Berlinale 2020. Crónica 2

Agua

Igual es la atípica lluvia que está caracterizando estos días de estancia berlinesa, pero no he podido evitar reparar en las rimas que ofrecía el líquido elemento en varios títulos de entre lo que hasta ahora ha deparado esta edición de la Berlinale.

En Lúa vermella, Lois Patiño vira hacia el fantástico para seguir explorando el imaginario gallego, y termina ofreciendo una historia de fantasmas y mitos que refleja un universo agonizante. El agua se configura como manto que cubre el pasado, la memoria, elemento imprescindible y al tiempo hostil para una sociedad que vive en buena medida del mismo. Pero aquí ya no queda sociedad visible, sólo individuos de carácter espectral, el sueño de otra consciencia, en la antesala de su propia desaparición a manos del monstruo que conjura la luna roja. Hay de hecho una atmósfera ominosa que transita todo el film, que caracteriza sus preciosistas planos, tan bellamente compuestos y fotografiados, todo un aparato estético que también deja la película al borde del ensimismamiento, fascinada con sus propias imágenes.

Lúa vermella, de Lois Patiño

También Bonnetta persigue la fascinación por la imagen a través de su trabajo con los 16 mm en The Two Lights, con la cualidad espectral del formato para evocar otro universo de mitos, leyendas y fantasmas en trance de desaparición dentro del acervo gaélico, ya de por sí en crisis por el colonialismo cultural anglosajón. Es un film que, sobre variados testimonios de eventos supuestamente sobrenaturales, construye una imaginería visual en la que predomina lo decrépito, la cualidad reflectante, de nuevo el mundo acuático. Es una obra que descansa sobre la belleza evocadora de sus fotogramas, que tratan de apelar desde la sencillez a ese mundo terminal en la frontera de lo real y lo mítico. Aunque quizás le falta ser capaz de construir un arco significante que mejor aglutine la propuesta, que evite cierta sensación de reiteración dispersa.

En Undine de Christian Petzold, el agua también extiende su velo sobre el pasado, y de hecho uno de los escenarios claves es un pantano, como en el film de Patiño, cuyas aguas siempre esconden mundos perdidos. Pero aquí el líquido elemento simboliza igualmente cambio, mutación, renacimiento. Las coordenadas de su último film resultan familiares en todo caso, el drama romántico en el que parece instalado últimamente, pero siempre con unos personajes característicamente misteriosos cuyo oscuro pasado gravita sobre todas sus películas sin hacerse nunca del todo explícito. Es lo que sucede con la chica cuyo nombre da título al film, una figura de naturaleza escurridiza que por momentos parece más propia (de nuevo) de la leyenda y el mito, del cine fantástico, género con el que juguetea la película en varias ocasiones. De hecho nos adentramos en la ficción de sopetón, cuando la crisis de una pareja ya se ha desatado y la fuerza destructora y regeneradora se comienza a intuir. Como reminiscencia del relato en primer término, de la nueva historia de amor que se construye, la ciudad de Berlín, su pasado, su fractura y división, sus reconstrucciones, que introduce la protagonista en su ocupación de guía de un museo urbanístico. Podríamos trazar un paralelismo entre las sucesivas relaciones sentimentales que nos ofrece el argumento, sus reformulaciones, los dramáticos resortes que las articulan, y la historia de la capital alemana bajo diferentes regímenes, sus replanteamientos o esa alternativa necesidad, bien de destruir y dividir, bien de reconstruir y conservar los vestigios de un pasado perdido. Si se trata probablemente de la película que más me ha gustado de lo que llevamos de festival es en gran medida por su puesta en escena, por la narrativa visual de Petzold, la fluidez, las ideas y el dominio gramático con los que riega su film. Recordemos la magnífica planificación de la escena de la rotura de la pecera, del cruce de las parejas o la idea de fundir una maqueta con el lugar físico en el cual está pensando la protagonista, haciendo siempre del montaje un arma de expresión totalmente pensada y consciente.

Undine, de Christian Petzold

Clases

Otro trayecto temático que podemos ensayar de lo visto hasta ahora en Berlín es el que nos sugieren las diferentes visiones que sobre las clases sociales ofrecen algunas de las películas vistas.

En la época silente era muy habitual el retrato de las clases más humildes, y en particular, su interacción con la clase más acomodada cuando alguien de esta última se interesaba por los más desfavorecidos (historia de amor mediante o no). En la retrospectiva que esta edición de la Berlinale consagra a King Vidor se ha mostrado The Other Half, película incompleta de 1919 que abunda en esta temática a partir de la historia del hijo de un magnate que quiere labrarse su propio camino, alternando con colegas de empleo y, evidentemente, de mucha más baja extracción socioeconómica. Pero su recorrido al sustituir a su fallecido padre es inverso al de su novia, progresivamente interesada por los más desfavorecidos. La perspectiva es muy ingenua, abogando por un capitalismo con corazón y confundiendo la caridad con la justicia social, creo yo. Es curioso el rol de la prensa, la necesidad que muestra la clase trabajadora de ella (es lo único que pide la chica convaleciente y presumiblemente jugaría un papel esencial en la perdida resolución del conflicto dramático), pero también su dependencia del poder económico, aunque sea un poder dulce en este caso (hablando de ingenuidad…). En cualquier caso, la puesta en escena de Vidor es ya notable a pesar de la temprana fecha de producción, con una fluida narrativa y notorio cuidado estético, dentro de un efectivo andamiaje dramático.

Malmkrog, por su parte, nos retrotrae desde la mirada actual unos pocos años respecto a The Other Half, concretamente al cambio de siglo, apenas dos décadas que en términos culturales parecen más porque nos sitúa en plena Rusia zarista, de una más marcada y estricta estratificación social. Jaime Lapaz ya nos glosó en la primera crónica berlinesa las líneas maestras que ofrece este último film de Cristi Puiu, pero me parecen interesantes en particular las dinámicas de clase que sugiere a través de la recurrente presencia, puntualmente incluso en primer término, del servicio de criados de la mansión en la que se concentra la acción. De alguna manera, el director rumano retoma el cuestionamiento de las creencias que caracterizaba Sieranevada respecto al mundo moderno, ahora en un plano mucho más filosófico a través de la obra de Vladimir Soloviev, y con un variado registro estilístico que escapa a la virtuosa coreografía visual de aquella. Si estamos ante una obra más grave, densa y abstracta en sus argumentaciones, como menos grácil en su ejecución, entiendo que es reflejo de unos personajes que viven recluidos en una burbuja de clase, incapaces de reflexionar sobre sus propios privilegios, una situación que estalla en esa maravillosa escena en la que no acude ningún sirviente a la llamada de los amos, precisamente la que fractura la aparente continuidad narrativa del film.

Malmkrog, de Cristi Puiu

Pero son Gustave Kervern y Benoît Delépine con su humor corrosivo los encargados de arrastrarnos de vuelta a nuestros días para testimoniar el pretendido final de los conflictos de clase. El neoliberalismo globalizador, con la inestimable ayuda de las nuevas tecnologías, ha resuelto finalmente las disyuntivas clasistas: ahora somos todos (imbéciles) consumidores, incluso de reivindicaciones como la de los chalecos amarillos, que van perfilando ese perverso sentido del término «transversalidad». La falta de luces de los tres protagonistas de Effacer l’historique («Borrar el historial», pero no sólo el digital, sino que también toda una historia de conflictos de clase) les lleva a una espiral de dependencia, a ser objeto de todo tipo de engaños, crédulos consumidores en el despiadado mundo del big data que no hace más que seguir embruteciéndolos en una espiral viciosa. Muy apropiadamente, como declaración de principios, es una obra rodada en 16 mm, que de hecho aprovecha la capacidad cromática del formato con una cuidada factura visual, pero por agudo y pertinente que sea su discurso, por inevitable que resulte simpatizar con sus intenciones, no deja de ser una sucesión más o menos simpática de gags rendidos a la obviedad, a lo evidente, sin capacidad para desafiar las convicciones del espectador, servidos por unos personajes sin verdadera entidad, demasiado burdos como para promover una identificación que nos haga replantear seriamente nuestros hábitos y posicionamientos, figuras útiles a un discurso quizás demasiado fácil.