El año de la pandemia
El Festival de Sitges 2020 ha sido el más terrorífico, sin lugar a dudas. Y esperemos que no lo supere ningún otro. Un temor presente más allá de las pantallas, en las calles vaciadas y ante los solitarios puestos de Fandom. El covid se ha cebado en el Festival como en el resto del mundo, mermando el habitual aflujo de simpatizantes y amigos del Fantastique. En esta ocasión la amenaza latente no estaba limitada por el encuadre sino que surgía de la cuarta pared y flotaba alrededor de cada uno de nosotros. Y se notó también el covid en unas normas que marcaban, inevitablemente, el curso de todas las sesiones. A la distancia entre butacas, con la consiguiente reducción de aforo, había que añadir la distancia horaria entre sesiones (para permitir la entrada de unos cazafantasmas que desinfectaban las salas), lo que reducía el número total de películas y sesiones respecto a años anteriores, el uso del pegajoso gel, antes y después de la proyección, y el uso de la máscara durante toda la película (… Por cierto, ¿Qué máscaras usa Peter Parker para que no le dificulten la respiración? ¿Y Hannibal? ¿Y Jason y todos los demás…?). Ciertamente, molestias notorias que nos situaban en una peculiar distopia.
En este Festival marcado por la covid hemos buscado, y encontrado, algún tesoro. No había títulos a los que la fama les precediera pero disfrutamos pequeñas grandes obras de debutantes en el largometraje que nos obsequiaron con valiosas propuestas y prometedores futuros. Jonathan Cuartas y el excelente My Heart Can’t Beat Unless You Tell it to, merecedor del premio a la mejor película de la sección Noves visions y del premio de la crítica al mejor director revelación fue el más destacado. Pero también Rose Glass y Saint Maud, Jon Stevenson y Rent-a-Pal o Natalia Erika James y Relic.
Las temáticas mantenían, esas sí, las constantes del género y eso nos sigue permitiendo como años anteriores, la agrupación de títulos.
Alienaciones
Invasiones ocultas, fantasmagorías, espíritus malignos o locuras diversas. Personajes captados por entes de otro mundo o sociedades enteras arrastradas hacia lo oculto. En este grupo de cintas tenemos algunas de las obras más relevantes de esta edición de Sitges. Hubo posesiones diabólicas, parajes encantados, sociedades enteras viviendo en un mundo paralelo e individuos infestados o afectados por la locura como sucedía en She Dies Tomorrow o Saint Maud, unas de las mejores obras del Festival.

She Dies Tomorrow
Amulet, de Romola Garai, arranca inicialmente con potencia visual. Dos historias alternadas con un protagonista que parece tan desubicado en un ambiente bélico en una zona boscosa como viviendo a salto de mata en una gran urbe. Su directora consigue realmente sumergirnos en territorios inciertos con la puesta en escena. Cuando una extraña monja (inquietante Imelda Staunton) le destina a un incierto trabajo, cuidando de una joven y su madre, afectada de una extraña enfermedad, el decorado consigue subir la tensión mucho más: paredes desconchadas, manchas de humedad, sombras en los rincones y ruidos extraños en el altillo, (poco más seguro que los siniestros sótanos de otras películas). Si a ello se añade la extraña actitud de la joven y la ocultación de la madre, tenemos un completo escenario a punto para el terror. Lamentablemente, en el momento en que el misterio empieza a desvelarse, en que el terror debe aparecer abiertamente, Amulet falla en su propósito y todo se antoja no ya irreal sino forzado e incongruente.
Ich Chi y Post mortem situaban comunidades como víctimas de entidades del Más Allá aunque los planteamientos eran radicalmente opuestos. En el primer caso, el asalto sufrido por una familia campesina se ceñía a una sola noche y provenía de un espíritu ancestral y violento. La intención de mantener la luz (la oscuridad, de hecho) natural sume no sólo a los personajes sino también al espectador en una confusión que diluye la narración en una sucesión de imágenes agitadas. Post mortem, en el extremo opuesto, describe la peripecia de un fotógrafo de cadáveres transformado en cazafantasmas en la Hungría gélida y empobrecida tras la Primera Gran Guerra. La película de Peter Bergendy sufre de dos problemas graves. Por una parte, de un pésimo intérprete que no dejará de sonreír ni en la situación más apurada. Por otra, en las antípodas de Ich Chi, de una luminosidad tanto en interiores como exteriores, de una pulcritud tan absoluta, que tarda en conseguir la sensación de angustia y amenaza que la historia exige. De modo sorprendente, sin embargo, el acúmulo de ataques fantasmales culmina en un clímax excelente, con muertos disponiéndose para una foto de grupo póstuma, zarandeos a toda la población y una casa que se sumerge, literalmente, en el barro. Una obra, además, que contenía una excelente banda sonora, responsable de buena parte del malestar transmitido al espectador.
Impetigore del siempre interesante, Joko Anwar enfrentaba a Maya, una obrera urbano, con una maldición atemporal que sufren los habitantes de su pueblo natal y a la que éstos la vinculan como culpable. Provista de un excelente ritmo, una ambientación adecuada que va transformando lo cotidiano en amenazante, Impetigore sufre de una explicación en flashback a ritmo rápido, que desequilibra el conjunto pero resulta un ejercicio de terror muy recomendable. En cuanto a The Dark and the Wicked hay que reconocer el trabajo de puesta en escena y la construcción progresiva del ambiente opresivo que describe Bryan Bertino. Como en Impetigore, dos hermanos se trasladan de su domicilio habitual a otro punto que no debería ser especialmente peligroso, en este caso, el rancho paterno. Sin embargo los dos hermanos, acudidos para acompañar a su madre ante el inminente final de vida del padre, toparán con una serie de situaciones extrañas y progresivamente peligrosas. Bertino construye la tensión con pequeños sonidos, con primeros planos de objetos o con espacios vacíos antes de lanzar a los jóvenes a una espiral de terror tan consistente como conocida.
Host, por su parte, es LA película del Festival de Sitges 2020. No porque sea la mejor, aunque méritos no le faltan, sino por ser la más directamente vinculada con la pandemia y el confinamiento. Un grupo de amigas se reúnen virtualmente para una sesión de espiritismo a través de la plataforma Zoom. Pero, evidentemente, sucede algo inesperado… Host sigue la trama standard de las películas del subgénero pero utiliza brillantemente la estructura del medio. Con pantalla partida según marca la plataforma la historia se va desarrollando con agilidad, viendo situaciones, oyendo comentarios o percibiendo peligros de modo paralelo en los pequeños recuadros que corresponden a cada una de las participantes en la sesión. Los inconvenientes (cortes en la transmisión) y los trucos (loops utilizados como fondo de imagen) son hábilmente utilizados como off visual o elipsis. Host es eficiente en su formato y eficaz para obtener el resultado deseado y realmente sorprende que con medios limitados (y aparentemente opuestos para una narración clara) Rob Savage haya podido conseguir sus objetivos. No sorprendería en absoluto que, como sucediera en el caso de The Blair Witch Project, las próximas ediciones de Sitges vayan presentando secuelas y derivas de este nuevo proyecto.

Host
Y si la modestia de Host daba sus frutos, no fue menos en el caso de Historia de lo oculto. Obra elaborada por una escuela de cine argentina, se desarrolla como un episodio alargado de The twilight zone. Rodada en blanco y negro, describe el último intento de un grupo periodístico por destapar la corrupción del Gobierno, mientras se emite por televisión el último programa que les ha sido patrocinado. La trama alterna hábilmente lo sucedido en el plató (que podemos ver con granulación propia de la emisión) y la amenaza que pende sobre los reporteros, encarnada primero por los poderes fácticos y sus agentes policiales pero progresivamente sustituida por un malestar incorpóreo. A medida que la transmisión agota sus últimos minutos, los reporteros irán sufriendo alucinaciones hasta una revelación final que les aleja de las sombras y les sitúa en un mundo de color.
Frente a la variedad de males y amenazas sobrenaturales, She Dies Tomorrow y Saint Maud se centraban en el mal que surge de nosotros mismos, de nuestro interior, de mentes enfermas. She dies tomorrow contempla el malestar de diversos personajes, de su angustia ante la creencia de una muerte inminente. Amy Seimetz no aclara cómo se origina la situación aunque deja claro que se puede transmitir. Son retazos de historias que giran alrededor de un personaje central a partir del cual (o en torno al cual) se expande la enfermedad. Así, la protagonista principal refiere que tuvo un novio pero que falleció. En flashback veremos un momento de aparente felicidad entre ambos que parece destinado, como se muestra más tarde, a un desenlace fatal. En otras secuencias diferentes personajes la acusan de ser causa de desestabilización familiar pero no hay un hilo argumental que las vincule sino sólo la persistencia de cierta angustia vital que se contagia a nivel social. En una de las secuencias más chocantes, una mujer acude a urgencias sin que el facultativo pueda identificar causa orgánica alguna de la sensación de enfermedad grave o muerte que la paciente refiere. En un muy breve instante, se pasa a un amago de seducción para, inmediatamente, ver como el médico inicia una suerte de ataque de pánico y huye rápidamente del box de urgencias. En el contexto de la pandemia de Covid, She dies tomorrow adquiere una relevancia mucho mayor que otras obras del festival. Allá dónde Host aprovechaba la situación oportunísticamente para desarrollar un ejercicio de estilo genérico en una nueva base formal, la obra de Seimetz utiliza ciertos recursos del género (el off visual, la desestabilización de la imagen) para transmitir una desazón indefinida de manera muy efectiva. La sensación continua de malestar y de fatalidad se expande por las imágenes de la película, por los diferentes personajes que parecen, literalmente, contagiarse este dolor de vivir y se expande hacia nuestro lado de la pantalla. She dies tomorrow es también alegoría (involuntaria, evidentemente, dada la fecha de producción) del dolor que vivimos actualmente a raíz de la pandemia. No es el virus sino el aislamiento, la soledad quienes nos causan la tristeza.
Temíamos que Saint Maud fuera una suerte de remedo del Misery de Rob Reiner y Stephen King. Maud, una enfermera de dudosos antecedentes es contratada para dar cuidados a Amanda, una paciente terminal (una excelente Jennifer Ehle a quién deberíamos prestar más atención). Sin embargo la personalidad anormalmente devota de Maud se enfrenta al carácter hedonista de la bailarina enferma que pretende vivir sus últimos meses con todo el desenfreno que le sea posible. Rose Glass construye la obra en una tensión progresiva, utilizando el espacio de la mansión dónde habita Amanda, un viejo caserón, para crear un ambiente opresivo y permitir que Maud se crezca para emular a la Sra Danvers. Su devoción religiosa (que se plantea relacionada con un incidente laboral previo que provocó su despido de un hospital) choca frente a la fascinación que Amanda, su pasión por vivir y su sexualidad despiertan, a su pesar, en ella, incrementando la tensión y llevándola hacia un rechazo frontal para con su paciente y entorno. Glass, en este su excelente debut, evita sin embargo la deriva hacia lo inverosímil y Amanda para los pies a su empleada. Será a partir de este punto cuando Maud, auto recluída en su ínfimo apartamento, desarrolla alucinaciones y penitencia y resuelve que Amanda debe pagar por sus pecados. Trabajando (con mayor eficiencia que Egypt Mortimer en Archenemy) un desarrollo narrativo entre la realidad y el fantástico, Glass impulsa a Maud hacia un clímax apoteósico del que veremos, mediante un impactante y brevísimo plano final, su aparente santificación y su última condena.