El año Hamaguchi y otras joyas del festival
El cine asiático deslumbra continuamente con una capacidad de inventiva narrativa y visual considerable. El Asian Film Festival suele traer, entre multitud de obras menores o locales, auténticas joyas que no podemos dejarnos perder. Y, en esta ocasión, hemos vivido varias que podrían clasificarse como majestuosas.
Certain Women, Certain Men. Ryûsuke Hamaguchi
El cine japonés tiene, merecidamente, abundantes seguidores pese a su intermitencia en las pantallas y su inferioridad numérica en las salas comerciales frente a la prepotencia hollywoodiense. Es de celebrar la presencia en el AFF de dos obras magnas del mismo autor que atrajeron multitudes y que demostraron que la fama de Ryûsuke Hamaguchi no es sólo un hype.
Drive my Car (Doraibu mai kâ, Ryûsuke Hamaguchi, 2021), premio de la crítica y premio al mejor guion en el pasado festival de Cannes, es una obra magna. No tanto por su duración (unas tres horas que transcurren casi sin notarse) como por la elaborada construcción que nos permite comprender a los personajes y ver su evolución personal. Simplificando enormemente cabría decir que trata de los cambios emocionales de un director teatral que se replantea su vida tras la muerte de su esposa, a quien amaba a pesar de sus numerosos amantes. Sería, no obstante, una simplificación extrema. Yusuke Kafuku debe preparar una adaptación multilinguística (japonés, cantonés, tagal, coreano e incluso en lenguaje de signos coreano) de Tío Vania mientras él, al igual que el personaje de Chejov, se debate entre remordimientos de lo que no hizo, no dijo o no decidió. Hamaguchi desarrolla su obra con paciencia, de modo que el espectador pueda entender la situación del protagonista, y, de hecho, en lo que viene a ser una auténtica declaración de principios, los títulos de crédito no aparecen hasta pasada la media hora de proyección. El pasado es suficientemente relevante para que seamos conocedores directos del mismo, de la relación de pareja que existía, pero vamos a centrarnos en Kafuku, su presente (iniciado a los dos años de las secuencias previas) y su futuro.
Así entenderemos como el director teatral, anclado en su pasado y sus remordimientos (que irán desplegándose a lo largo del metraje) se ve sacudido doblemente por hechos inesperados que le arrancarán de su zona de confort. En primer lugar, por verse obligado a aceptar una chófer que conducirá su vehículo, fruto de un acuerdo de la fundación productora del proyecto. Por otro lado, por la aparición en el casting del último amante de su mujer, un joven ambicioso y violento, al que él violentará obligándole a interpretar a Vania. A partir de este momento, Hamaguchi elabora varias líneas argumentales que se entrecruzan.
Por una parte, la relación de Kafuku con el joven actor, de la que se deriva más información (y más dolor). La pérdida de su mujer sigue castigándole como un cuchillo de doble filo, por no tenerla y por no haber hablado con ella de sus infidelidades. Tal información se presenta en pantalla de un modo admirable, no solo porque se basa en narración oral (réplica de un cuento que la mujer inventaba y contaba a sus parejas mientras hacían el amor) pero es relatada de modo que el espectador puede imaginarla a la perfección, sino porque su conclusión deja al personaje del cuento en similar situación de desamparo y aislamiento en la que se siente el propio Kafuku. Por otro lado, la relación que el director establece con la silenciosa joven, de aspecto humilde, que conduce su vehículo y con la que finalmente establecerá una amistad íntima que les permitirá a ambos enfrentarse a sus pesadillas. Finalmente, no menor, el contacto que establece con la actriz muda que reivindica su resiliencia al igual que Sonia, la sobrina de Vania, a la que interpreta.
El resultado es una brillante transposición de los motivos temáticos del Tío Vania a la vida de Kafuku, tanto a través de situaciones emocionales equivalentes como a los propios diálogos. Y ahí, más allá de la potencia del guion y de la habilidad para combinar en edición una y otra situaciones, se revelan los sutiles mecanismos que maneja Hamaguchi para desarrollar un drama íntimo sin disonancias ni subrayados. El nombre de la esposa de Kafuku es Oto que viene a traducirse como “sonido”. Es su voz, leyendo todos los papeles de Tío Vania (excepto el del propio protagonista que debe completar Kafuku), la letanía que el director oye continuamente en un casete que inserta en su vehículo. El viejo Saab y el casete son el anclaje emocional al pasado que Kafuku no puede permitirse perder. Dejarlos en manos de otra persona puede ser una traición o una liberación. Hamaguchi nos mostrará, con ayuda de Chejov y un gran conjunto de intérpretes si esta evolución es posible y lo hace con una pieza de gran cine.
La ruleta de la fortuna y la fantasía (Guzen to sozo, 2021) por su parte ganó el Oso de Plata en Berlín y el premio Pressburger en San Sebastián. Correríamos el riesgo de etiquetarla de obra menor tras el visionado de Drive my Car. Sin embargo esta obra (con la que se inauguró el festival) no tiene nada de menor. Compuesta de tres historias, absolutamente independientes, la ruleta nos sitúa ante tres singulares enfrentamientos emocionales, de tono diverso, pero que bucean en el caleidoscopio de las relaciones humanas y, muy concretamente, en el de las femeninas. Como si de un Rohmer oriental se tratase (más Rohmer que Hong Sang-soo, a quien se etiquetara como tal), La ruleta de la fortuna y la fantasía contempla las incertidumbres de tres mujeres (cinco en realidad) ante situaciones puntuales que, no obstante, pueden marcar sus destinos.
Hay sin duda un tono mucho más amable en esta obra de Hamaguchi pero la triada de historias y el trato que concede a sus protagonistas, nada condescendiente pero extremadamente respetuoso, se acerca al de Kelly Reichardt en Certain Women (2016). En el primer episodio, titulado Magia, una joven confiesa a otra el flechazo que ha sentido recientemente y plantea a su amiga, más promiscua, si debería tener sexo en la segunda cita… aquello que ella desconoce es que se ha enamorado del exnovio de su amiga y que ésta no tiene contemplaciones para lanzarse a asediar a su antigua pareja. Hamaguchi tensa las escenas entre la comedia y el drama, situándonos en el filo cortante del suspense, a punto de brotes de violencia, para desgranar en imágenes un alma torturada, oscilando entre el deseo (aun correspondido pero frenado) y el odio, entre el ansia de venganza y la necesidad de pasar página. Hamaguchi nos muestra como la protagonista alterna sus más malsanas intenciones, con dificultad para conciliarlas, evitando el histrionismo.
En el segundo episodio, Puertas bien abiertas, contemplamos un intento de venganza delegada. Una mujer cumple el deseo de su joven amante para chantajear al profesor universitario que le ha suspendido. Ella trata de encerrarse en el despacho de él mientras lee unas páginas eróticas del libro que el profesor acaba de publicar, esperando una reacción por parte del autor que le permita una denuncia pública. La tensión que consigue entre la sensual lectura del libro por parte de la protagonista y los movimientos escurridizos del profesor, evitando la encerrona, constituyen una secuencia antológica. Hamaguchi recoge la dualidad de la protagonista cuya acción, obedeciendo a su amante, se contrapone con su admiración real por el profesor. Este, por su parte, aparenta indiferencia aunque la impasibilidad de su rostro va dejando paso a una excitación difícilmente contenida. En este episodio, y especialmente en un cínico final, Hamaguchi contrapone deseo y moral en una narración que sorprende en su doble giro final.
Pero es en la tercera historia (la más Rohmer de las tres, sin duda) donde esta ruleta del azar alcanza sus cotas más altas. Si en Magia una joven ligaba con el ex de su mejor amiga, si en Puertas bien abiertas una mujer se ponía como reto la seducción por venganza cuándo realmente lo haría por placer, en De nuevo dos mujeres entablan una cálida amistad por error. En este caso tenemos a una mujer que cree reconocer en otra una antigua amante de la que se despidiera antaño demasiado bruscamente, sin contar todos sus sentimientos. Tras un intercambio de frases y recuerdos se darán cuenta de su error y verán que no se conocían en absoluto. Sin embargo, lejos de cortar la situación, Hamaguchi da a sus personajes una nueva oportunidad de manera que ambas pueden confesar y soltar el lastre emocional que arrastran. Una vez más Hamaguchi huye de tópicos y trata la anécdota con sordina y con cariño, mimando a dos personajes encarnados a la perfección por sus intérpretes. El emotivo final en el que ambas mujeres acuerdan interpretar un papel para el confort de la otra es una de las mejores escenas de este año.
Si el azar ponía al protagonista de Drive my Car en un aprieto vital, enfrentándole a su pasado en una dramática encrucijada, los azares de La ruleta de la fortuna y la fantasía, alejados de Chejov, arrancan donde sus personajes han querido situarse y les permiten seguir su camino con unas actitudes y decisiones, no menos impactantes para cada uno de ellos, pero desarrolladas de modo más liviano. En un tono u otro Hamaguchi demuestra su sensibilidad y capacidad para presentar conflictos emocionales y su delicado tacto para presentárnoslos, entre el drama y la comedia, como la vida misma.
Mi infancia, mi país: 20 años en Afganistán (My Childhood, my Country: 20 Years in Afghanistan, Phil Grabsky, Shoaib Sharifi, 2021)
Como otras obras, esta punzante propuesta puede tener un limitado interés técnico o narrativo. Sin embargo, la historia que presenta es tan impactante que resulta difícil ignorarla. Durante cerca de dos décadas, sus directores han seguido la vida de Mir, un niño afgano al inicio del rodaje, habitante desplazado al valle de Bamiyan, un padre de familia atribulado en un Kabul atenazado por los talibanes al final de la película. A lo largo de hora y media se concentra toda la evolución de un pequeño que ve como los americanos pueden ser la solución para la miseria en la que se debate su país a contemplar como les abandonan tras dos décadas de guerra inútil y regresan los talibanes. Enriquecida con material de archivo, la vida de Mir, su paso de la niñez a la juventud, a una boda forzada, el salto de la escuela a la mina, del campo a la ciudad, van de la mano con las imágenes que muestran los vanos intentos occidentales por “salvar” el país hasta su abandono hace tan solo un par de meses. Con toda la potencia y la capacidad que el documental puede ser capaz vemos no sólo la evolución física de Mir sino también cómo su situación cambia, raramente a mejor. De niño feliz habitando una mísera cueva, dónde antaño lucieran los inmensos Buda derribados por la furia talibán, pasará a improvisado minero, a emigrante a la ciudad con familia numerosa (“nadie nos había explicado nunca antes qué era la anticoncepción”, cuenta una lúcida adolescente ahora convertida en madre de familia) y, finalmente, a improvisado cámara de televisión. Las idas y venidas políticas y la amenaza talibán, guerra y atentados, marcan esta crónica trágica que se cierra con la certeza de la mujer acerca de la inminente opresión talibán y el inútil optimismo de Mir considerando que la estabilidad, aun con talibanes, no puede ser tan terrible como la incertidumbre previa. Si se encadena con cualquier noticiario de este mismo mes no podemos más que echarnos a llorar.
Vengeance is Mine, All Others Pay Cash (Seperti Dendam Rindu Harus Dibayar Tuntas, 2021)
Un luchador oriental con problemas de impotencia, una pareja que le derrota en la calle y en casa, un encargo criminal y un fantasma vengativo… ¿Qué puede salir mal si lo colocamos todo en la misma película? A priori, la respuesta es fácil… todo. Sin embargo Edwin dirige la película con brío y suavidad, evitando caer en la parodia o el ridículo. En la primera mitad de Vengeance is Mine, All Others Pay Cash (ganadora del Leopardo de oro en el pasado festival de Locarno) el personaje principal, Ajo Kawir, trata de combinar su actividad delictiva con sus romances, supliendo su falta de erección por peleas y crímenes. En un país dónde la ley sólo asoma para castigar a los menos protegidos, en una dictadura siniestra que se insinúa aquí y allí en los diálogos, lo más difícil es triunfar en el amor ocultando su impotencia. Edwin desarrolla la historia con naturalidad, respetando al personaje pese a sus reacciones airadas y le permite un apasionado romance con una mujer, Iteung, que también le respeta. En una sociedad absolutamente machista, donde la violencia de género es un hecho habitual (y, como se deja entrever, sucede lo mismo con la violencia política), Edwin se marca un tanto reivindicando un rol masculino que canaliza su agresividad y respeta a su pareja y a una mujer que ama a un hombre que no es un macho alfa. La segunda mitad de la obra discurre por senderos de violencia pero, pese a ello, Edwin reivindica la necesidad de evitarlo. El trauma infantil de Ajo, causante de su impotencia, es precisamente su forzada involucración en un asalto sexual y la venganza se engarza, en todo caso, con una redención forzada. Si bien parte del mérito se debe a la novela original de Eka Kurniawan (cuyo título, Seperti Dendam, Rindu Harus Dibayar Tuntas, podría traducirse por «Como la venganza, la nostalgia se paga completamente”), la naturalidad con que se narra, la fluidez entre las escenas íntimas y las secuencias de violencia, el encadenamiento entre un tiempo y otro, entre pasado y presente (ese pasado del que acecha como una maldición y del que sólo se puede librar mediante un sacrificio), entre realidad y ficción, son mérito de Edwin. Y el chocante final no puede ser más coherente para defender a unos personajes que aprecia sin renunciar a la representación de una realidad que asfixia.