Barras de bar,
vertederos de amor,
os enseñé mi trocito peor.
Retales de mi vida
Insurrección (El último de la fila)
Un antro, un hole in the wall. Se nos cuenta que The Roaring Twenties es un bar de Las Vegas, autoclasificado como coctel bar, que ha llegado a su fin de trayecto. En una jornada memorable, previa al 4 de julio, The Roaring Twenties acoge a sus clientes habituales en una celebración tan hedonista como elegíaca para compartir el último dia de su existencia. A lo largo del día diversos personajes irán agrupándose en el estrecho local junto a la barra, colgados en ella o descolgados sobre el sofá que cierra el local. Se habla del desempleo, del doloroso y frustrante retorno de los excombatientes, de la pérdida de ilusiones y de cómo el sueño americano se transformó en pesadilla para los menos favorecidos (y de cómo diversas substancias te llevan a acogedores paraísos). Ya lo decíamos a propósito de El año del descubrimiento (Luis López Carrasco, 2019) en estas mismas páginas: bares, qué lugares…No obstante el enfoque no es el mismo que el de la película de López Carrasco. Bloody Noses, Empty Pockets resulta ser una ditirámbica celebración de la ingesta alcohólica, del alcoholismo incluso. Veremos a un australiano refugiado el día entero trasegando una bebida tras otra, un veterano del ejército lamentándose de la postguerra entre trago y trago, una joven de sesenta años apasionada por nuevos contactos, un par de white collar que se integran en el grupo perfectamente hasta beber por encima de sus posibilidades… y, por encima de todos ellos, como involuntario maestro de ceremonias, está Michael, un actor en paro que ha hecho del bar su vivienda y que recuerda a todos que él arruinó su vida estando sobrio, por lo cual no hay ningún inconveniente en que ahora beba todo lo que quiera y mucho más.
Un par de barman moderan la situación. Por la mañana, con simpatía y con canciones incluidas (la versión que se marca de Crying es realmente memorable) Marc insufla vida a un ambiente que oscila entre la resaca y la abstinencia; por la noche, Shay exhibe diplomacia y habilidades comunicativas para mantener el ambiente, trata de controlar a un hijo porreta y evita exitosamente que los puntuales conflictos desencadenen peleas de borrachos. Los hermanos Ross recrean entre las cuatro paredes un mundo underground que constituye auténtico refugio de parias. En The Roaring Twenties pueden sentirse a gusto el borracho al que buscan desde el trabajo dónde le están esperando (y al que evacuan en un taxi), los viejos hippies, la sesentera ninfómana, los oficinistas que se desmadran porque allí les dejan, algunos avispados en busca de rollo y un gran número de personas que se sienten desubicados fuera de sus paredes y pueden relajarse entre ellas. Desde allí ven con cierta sorpresa la pantalla de televisión que presenta viejas películas, concursos o insinúa los futuros triunfos de Donald Trump. Los hermanos Ross acogen a todos ellos en su montaje sin juzgarlos. No son necesariamente benévolos (dejan claro el impacto de los excesos, con la imagen del australiano bajándose los pantalones, la mujer reivindicando sus tetas erguidas o la pelea de gallitos entre el white collar y el oportunista, ambos sobrepasados por sus respectivas dosis de alcohol y drogas). Sin embargo, evitan claramente el panfleto sanitario o moralista. O la mirada, ya conocida, sobre un barfly. The Roaring Twenties es el refugio que muchos quisiéramos tener y así lo presentan los directores, como la crónica de un Shangri La fugaz que se aleja de sus habitantes.
Y, de hecho, así lo presentan y así lo crean. Porque, oh sorpresa, The Roaring Twenties no es sino la mixtificación de un local de New Orleans en el que los hermanos Ross han reunido una serie de individuos cazados de diversos bares de la ciudad y al que han invitado a beber y festejar durante un día. Una suerte de performance con participaciones invitadas que registran para la posteridad… ¿Desmerece ello la película? O, por el contrario, ¿es la creación de la ficción el mérito de Bloody Noses, Empty Pockets? Ni lo uno ni lo otro. El mérito de la obra radica en la verosimilitud de lo presentado. The Roaring Twenties es creíble, como lo son sus habitantes. Es creíble, por los propios personajes pero también porque nos hacen sentir el bar como deseado, como necesario incluso. Y da la sensación de que, como el mágico Brigadoon, pueda ser un lugar habitable que aparece cuando lo necesitas, cuando lo deseas. Puede estar lleno de gente con la que no querrías vivir. Pero está lleno de gente real, que nos rodea a diario aunque lo ignoremos. O, tal vez, gente como nosotros. En estos tiempos de aislamiento social The Roaring Twenties se revela como el lugar al que querríamos acudir, como la mejor vacuna y merece la pena disfrutarlo en la pantalla para desear, a continuación, que se materialice para nosotros, para charlar con Michael, para escuchar a Shay o cantar con Marc. Brindemos por ello.