Penélope en Fontainhas
Cuando, en una noche sin luna, uno deambula por un callejón oscuro de algún poblado africano, se tienen muchas opciones de topar con un nativo antes de apercibirse de su presencia. No será hasta que puedas ver el blanco de sus ojos o que su dentadura asome en una bella sonrisas cuando te des cuenta de que estás ante otro ser humano. Tal situación, tan obvia, tan estúpida para el blanco que no sabe andar a oscuras, de resonancias tal vez racistas, no deja de ser una certeza. Una certeza que se reproduce no sólo en África sino también en los callejones oscuros de los guetos a los que han sido desplazados, marginados, los africanos en sus viajes sin retorno al continente. Callejones laberínticos para que el inmigrante se pierda, tal vez metafóricamente, tal vez en la práctica, en ellos.
Pedro Costa ha dedicado casi todos sus largometrajes a retratar la triste subsistencia de los inmigrantes caboverdianos en el suburbio de Fontainhas. Hombres perdidos para siempre en la miseria, la suciedad, el alcoholismo o la drogadicción. Jóvenes fuertes e ilusos que descubren, demasiado tarde, que la ilusión de triunfar en Europa no es más que un espejismo, un engaño, una trampa. Generación tras generación, todos estos Ventura acaban como zombis atrapados en el oscuro dédalo de callejuelas de Fontainhas, también en el tiempo, sin poder huir de él.
Sin embargo, después de Juventude em marcha (2006) y Caballo dinero (2014), Costa deja de seguir directamente a todos esos viajeros y vuelve su mirada a Penélope. Vitalina Varela fue abandonada por un Ulises que navegó hasta Portugal para encontrar su fortuna y consumir la poca que consiguiera sin nunca regresar por ella ni regresar a ella. Vitalina llega finalmente a Portugal con lo puesto, descalza y, sobretodo, con una dignidad desbordante, para asistir a los funerales de su esposo, de un esposo que no vio en décadas. Silenciosamente, conoce a los vecinos y amigos que le ayudaron, vive en la barraca que él habitaba, recorre los vericuetos que el pisara. Y, en su actitud, en su mirada, lleva todo el dolor y todo el orgullo de tantas y tantas Vitalinas que fueron olvidadas, abandonadas, en las islas de Cabo Verde. En las ceremonias fúnebres, en los pequeños rincones que sirven de bar, en los espacios tenebrosos más allá de los ladrillos y las chapas que sostuvieron la vida de su amado, Costa acompaña a Vitalina para desvelar una vida que se confunde con un sueño y, a la vez, con las pesadillas de tantos hombres. Pero también con el forzado olvido de las mujeres que quedaron atrás esperando el regreso o la invitación a compartir un futuro mejor que nunca llegaría.
Pedro Costa mira, una vez más, a la pobreza y a la tragedia de la inmigración. Una tragedia que no acaba con la llegada a Occidente. Pero en esta ocasión no mira a los hombres que se sostienen con dosis de alcohol sino a las mujeres por las que viajaron y a las que pronto ignoraron. Costa, como siempre, más que siempre, mira a la miseria con una pátina de brillo. Vitalina Varela es su obra más sobresaliente, la más ajustada en su medida del dolor y la nobleza humana. También la más extrema en su calidad estética, hurgando en los rincones, descubriendo secretos ocultos en las chabolas y los estrechos pasajes. Es por ello que cierta corriente ha visto en Costa un turista de la miseria, un desaprensivo pornográfico que embellece la miseria. Nada más lejos de la realidad. La extraordinaria fotografía de Leonardo Simoes no es un lujo preciosista sino que es la herramienta para ahondar en la oscuridad y sacar a relucir la dolorosa negritud de Vitalina y Fontainhas. Para aquellos que aún no lo consideren así, recomiendo complementar el visionado de la obra de Costa con otra excelente mirada sobre la dignidad de otra anciana negra, con fotografía que rivaliza con aquella y cambiando la mourna caboverdiana por los ritmos sudafricanos. En This is Not a Burial, It’s a Resurrection, Lemohang Jeremia Mosese denuncia poéticamente la marginalidad de aquellos que son desplazados en su propio país.