El año del descubrimiento
Bares, qué lugares…
En el bar en que está ambientado El año del descubrimiento, filme inaugural de la 27ª edición del Festival l’Alternativa, alguien dice: “si yo no tengo dinero no me voy a un bar a desayunar”. Durante el primer tercio de la película hemos asistido a las charlas de barra de bar de unos personajes que parecen vivir los noventa, con los telediarios de fondo, carteles de huelgas colgados en las paredes y cigarrillos sacando humo a ritmo de locomotora. Las conversaciones parecen referirse a lo íntimo, a las anécdotas del día a día (se empieza hablando de música, de ligar, de beber y del tabaco). Pero conforme avanza el día, los temas sociopolíticos van apareciendo en escena. Se empieza pidiendo un café con leche y un bocadillo y se termina a las dos de la tarde diciendo “a mi no hables de trabajo, que estoy comiendo”.
Porque inevitablemente los personajes vuelven al ruedo, y las conversaciones particulares se tiñen de los problemas que sufren en la comunidad, y luego vuelven a lo personal, y viceversa. Las fronteras entre esferas (la pública y la privada, lo laboral y lo íntimo) parecen no terminar de existir. Una de las muchas tesis que expone Luis López Carrasco es la idea de que lo político y lo social tiene consecuencias directas en la intimidad de las personas, es decir, en sus conversaciones de bar, en su día a día. Y para defender tesis, y todas las que incluye la película, es fundamental comprender la decisión de localizar y concentrar El año del descubrimiento única y exclusivamente en un bar, de un modo similar a la fiesta en un piso madrileño de El futuro (Luis López Carrasco, 2014).
Para López Carrasco el bar es lo opuesto a un no-lugar. Porque en uno de los giros más importantes de la película, descubrimos que aquellos personajes que parecían estar tomándose un cruasán y un ducados en los noventa lo están haciendo en el presente. El posible engaño de puesta en escena (en un gran trabajo de recreación en el escenario) tiene como intención reincidir en la idea del bar como lugar antropológico: da igual el año y el pueblo en que esté situado, pues los problemas de los que se hablen serán siempre los mismos. He aquí otra de las tesis de la película: el bar como estudio de caso representativo de la sociedad española. Y, de paso, una de las virtudes de El año del descubrimiento: trascender lo local.
El contenido social de las conversaciones filmadas durante el primer tercio de la película trata acerca de temas y problemas universales que bien podrían referirse a los problemas de hace 30 años o bien a los de 2020. Aparecen discusiones sobre la educación, la falta de trabajo, el auge de la violencia, la depresión, la precariedad, el abandono de las instituciones, la falta de compañerismo en las empresas… Pero es en su segunda parte, una vez se ha presentado a los personajes, cuando pequeños detalles de la charla revelan que están hablando desde el presente: “No soy monárquico, pero tenemos un buen rey, mejor que su padre”, dice uno. Minutos después alguien suelta un “fake news”, y ya no hay equívoco.
Pese a que hay un trabajo (algunas veces más evidente que otras) de dirección temática de las conversaciones, es sorprendente la ingente cantidad de debates sociopolíticos que se plantean en El año del descubrimiento. El bar aparece como el escenario perfecto para que los personajes representen sus ideas e ideales, discutan del por qué de los problemas que están viviendo sin paternalismo, sin dar clase, sin sentar cátedra. El espectador puede escuchar las conversaciones sin temer ser tratado con condescendencia, en un entorno cercano y desinhibido.
Y entonces, en una mesa en la que unos jóvenes se están tomando unas cañas mientras hablan de las condiciones precarias de sus empleos, alguien dice: “pues tendremos que hacer algo, que lo único que hacemos aquí es quejarnos”. Y emerge otra tesis más del documental: el bar como espacio de emancipación intelectual, y por ello, del posible despertar obrero y político. Porque si algo parece señalar El año del descubrimiento es la degeneración del movimiento obrero y sindicalista español. Durante los dos primeros tercios del filme hay una clara tendencia a revelar la falta de solidaridad de la sociedad actual. Algunos personajes comentan que antes se veía una injusticia en la comunidad y se montaba una huelga, pero que ahora nos limitamos a verlo por la televisión y lanzar un “ay, pobrecillos” a la pantalla, sino nos lanzamos a la estigmatización de las manifestaciones, algo totalmente imposible hace 30 años.
… Tan gratos para conversar…
Una sucesión tan constante de debates sociopolíticos en un mismo lugar podría resultar redundante en lo conceptual y algo tediosa en lo audiovisual. Para combatir este posible problema, López Carrasco elabora una puesta en escena profundamente racional, pero que no distancia emocionalmente al espectador, sino que lo atrae magnéticamente. En El año del descubrimiento ocurre un poco como en My Mexican Bretzel (Nuria Giménez Lorang, 2020): el dispositivo narrativo se apoya mucho en la magia y el misterio que las imágenes causan en un primer visionado, y en todo el trabajo de descodificación del montaje que mantiene involucrado al espectador.
Este documental, como el de Giménez Lorang, también pone en escena un material visual analógico, pero en este caso como una decisión estética y escénica, no como una obligación. La textura de la imagen nos traslada a los noventa, antes de la era digital, y contribuye a generar ese enigma y elucubración durante el visionado. De hecho, apenas hay material de archivo, y cuando es usado nunca juega un papel narrativo, sino contextual. López Carrasco hace recaer todo el peso en los testimonios y en sus narraciones, en el uso de la palabra. Aboga por el poder del relato oral, y por ello centra los rostros en primeros planos. En ese sentido, el uso de la pantalla funciona prácticamente como una apertura de plano: lo engrandece y lo contextualiza, lo transforma de medio a general, nos da más información; ya sea contraponiéndolo a otros personajes el bar como filmando las reacciones de los contertulios, como si se tratara de una realización televisiva.
Es importante señalar que López Carrasco no divide la pantalla de forma ideológica, sino cinematográfica. El peso de las imágenes recae indistintamente en el lado derecho y en el izquierdo, y enfatiza en una de ellas mediante la prevalencia del sonido de una parte sobre la otra. Solo en una decena de escenas oscurece una de las pantallas a negro, y únicamente en un par de ocasiones centra la imagen.
Las intenciones de El año del descubrimiento podrían recordar también a la ganadora de la anterior edición del Festival l’Alternativa, Nuestras derrotas (Nos défaites, Jean-Gabriel Peirot, 2019). En aquella película había también un lugar que funcionaba como estudio de caso (un instituto de cine), conversaciones de gente de la calle (entrevistas a estudiantes) y decisiones de puesta en escena para contraponer pasado y presente (el uso del blanco y negro para las reinterpretaciones de filmes post-mayo del 68). Pero el dispositivo narrativo y estructural de López Carrasco, mucho más atrevido que el de Peirot, refuerza los giros de guion y las sorpresas de la pieza, impide la sensación de tedio y, sobre todo, acerca una serie de tesis políticas o filosóficas con un enfoque mucho más humanista, casi emocional. López Carrasco intenta relegar lo racional y lo intelectual a un segundo plano. Dicho en caliente: resulta más sencillo interesarse y empatizar con el discurso obrerista de un trabajador en un bar que con una recreación hecha por adolescentes de una escena de un filme de Godard.
Además, el transcurso de la película de López Carrasco, que dura exactamente el doble que la de Peirot, resulta más rico conceptualmente. Ejemplo de ello es el uso de los sueños de algunos personajes (concretamente tres), repartidos al inicio, a la mitad y al final del filme. Hay una progresión ontológica que va totalmente acorde con las intenciones del filme: el primer sueño es más bien una reminiscencia algo ininteligible y lúgubre de un lugar feliz en el pasado; el segundo es un sueño apenado, totalmente anclado en el presente (un jubilado que pide una pensión digna para ayudar a su hija y poder envejecer); y el tercero es el sueño de un obrero que teme estar en una pelea y no poder defenderse, lo que es interpretable como un futuro visto con gran pesimismo.
… no hay como el calor del amor en un bar
López Carrasco llega a la tercera parte de su documental con dos grandes temas incandescentes pero subyacentes: la crisis industrial de Cartagena en el año 92 y el cambio radical en cuanto a la percepción de los movimientos obreros y sindicalistas. El segundo tema ha ido apareciendo tangencialmente, y el primero ha sido señalado en la introducción como el gran objetivo de estudio del documental: el enmascarado mediático (en forma de Expo’92 y los JJOO de Barcelona) de la situación de crisis total que vivía Cartagena. Los clientes se han marchado del bar y solo quedan los protagonistas de los disturbios que desembocaron en la quema del Parlamento de Cartagena, reunidos de nuevo y dispuestos a esclarecer el asunto.
Es entonces cuando El año del descubrimiento toma partido definitivamente y plantea una serie de tesis políticas de gran alcance. Pero lo hace con la elegancia y la sencillez de quien dice sus ideas en la barra de un bar. “Cartagena ha estado siempre dando el follón” explica un historiador, repasando desde la salida de Aníbal para conquistar Roma hasta la gesta de la revolución decimonónica La Gloriosa, y cómo el franquismo adormeció y reprimió los movimientos obreros cartaginenses. Y entonces se empieza a hablar del proceso de entrada en la CEE de España, y cómo todo aquello supuso un retroceso industrial del país entorno al tercer sector (vendido aquí como idea de progreso: playas, deporte, urbanismo, servicios, zonas verdes). De ahí la precarización que ha sufrido nuestro país en los últimos años, vienen a explicar varios de los protagonistas de este último tercio del filme.
Todo ese contexto es necesario para entender que, en el año 92, el gobierno pretendía un proceso de desindustrialización de Cartagena para cumplir con los objetivos europeos, y que los trabajadores de la zona se vieron arrastrados a ir por el camino de la violencia y los disturbios para salvaguardar el futuro de sus hijos. “La gente que pegaba tenía la razón”, dice uno de los participantes, lleno aún de rabia hacia unas instituciones y unos políticos que no cumplieron con las altas expectativas que los trabajadores habían depositado en ellos tras la transición, y que veían cómo un país entero miraba el glamour de los JJOO, en vez de preocuparse por 15.000 empleos que prendían de un hilo. De ahí el auge de la derecha en una región de tradición obrera como Murcia, y un cierto escepticismo europeísta con algo de fundamento.
Y la tristeza por el futuro emerge en la frustración de aquellos que quemando el Parlamento en el 92 lograron ganar lo que parecía una guerra, pero que en realidad era solo una batalla. “Todos son escombros ahora”, dice uno de los sindicalistas cuando pasa por la fábrica por la que luchó en aquel tiempo, pero por dentro “algo queda nuestro”. Otro va más allá: “contra qué luchamos ahora los sindicatos, ¿contra el globalismo?”. Un tono lúgubre y escéptico hacia el futuro sobrevuela la mayor parte del metraje, pero culmina en este último tercio: a diferencia de Nuestras derrotas, en la que el recorrido emocional iba del pesimismo al optimismo de forma algo evidente.
El año del descubrimiento revela y reinterpreta 1992 mediante el concepto de traslado. López Carrasco traslada el foco de aquello mediático a un estudio de caso totalmente olvidado por la historia. Después de ese primer traslado durante la introducción de la película (un traslado de foco); se propone trasladar temporalmente al espectador, del pasado (la Crisis del 92, de la que parecen hablar sus personajes) al presente (la Crisis del 2008, que vivimos ahora). Dice un personaje sobre aquel episodio del siglo XX: “aunque no lo recuerde sí lo he vivido, porque sufro las consecuencias”. Y una vez superados esos dos primeros tercios de la película, López Carrasco emplea un tercer traslado de foco (esta vez sobre el propio documental): de vuelta al núcleo de los disturbios de febrero del 92, para escarbar en ellos hasta el fondo y revelar el por qué de las inquietudes de los personajes que hemos ido conociendo. Y solo yendo hasta el fondo, consigue el traslado supremo: encararnos al futuro, exponernos de frente ante nuestras esperanzas, ante nuestros sueños. Con ese epílogo, El año del descubrimiento parece querer decirnos que los problemas del pasado no solo reverberan en el presente, sino que condicionan nuestro porvenir.
Y que debemos afrontarlo, que debemos trasladar el foco a lo que de verdad importa. Aunque sea desde la barra del bar. Porque como cantaba Gabinete Galigari, otro grupo de aquellos de la Movida madrileña que tanto interesa a Luis López Carrasco… no hay como el calor del amor en un bar.