocional conscientes de que el tono romántico y hasta cursi le van mucho mejor. La mayor virtud de Falardeau es darse cuenta a tiempo de que su película no debe enredarse en tramas sociales —hay un diálogo feminista demasiado evidente—, sino por un amor hacia las humanidades y las letras que enternezca al espectador, con un cierto parecido a las intenciones de Mujercitas (Little Women, 2019) de Greta Gerwig. De este modo, el descubrimiento de la figura de Salinger para la protagonista, que ha leído las cartas que le mandan al escritor antes que sus propias novelas, se convierte en la verdadera revelación de su pasión literaria. Por otra parte, la puesta en escena de Falardeau es en un principio clásica, bebiendo de esa estética de los setenta pese a estar situada en los noventa, pero incluye algunas incoherencias más propias del cine independiente americano moderno. Hay recursos que no acaban de funcionar, como la composición en plano de personajes extradiegéticos o la duplicación de cuerpos, pero en general resulta agradable, con un ritmo de planos frenético. Por último, el trabajo de Margaret Qualley es digno de mención, sosteniendo los momentos en que las emociones del guion son débiles. Descubierta por el gran público en la última película de Tarantino, Érase una vez… en Hollywood (Once Upon A Time… In Hollywood, 2019), esta vez su presencia es igual de mágica, pero en vez de seductora y misteriosa, resulta frágil y transparente. Una de sus mayores virtudes es el que es capaz de actuar desde la pasividad: igual que en su anterior aparición maravillaba el verla ponerle ojitos a Brad Pitt mientras este la seducía, aquí su quietud al verla vibrar de emoción también seduce al espectador.

Mi año con Salinger (My Salinger Year, Phillippe Falardeau)

Otra de las películas que ofreció esta primera jornada de la Berlinale fue la de Malmkrog (Christi Puiu, 2020), otra adaptación literaria. En este caso, la cinta del cineasta rumano transcurre en el 1900, en una mansión enorme —pero que dadas las circunstancias de la cinta se convierte en claustrofóbica— y en una jornada de reflexión filosófica entre cinco personajes. De estructura capitular, Malkmrog es una cinta hermética y restringida a una intención única: la de trasladar un diálogo ontológico como los que tenían Sócrates y su tropa de interlocutores a la pantalla. Para hacerlo, Christi Puiu utiliza recursos de puesta en escena diversos: a veces más teatrales, con largos planos secuencia en cámara fija; a veces más cinematográficos, partiendo la escena en plano contraplano. Ese segundo modo de filmar por desgracia se encuentra en menos capítulos de los que deberían, seguramente los más amenos y de mayor riqueza formal, al permitir que las miradas y los resoplos de los intérpretes tomen partido. El resto del metraje transcurre de forma tediosa, pues imaginen si ya cuesta mantener la atención durante largo rato al leer a Platón, en pantalla la solemnidad y rigidez de la propuesta hacen todo un reto mantener la atención en todo momento, sin poder usar un lápiz para no poderse en los diálogos. En Malmkrog apenas está permitida la autoconsciencia, el darse un descanso, pues la fluidez y construcción de diálogos es tal que a la mínima que algo los interrumpe —unos pasos, una música—, se debe volver atrás en la argumentación. De hecho, cuando los personajes vuelven a temas que han hablado por la mañana, para el espectador parece que de veras haya pasado ese tiempo. Más allá del más que estimulante contenido de los debates, que, partiendo de la religión, la fe, y de la naturaleza del hombre terminan derivando en política internacional, los breves interludios que se permite el director nos muestran las dinámicas de clases entre el servicio del hogar, y un fuera de campo que esconde algo también interesante, pero que Puiu no desea enseñarnos. Tal y como los personajes, el espectador necesita respirar, airearse, pero cuando se abre una puerta, muchas veces Puiu nos deja al otro lado.

Minamata (Andrew Levitas)

La última película de este primer día en Berlín fue Minamata de Andrew Levitas. La historia está basada en hechos reales, y todo se podría resumir en tratar de explicarnos cómo se tomó la célebre fotografía de la revista Life en que se muestran los efectos de la crisis humanitaria de Minamata durante los años 70. La intención del director es la de hacer una película solemne, reivindicativa y ecologista, pero peca de un etnocentrismo insultante: el protagonista, interpretado por un errático Johnny Depp, no podría ser menos heroico —alcohólico, narcisista, egoísta e irresponsable—, pero aun así logra iluminar a la sociedad japonesa para combatir las injusticias de la empresa que ha provocado la desgracia. Para lograr más dinamismo, Levitas propone una puesta en escena en la que se trata de inferir ritmo a toda costa, como si al hacer que la película sea un frenesí pudiera hacernos olvidar los numerosos huecos en el guion. De este modo, no solo emplea un montaje caótico, con recuerdos y flashes que tratan de hacer referencia a toda costa a Apocalypse Now (íd., Francis Ford Coppola, 1979), sino que fragmenta las escenas en miles de planos, cada uno más inhóspito que el anterior. Hay un momento de la película en que el personaje de Depp le explica a un niño afectado por la enfermedad que la clave de la fotografía es la misma que la del jazz: la improvisación. El modo en que Levitas encuadra bien podría seguir el mismo lema.