Hemos vivido una peculiar edición del Festival Internacional de Cine de San Sebastián, que trataba de volver a una normalidad que no era tal, recuperando un público ávido de cine y también frustrado por la dificultad para conseguir entradas ante unas restricciones de aforo que en la práctica han sido casi iguales a las del año pasado —recordemos, entonces con una incidencia de contagios mucho mayor, creciente y sin vacunas—.
La radical mejoría en la situación epidemiológica no era la única razón para esta creciente demanda, sino que la programación recuperaba atractivos tras el relativo barbecho en la producción cinematográfica del año pasado. Así, la normalidad era patente en casi todos los ámbitos, con una competición principal aseada pero escasa en títulos trascendentes y un jugoso muestrario de lo presentado durante la última temporada festivalera repartido por las secciones paralelas. El único lunar nítido lo encontramos en la retrospectiva, consagrada a la Edad de Oro del cine coreano, arrastrada de la edición anterior y adelgazada hasta quedarse en apenas una decena de obras, en apariencia sin excesivo criterio de programación más allá de la coincidencia espacio-temporal de todas ellas.
Lo que sí se ha mantenido fiel a la tradición es la polémica con el palmarés, que incluso ha recuperado los aromas de aquellas míticas pataletas que recibía el anuncio de los ganadores en rueda de prensa. Poco puedo opinar yo, que no he visto muchos de los títulos galardonados. Pero quizás la gran ganadora espiritual de esta edición, aunque se llevase sólo un premio muy menor de manos del jurado oficial, el gran descubrimiento de este festival, aunque la mayor parte de su metraje ya se hubiese mostrado previamente, fue Quién lo impide de Jonás Trueba.
Romance y duelo
Hace cinco años, unos adolescentes Candela Recio y Pablo Hoyos remataban La reconquista en un decepcionante último acto, como si fueran invitados a una película que no era la suya, extraños tratando infructuosamente de asumir la identidad de los personajes que nos habían seducido y emocionado en el metraje previo. Sin embargo, fueron ellos la espoleta —junto a la canción homónima de Rafael Berrio— para este proyecto a largo plazo en el que precisamente podían encarnarse a sí mismos junto a muchos otros jóvenes que el director madrileño ha seguido y retratado, con los que ha fabulado para trazar una suerte de fresco de la adolescencia, para tratar de capturar el espíritu de esa época vital en este contexto temporal particular y para examinar los modos de representación de la misma. Es sin duda una obra muy ambiciosa en la que Trueba toca muchos palos, indaga a nivel aparentemente documental en muchas de las mayores inquietudes de sus jóvenes colaboradores y juega con las difusas fronteras entre la ficción y la no ficción para explorar su vena más romántica en unas historias de amor adolescente ricas en juegos narrativos y llenas de encanto, en las que el desaliño visual de la cámara en mano, en esa voluntad de acercamiento e interacción con los personajes, se revela mucho menos azaroso de lo que puede parecer a primera vista. La inclusividad temática y formal también potencia la irregularidad de la película, que pierde algo de fuelle en la última media hora, cuando empieza a girar sobre sí misma con excesiva autoindulgencia. Son de todas formas 220 minutos de cine frágil, que se va construyendo al andar, que nos sumerge en ese mundo adolescente lleno de energía, sueños e ingenuidad, en el que resulta difícil no reconectar en alguna medida con nuestro pasado juvenil y no reconocernos vívidamente en alguno de los personajes, situaciones u opiniones que ofrece. Un logro nada desdeñable para una obra que consolida el estatus de Jonás Trueba como una de las voces más seductoras del cine español contemporáneo.
Pero si hay un director que ha deslumbrado en esta edición, que nos ha permitido certificar su consagración como uno de los grandes del cine actual, es el japonés Ryûsuke Hamaguchi, que se ha traído bajo el brazo quizás las dos mejores películas vistas estos días.
En Wheel of Fortune and Fantasy construye un espléndido tríptico de dialéctica amorosa cuyas historias, si bien necesariamente cortas, abundan en su gusto por explorar las relaciones humanas a través de escenas dialogadas extensivamente en las que prima el naturalismo escénico. En todos los segmentos se habla de relaciones que se suceden fuera de campo, en pasado o ficcionadas, pero en cierta manera abren la posibilidad de reformulaciones o replanteamientos en presente a través del azar o de los juegos de identidad. La sencillez y transparencia del formato, en el que predominan los planos largos que recogen a los personajes —generalmente dos— que toman parte en la acción, no impide que el espíritu lúdico se muestre latente en todo momento, en el tono de las conversaciones, en la geometría sentimental que propone, en los giros de guion, a veces muy explícitamente, como en esa maravillosa solución visual de desarmante simplicidad para transicionar entre los dos posibles finales del primer relato.
Si el nivel de producción de Wheel of Fortune and Fantasy depara una (fresca) sensación de desaliño, especialmente evidente en su columna sonora, Drive My Car es una obra más cuidada y elaborada a nivel formal. Basta sólo ver el brillante match-cut entre las ruedas del coche del protagonista, actor teatral, y los dos carretes de una casete en la que escucha obsesivamente las réplicas de la obra Tío Vania en la voz de su mujer, fallecida poco después de que él descubriese su infidelidad, poniendo en relación ambos elementos que van a ser el leitmotiv de la película. También es un film más contenido y menos espontáneo, lo que tiene mucho sentido si consideramos que sus personajes se esconden bajo invisibles máscaras para lidiar con sus traumas y neurosis. Curiosamente, es a través del juego de máscaras que ofrece el teatro, con la omnipresencia chejoviana, como pueden liberarse y explorar sus propias emociones. Se configura así una obra de duelo soterrado que Hamaguchi cuece a fuego lento durante tres hipnóticas horas, permitiendo desarrollar interacciones entre los personajes sin el menor sentido de la premura, como es habitual en el realizador japonés. Quizás el mejor ejemplo sea la memorable secuencia de la cena en casa de la actriz muda, que se comunica por signos cuyo significado es traducido por el marido. El film consigue suspendernos en un nirvana narrativo en el cual se nos antoja que cada gesto y palabra tienen importancia y capacidad de seducción por sí misma, más allá de su significado, debido al ritmo de la escena, la luminosidad de los personajes y la dulzura del tono. Pero todo, incluido el diálogo, está calculado al milímetro y rematado con una extraordinaria elegancia y sensibilidad.
El excepcional contingente japonés desplazado a Donosti se completaba con Haruhara-san’s Recorder, dirigida por Kyoshi Sugita. Quizás la obra más misteriosa de todo el festival, su principal foco de atención es una joven mujer que trabaja en una cafetería y que sospechamos guarda algún tipo de duelo por algún motivo, posiblemente por la pérdida de un ser querido. La narración comienza con la despedida de un hombre que podría ser objeto de interés por parte de la protagonista y a cuyo piso se muda. Por otro lado, el rostro de otra joven hace acto de presencia ocasional en pantalla, desconectado del resto de la acción, quizás un espectro o proyección mental de una ausente, convocada por el tintineo de unas campanas. Sugita siempre mantiene cierta distancia con los personajes, a veces mucha distancia, o bien los captura de espaldas al estilo Ozu. Con la pandemia totalmente presente en las liturgias de los personajes, incluso como potencial trasfondo desencadenante de su estado sentimental, el gesto recurrente en el film de mantener las puertas abiertas simboliza igualmente el espíritu de una obra a través de cuyas morosas imágenes corre el aire y la vida. Nada hay apresurado en la misma, el artificio se reduce al mínimo, y por ello se magnífica el impacto de cualquier pretensión juguetona o que amague con ofrecer alguna clave de su historia, como la escena de la flauta que toca una amiga escondida en el armario ante una visita inesperada. Pero el film se mantiene elíptico, misterioso e inasible, fuente potencial de frustración para el espectador ante la dificultad para penetrar en su sentido, en el mínimo resorte argumental, y sin embargo extrañamente acogedor.
En la segunda parte de The Souvenir no hay espacio para la duda: aquí sí estamos inequívocamente ante un film de duelo. Joanna Hogg retoma la historia y los personajes de la primera entrega, no tanto para darles continuidad, que también, sino para reformular y repensar lo sucedido de nuevo. Porque lo que decide su joven protagonista, estudiante de cine, tras la traumática muerte de su novio es realizar una película reconstruyendo su historia común, en un intento por comprender mejor lo sucedido y poder así asimilarlo. Recordemos que ya la primera parte nos situaba de lleno en el terreno de la inspiración autobiográfica, y el juego de espejos y máscaras se multiplica en esta ocasión, hasta el delirio en su tramo final. Por un momento pareciere que a Hogg se le va el asunto de madre, entre surrealismo onírico y ciertas obviedades especulares, pero la propia energía emocional del relato y la audacia metanarrativa le hacen caer de pie. Lógicamente es una obra menos expansiva que la precedente, más contenida pero también de mayor sensibilidad y pegada emocional. La sutileza para mostrar la situación de su protagonista es llamativa, como ese fugaz encuentro sexual con uno de sus compañeros, cuya frustración se acaba resolviendo sin palabras. También para mostrar el carácter insular que a veces toma esta joven separándola en el plano de sus compañeros de escena. Hogg sigue apostando por una fotografía de fría luminosidad en celuloide, que palpita como lo hace su alter-ego bajo el distanciamiento que le imponen las imágenes, el devenir narrativo y el controlado tono emocional, y así retratar a una heroína obligada a madurar a marchas forzadas mientras la procesión siempre va por dentro.
También la pequeña protagonista de Petite Maman tiene que afrontar la pérdida de un ser querido, su abuela, de quien siente que no ha podido despedirse apropiadamente —y la primera escena del film ya nos muestra que se toma muy en serio el acto de despedida—. A partir de una sencilla premisa fantástica, el encuentro de esta niña de ocho años con la versión infantil de su propia madre, Céline Sciamma nos habla del paso del tiempo, de los miedos, de los lazos familiares. Es una toma de consciencia de los mecanismos vitales dentro de esa dinámica de despedida, pérdida y aceptación. Esta inmersión en el mundo infantil le permite a la directora francesa sacudirse la frialdad de Retrato de una mujer en llamas para volver a un registro más cálido y cercano desde una pequeña obra de cámara que derrocha sensibilidad. Realmente su densidad argumental es escasa, aunque sí muy sugerente, y nos depara en todo caso una obra cómplice y luminosa, encantadora en todo el sentido de la palabra. Sciamma nos transmite el sentido de la aventura y descubrimiento, manteniendo siempre la distancia justa con sus personajes, conectados emocionalmente a la pantalla sin abandonar nunca una sobriedad nada envarada, y sin que su cámara resulte intrusiva.
Si la mayoría de las mejores películas vistas estos días en Donosti mostraban historias románticas o historias de duelo, Terence Davies sumaba ambas temáticas en Benediction, el único otro título memorable de la sección oficial junto a Quién lo impide, de entre aquellos que tuve oportunidad de ver.
Para ello configura una obra en dos tiempos alternos, juventud y vejez, para realizar un nuevo biopic de un poeta, Siegfried Sassoon en esta ocasión, otra rara avis viviendo a contrapelo de sus tiempos, a veces también de sus deseos. Homosexual inevitablemente clandestino, objetor de conciencia durante la Gran Guerra después de haber sido condecorado por su valor —y la película se alinea fervorosamente con sus posturas antibelicistas— Davies nos muestra a un hombre prisionero de sus contradicciones, capaz de arriesgarse a un consejo de guerra por sus creencias —¿o quizás consciente de que su estatus social le protegía?—, presa de pasiones amorosas en las que acaba teniendo las de perder, pero también progresivamente aferrado a las convenciones que le proporcionan seguridad vital y mental, como el matrimonio o la religión católica. Si el fluido tránsito entre juventud y vejez que propone Davies enriquece la narración y nos ofrece el doloroso contraste entre los primeros esplendores y las derrotas de madurez, entre los ideales románticos y el amargo duelo por las renuncias, también es verdad que el recurso a los efectos especiales para materializarlo —y cada vez que echa mano de ellos para lo que sea— desluce el resultado final. Es el único reparo formal que se puede poner a otra obra de exquisita caligrafía visual que desde un relativo clasicismo en la puesta en escena logra transmitir toda la fragilidad de su protagonista.