Unas cuántas cosas buenas que podría decir de ella. Otras tantas que se me ocurrirían al hablar de él. ¿Exaltación almibarada de la pareja y su procelosa circunstancia? No, no, espera. Que ya no quieren seguir juntos. Que ya no queda más que el recuerdo desdibujado de lo que nos encandiló, de lo que quiera que nos sedujo del otro. Y que sólo nos ponemos a recordar a instancias de un tercero, espeleología forzada de la memoria. Pasó.
¿Pasó, lo matamos o se murió de simple inanición? Difícil de decir. ¿En qué momento los pros se vuelven contras, las virtudes defectos? ¿Cuándo las particularidades devienen rarezas, cuándo rebautizamos las “encantadoras liturgias” como “manías insoportables”? ¿En qué preciso instante el presente cargado de proyectos es engullido por la historia, por ese pasado que ahora interpretamos cargado de reproches?
Porque después de la batalla sólo resta el pillaje: repartirse los despojos, la custodia, el resto de querencias y la culpa. Y la culpa, por supuesto, es del otro. Por no querer verlo todo como nosotros. Por atentar contra nuestras ambiciones, qué digo, contra toda una vida hermosamente planificada (sólo en nuestra cabeza) a base de silencios y hechos consumados. Por no verlo todo… como yo. ¿Pero quién demonios se cree?
Y esos demonios —los interiores, alimentados a base de ira, frustración y “nada importa”— son los aliados por excelencia de unos abogados que, oteando desde el poste más cercano, aguardan pacientemente el momento de escenificar la tragedia, abatirse sobre el par de boxeadores groguis y saquear lo que fue de ambos.
Con suerte, restará la historia. Y con suerte, algún director más malherido que valiente se atreverá a contarla.