Honor de caballería
Nunca fue vista corte más hermosa, llena de Buenos caballeros, valientes, audaces y fieros, y rica también de ricas dames y doncellas, hijas de reyes, gentiles y hermosas
(Erec y Enide, Chrétien de Troyes, circa 1170)
Se identifican las primeras obres vinculadas con el ciclo artúrico en la primera mitad del siglo XII, obras que mezclan leyendas clásicas con personajes contemporáneos, realidad y ficción. Chrétien de Troyes le dará forma en la segunda mitad del siglo y, a partir de ahí, los libros de caballería irán aportando temas, mezclando historias y personajes y versionando tradiciones orales de diversos orígenes. Una de estas historias es la de Gawain y el Caballero Verde que se escribe hacia la segunda mitad del siglo XIV, basada en leyendas de origen galés… Caballerosidad, valentía, honor. La figura del Rey Arturo y de sus compañeros, Lancelot, Galahad, Gawain, la mística de la Mesa Redonda, el esotérico Merlín y la bella reina Ginebra han ido apareciendo de modo reiterado en la filmografía occidental. Desde un Hollywood que fundía los valores americanos con los códigos de la caballería en Un yanqui en la corte del Rey Arturo (A Connecticut Yankee in King Arthur’s Court, Tay Garnett, 1949) maltratando a Mark Twain con Bing Crosby a las aventuras y los fastos de la ahora olvidada Los caballeros del Rey Arturo (Knights of the Round Table, Richard Thorpe, 1953) se estableció un patrón en el que Camelot era un castillo de lujo y prosperidad lleno de nobles alegres que se replicaría en el musical Camelot (íd., Joshua Logan, 1967). El fantástico aportado por Merlín desborda en la cinta de animación Merlin el encantador (The Sword in the Stone, Wolfgang Reitherman, 1963) y en Excalibur (íd., John Boorman, 1981) donde se planteó una ruptura y se sumergió en el ámbito y la estética del videoclip aunque la música fuera el Carmina Burana.
Experimentación estética con la que Bresson trajera la historia a su terreno, basándose en el llamado Ciclo de la Vulgata con Lancelot du Lac (1974) y Rohmer, utilizando la imaginería de los códices medievales, para su Perceval, le galois (1978). Desde la perspectiva del cine romántico, Hollywood recuperaba El primer caballero, First Knight (Jerry Zucker, 1995) antes del centenario del cine. Posteriormente, en lo que va de siglo hemos tenido diversas miradas sobre la leyenda de los Caballeros de la Tabla Redonda desde el género de aventuras (El rey Arturo, King Arthur, Antoine Fuqua, 2004), Rey Arturo: la leyenda de Excalibur (King Arthur, Legend of the Sword, Guy Ritchie, 2017), incluso vinculándolo a las legiones romanas perdidas tras la caída del imperio (La última legión, The Last Legion, Doug Lefler, 2007) o como iniciación juvenil con toque fantástico en El niño que pudo ser rey (The Kid Who Would be King, Joe Cornish, 2019). Pero, si somos realistas, ninguna de ellas es revisitada y mantiene hoy en día la popularidad como Los caballeros de la mesa cuadrada y sus locos seguidores (Monty Python and the Holy Grail, Terry Gilliam, Terry Jones, 1975).
Si a todo ello añadimos que parecen existir dos versiones previas, olvidadas y posiblemente olvidables, realizadas ambas por un tal Stephen Weeks (Gawain and the Green Knight, 1975; El caballero verde, Sword of the Valiant: The Legend of Sir Gawain and the Green Knight, 1984), así como versiones animadas, telefilms o musicales sobre la leyenda cabe plantearse si efectuar una nueva versión tenía sentido alguno o podía aportar algo nuevo. Llegados a este punto hay que plantearse por otro lado la peculiar figura que es David Lowery, autor (entre otros largos y numerosos cortometrajes) de obras tan dispares pero siempre estimulantes como En un lugar sin ley (Ain’t Them Bodies Saints, 2013), A Ghost Story (2017), The Old Man & the Gun (2018) y editor de la no menos peculiar Upstream Color (Shane Carruth, 2013)… con tales credenciales, el nuevo Gawain debía aportar algo muy diferente.
El arranque de El caballero verde nos presenta a un Gawain ocupado en temas mundanos y sensuales, un amor profano alejado, muy alejado, del amor romántico o platónico de las fuentes originales o de alguna de las versiones hollywoodienses. Tenemos un Gawain muy próximo al Príncipe Hal de Campanadas a medianoche (Chimes at Midnight, Orson Welles, 1965) con pocos intereses, menos compromisos y reacio a vincularse a la compañía de la Tabla Redonda que lidera su tío, un envejecido Arturo. Con su proverbial austeridad narrativa, Lowery nos introduce, celebración mediante, en Camelot, donde de nuevo podemos recordar a Welles contemplando un ambiente mucho más realista, en salones de piedra poco acogedores y en el que los caballeros parecen disfrutar mucho más que el propio rey. Sorprendentemente, en este espacio contemplado con tanto realismo, es dónde el director inserta la leyenda y el fantástico hace su aparición. Un hombre árbol (mezcla de Groot y Bárbol) caballeresco irrumpe en la fiesta de Navidad y reta a los caballeros. Quien se enfrente a él y le derrote deberá encontrarse un año más tarde en la Capilla Verde para recibir de su mano el mismo golpe que ahora se le dé. Los caballeros, recelosos, no se mueven. Gawain, aun no ungido como los demás presentes, recibe a Excalibur de manos de Arturo y corta la cabeza del intruso. Una vez la sangre se esparce por el suelo, el Caballero Verde recoge su testa y le recuerda el compromiso que adquirió para la siguiente Navidad.
Lowery muestra la historia con respeto absoluto para la leyenda y sus personajes. Un ritmo pausado permite la asimilación del cuento por parte del espectador, ayudado por una fotografía prodigiosa de Andrew Droz Palermo (insólitamente condenada a plataforma televisiva) que recurre a iluminación cenital, puntos de luz en paredes oscuras, filtros y una captación atenta de la naturaleza salvaje. Efectos fotográficos que nunca resultan gratuitos, revelando la situación de la nobleza (en espacios vacíos, con paredes oscuras que no esconden ostentación), la gloria (iluminando la corona), la aparición de la leyenda (con los distintos colores que siguen la aparición y evolución del Caballero verde en Camelot) o la inmersión en la misma (sea en el tupido bosque, la laguna o las estancias del castillo noble, cada una iluminada con diferentes estilos de luz y color de modo coherente a la situación que vive Gawain). Lowery y Palermo llevan al futuro caballero a una aventura que oscilará entre la fascinación sentida por Hollywood (pero mal representada) y las opciones más estetizantes. El joven se enfrentará a peligrosos ladrones, fantasmas, gigantes y nobles taimados hasta llegar a su destino. Una vez supera el enfrentamiento con la muerte en el bosque, Gawain se desliza por un paisaje de pesadilla, lleno de brumas y oscuridad, páramos yermos o zonas pantanosas, que es el paisaje de sus temores, lleno de referencias a los cuentos de terror con sucesos inauditos de personajes que le piden ayuda, le protegen o le amenazan. En cada etapa de su viaje, en cada episodio, Gawain se crece, en piedad, en resistencia, en honor, a la vez que se integra en la aventura dejando el asombro a un lado. La contemplación del paso de los gigantes, tan ajena a la vida humana, es tan fascinante como reveladora de su evolución, de su asunción de alguien que sigue un objetivo, puesto que el asombro no se combina con la solicitud pragmática que se plantea.
El director de A Ghost Story sitúa al héroe frente a su destino y será ahí, dónde con una serie de secuencias encadenadas, Gawain (y el espectador con él) comprenderá toda la futilidad que puede esconderse en los fastos y las riquezas. Recuperando al espíritu de las navidades dickensiano o al George Bailey caprense, Gawain se mira en el espejo de otra vida posible. El contraste entre la suavidad de las imágenes mostradas en escenarios de pesadilla y la aceleración de una posible vida guerrera sacuden al protagonista y transmiten el mensaje con tanta eficiencia como laconismo. Finalmente Gawain, enfrentado al Caballero Verde, cumple con su compromiso defendiendo su honor, merecido, de caballero. Y Lowery triunfa con la opción que ha tomado, puesto que no sólo sigue fielmente al espíritu de la tradición caballeresca sino que consigue que esta atractiva versión de la historia arranque, con entusiasmo, el interés del espectador contemporáneo por los libros de caballería o, por lo menos, por su versión fílmica.