Según pasan los días uno se va aclimatando a las particularidades de Locarno y su festival, tan presente en sus calles y escaparates, en el ambiente, multiplicado por el hecho de ser una localidad muy pequeña. Es una de las razones por las cuales resulta un evento tan cómodo y manejable. Hasta los precios se hacen sencillos: todo cuesta exactamente el doble de lo que te imaginas.
Para potenciar aún más la familiaridad del certamen, uno de los platos fuertes a priori de su programación era Espíritu sagrado, el esperado debut en el largo de Chema García Ibarra, con su paisanaje tan reconocible para nosotros. En una clave no muy diferente a la utilizada por Ainhoa Rodríguez en Destello bravío, García Ibarra abunda a través de la comedia hiperrealista, y por tanto marciana, en los códigos de creencias ancestrales que se van renovando bajo diferentes mantras que en el fondo operan siempre igual, como acto de fe. El microcosmos que describe el director alrededor de la desaparición de una niña puede antojarse una exhibición friki de ufólogos, ocultistas e iluminados, ¿pero son muy diferentes las manifestaciones religiosas, el patriotismo o la fe ciega en el capitalismo neoliberal? ¿No forma todo parte de un sistema de superchería popular? Entiendo que por ahí van los tiros de una obra que nos muestra la España más llana y teóricamente anodina, a través de formas igualmente desprovistas de todo glamour, espectacularidad o preciosismo, en las que tienen mucho que ver la utilización de actores no profesionales. El humor funciona a través del choque entre el registro cotidiano y la excentricidad de los personajes, y no tanto en algunos momentos puntuales en que se intenta forzar la comicidad, como en la entrevista televisiva a la madre de la niña desaparecida. Es a la postre una mirada muy negra para reflejar la ostentación de la ignorancia de quien además se cree más listo que el vecino, para retratar una sociedad que, como vemos en la primera escena en el colegio, sigue educando en la fe, en el espíritu sagrado, en lugar de aplicar un deseable espíritu crítico.
Siguiendo con el humor pero casi en las antípodas espirituales del título español, la comicidad en Cop Secret está buscada de manera más evidente y, por qué no decirlo, grosera. Más actioner en clave paródica que parodia de un actioner, diría que su director Hannes Þór Halldórsson (conocido por su faceta de portero de la selección islandesa de fútbol) no quiere reírse tanto de las convenciones del género como con ellas. Hay un claro ejercicio de disfrute y complacencia en la filmación de los expeditivos pasos de un superpolicía de Reikiavik, al que vemos involucrado en un caso con explícitas reminiscencias a La jungla de cristal 3. Como en el film de Edwin que glosábamos en la primera crónica, la cuestión sexual emerge como elemento potencialmente subversivo de los cánones del género, en este caso con un protagonista homosexual reprimido, pero dado ese carácter paródico, la idea corre el riesgo de pasar por casposa. El film abunda lógicamente en todos los tics del género: el policía brutal que no respeta las reglas, la dinámica de la buddy movie, el secundario gracioso, las broncas de los superiores o ese supervillano megalómano que sólo se expresa en inglés (uno de los detalles más divertidos de la función). También las visuales, claro está: desde el plano aéreo que abre el film, pasando por la colección de ralentís, planos circulares, el frenesí visual o el montaje al ritmo de su machacona banda sonora, buscando el impacto en el corte del plano. Siempre tras una espectacularización en la que se acaban viendo las costuras a la película.
Humor es lo que no encontraremos en Medea, una nueva trasposición del mito griego actualizado a nuestros días, tomando el cuerpo de una joven rusa amante de un judío rico y casado, con quien ha tenido dos hijos. Ella comete un crimen cuando su proyecto de marcharse a Israel para finalmente contraer matrimonio se ve en peligro, lo que él no perdonará cuando se entere. Como figura celosa y posesiva, incapaz de aceptar que la relación ha terminado, Medea no resulta un retrato femenino especialmente moderno, pero también es una mujer muy fuerte y con iniciativa. El film va tocando temas como la religión, el capitalismo y la culpa, quizás de manera un tanto oblicua, pero terminan impregnando la historia y el carácter de los personajes. Nadie es inocente del todo, todos pagan o exigen un precio. Su director Alexandr Zeldovich realiza una obra de cierto matiz litúrgico, a veces demasiado solemne, puntualmente incluso grandilocuente, pero sus imágenes son poderosas y nos trasladan la tensión de la dramaturgia, gracias a una excelente labor de composición y montaje. Siempre en planos fijos, el film nunca da sensación de estatismo, y la sucesión de los mismos parece guardar una implacable lógica. Eso sí, quizás al clímax narrativo de la película le hubiera venido bien alguna solución de puesta en escena un poco más creativa.
Si el tema con los rusos está para pocas risas, imaginemos si nos toca una película austriaca producida por Ulrich Seidl y cuyo título es Luzifer. Por supuesto, su director Peter Brunner nos ofrece una obra cargada de solemnidad sobre personajes torturados. Son una madre y un hijo limitado psíquicamente y llamado Johannes (como el vástago mesiánico de Ordet), que viven como ermitaños en la montaña, entregados a un personal fanatismo religioso, de una iconografía un tanto siniestra, y que tiene mucho de penitencia de vicios, pecados y sufrimientos pasados, mientras son hostigados por una empresa que quiere comprar su propiedad para poder llevar a cabo su proyecto de estación de esquí. Al registro más físico asociado con las personales liturgias cotidianas de los personajes, también se suma una vertiente más atmosférica en la que se potencia la oscuridad, los contraluces y los suaves movimientos de cámara que de alguna manera inciden en la gravedad del film. Sus criaturas así retratadas son seres dolientes cuyas interacciones afectivas siempre parecen esconder algo tortuoso, siniestro, y cuyas perversiones parecen causadas por fuerzas manejadas desde más allá del encuadre. ¿Dónde está Lucifer en este planteamiento? Probablemente en todos los sitios donde hay poder. ¿También detrás de la cámara?
El calor humano se podía sentir finalmente de la mano de Axelle Ropert con Petite Solange, curiosamente a partir de una historia esencialmente dolorosa, el coming of age de una adolescente que debe madurar a marchas forzadas para poder lidiar con el proceso de separación de sus padres, quienes no brillan en particular por su política de comunicación con su hija. La película incide en especial en cómo se altera el comportamiento y el orden de prioridades de la joven, ya desde una breve escena introductoria en su aula, donde Solange sufre los efectos psicológicos de la traumática situación, para hacer acto seguido un flashback que nos lleva al inicio temporal del relato, la significativa escena de la celebración del vigésimo aniversario del matrimonio, evento feliz en apariencia, pero donde ya se tiene que estar larvando la debacle matrimonial si atendemos al discurso del marido, que se focaliza casi exclusivamente en los hijos. Ropert trata un tema de alto voltaje emocional guardando la distancia precisa para introducirnos en el pequeño universo de su protagonista sin llegar a violentarla. Su retrato es sensible y hondo, alejado de cualquier asomo de la excentricidad que por ejemplo sí adorna a sus padres, que parecen más cercanos a la galería de personajes pretéritos de su directora. Quizás su banda sonora resulte molesta y la progresión narrativa muestre algunos balbuceos, pero me parece una obra honesta y sentida, capaz de tocar la fibra sensible sin manipular al espectador.