Érase una vez en Hollywood
En 1969 el escritor neoyorkino de origen italiano Mario Puzo publicaba El padrino, una épica saga sobre un clan familiar de la mafia italoamericana que se convirtió en un best seller de manera inmediata. Robert Evans, el que fuera productor estrella de Paramount entre finales de la década de los sesenta y la primera mitad de los setenta, ya había intuido el gran potencial que tenía el manuscrito de Puzo durante su etapa de gestación y había adquirido los derechos para llevarlo a la gran pantalla antes de que la novela estuviera terminada. Ese mismo año, Dennis Hopper y Peter Fonda, aventajados pupilos del inefable Roger Corman, estaban cosechando un gran éxito crítico y comercial con un filme en el que se retrataba la contracultura americana desde dentro que rápidamente obtuvo el favor de las nuevas generaciones estadounidenses al alejarse de la visión paternalista que las majors hacían de la juventud. Easy Rider: Buscando mi destino (Easy Rider, Dennis Hopper, 1969) abrió así la puerta de los grandes estudios a una nueva hornada de cineastas jóvenes e inconformistas que cambiaron las reglas del juego de Hollywood y lograron implantar una política autoral heredada de los nuevos cines europeos en el mainstream estadounidense durante la siguiente década.
De esta pandilla de chavales barbudos que se incorporaron a la industria en estos maravillosos años setenta destacaba especialmente la figura de Francis Ford Coppola que, al ser uno de los que tenían más edad, contaba con una mayor experiencia acumulada y ejercía de figura protectora y elemento aglutinador, potenciando la camaradería entre este grupo de talentosos cineastas que cimentaron las bases de lo que se conocería como el Nuevo Hollywood. Como muchos de sus compañeros de generación, Coppola inició su andadura cinematográfica antes de finalizar su formación universitaria de la mano del independiente Roger Corman, quien produjo Demencia 13 (Dementia 13, Francis Ford Coppola, 1963), una exploitation de Psicosis (Psycho, Alfred Hitchcock, 1960) que supuso su debut oficial tras la cámara, si bien ese mismo año Coppola ya se había encargado de rodar varias secuencias no acreditadas de El terror (The Terror, Roger Corman, 1963). Tras su paso por la Factoría Corman, Coppola dirigió Ya eres un gran chico (You´re a Big Boy Now, 1966), una interesante comedia juvenil sobre la búsqueda de la independencia cuya notable factura hizo que llegara a estar nominada a la Palma de Oro en el Festival de Cannes. A esta le siguieron El valle del arco iris (Finian’s Rainbow, 1968), un correcto pero anacrónico musical de hechuras clásicas protagonizado por un ya vetusto Fred Astaire, y Llueve sobre mi corazón (The Rain People, 1969), melodrama en forma de road movie deudor en su puesta en escena del estilo trémulo y directo del cine de John Cassavetes (otro de los grandes referentes de esta camada de jóvenes cineastas) que resulta la más satisfactoria de todas las películas realizadas por Coppola durante esta etapa de formación previa a ese incuestionable punto de inflexión marcado por el increíble salto cualitativo que supuso El padrino (The Godfather, 1972) en su manera de hacer cine.
Al indagar sobre la génesis del proyecto de El padrino, comprobamos que todo proceso artístico es, en esencia, algo arbitrario donde intervienen una sucesión de casualidades las cuales, en este caso, prosperaron de manera afortunada para dar como resultado la gran obra maestra que conocemos hoy. Repasando la filmografía de Coppola anterior a El padrino podemos constatar que resultaba absolutamente imposible presagiar el sobresaliente trabajo que logró en la que sería su quinta película como director. En este sentido, hemos de destacar que El padrino no se hubiera podido gestar en otra coyuntura que no fuera la del Nuevo Hollywood, donde confluyeron la gran voluntad de riesgo asumida por los productores de las principales majors y la libertad creativa que se otorgó a los autores dentro de un sistema de estudios obligado a renovarse para llegar a un público joven que demandaba experiencias fílmicas más cercanas a la sensibilidad contemporánea. Este contexto resultó, por tanto, absolutamente fundamental para convertir la época en la que se desarrolló el Nuevo Cine Americano de los setenta en un momento histórico tan profuso en lo que se refiere a la gran cantidad de producciones de enorme calidad manufacturadas dentro del ámbito mainstream. Sin duda, esta extraña combinación entre el cine de autor y la industria, caracterizada por la inusitada confianza que demostró el sistema de estudios hollywoodiense hacia los directores para abordar sus proyectos durante la década de los setenta y que se vio recompensada además por una excelente acogida de crítica y público, sigue resultando hoy en día una etapa tan fascinante como añorada por su condición de quimera irrepetible.
El padrino es un auténtico milagro cinematográfico cuya existencia, como apuntamos anteriormente, está inevitablemente vinculada a la reformulación creativa que las grandes majors tuvieron que plantearse en los setenta para conectar con una nueva generación de espectadores. Hemos de recordar que El padrino comenzó siendo un encargo de Paramount y terminó convirtiéndose en la obra que asentó de manera definitiva la personalidad autoral de un, hasta entonces, titubeante director, consolidándolo como el cineasta norteamericano más importante de una década en la que enlazó una obra maestra con otra.
Sin embargo, Coppola no estaba solo en el camino. Realmente, muchos fueron los agentes que lo acompañaron y ayudaron durante este proceso de radical crecimiento y transformación influyendo de forma concluyente en el magnífico resultado final de El padrino. En primer lugar, el material literario que le sirvió como base argumental era excelente. La novela de Puzo poseía una fastuosa composición narrativa que fluía de forma tan natural como atractiva para el lector. De hecho, la mezcla de géneros que podemos observar en la película y la novedosa visión de la Cosa Nostra que conjuga el costumbrismo de las escenas familiares con una épica romántica salpicada por explosiones de abrupta violencia, así como el existencialismo que subyace en la representación de muchos de los personajes, ya estaban presentes en el libro. Además, la posibilidad de trabajar con Mario Puzo, que tuvo también un papel determinante para que se le ofreciera el proyecto al insistir en que debía ser dirigido por un director italoamericano, en la elaboración del guion, permitió a Coppola contar con el asesoramiento directo del autor a la hora de eliminar algunos fragmentos de la novela, aquellos centrados en la juventud de Vito Corleone que serían retomados poco después en la extraordinaria El padrino. Parte II (The Godfather Part II, 1974), para poder profundizar en mayor medida en los aspectos de la historia que inciden en el camino iniciático realizado por Michael Corleone (Al Pacino) para asumir el legado de su padre y ocupar su puesto al frente de la Familia.
En lo que respecta a la puesta en escena, si bien Coppola es el responsable último de orquestar la meticulosa composición de los planos y seleccionar cómo estos se disponen magistralmente para articular con precisión quirúrgica la narrativa de las distintas secuencias, no podemos obviar el importantísimo papel de Gordon Willis, director de fotografía superdotado cuyo control sobre las luces y las sombras contribuye tanto a crear esa atmosfera tenebrista representativa de las secuencias interiores del filme como a destacar la apabullante luminosidad telúrica de los exteriores que se imponen en la parte del exilio siciliano de Michael.
Por otra parte, Coppola, como todos los directores que conforman el Olimpo del Hollywood post-clásico, es un cineasta cuya manera de hacer cine se ve tremendamente potenciada por una cinefilia compulsiva que se alimenta tanto del clasicismo norteamericano como de los nuevos autores europeos e incluso de las películas realizadas por sus contemporáneos. Esto se va a manifestar en su manera de rodar y construir las distintas secuencias que articulan la neoclásica configuración narrativa de El padrino. De esta manera, podemos apreciar cómo se conjugan el gusto por los largos planos generales y el tempo reposado heredados de El gatopardo (Il gatopardo, Luchino Visconti, 1963), influencia muy presente en la dilatada secuencia de la boda de Connie Corleone (Talia Shire), con salvajes estallidos de violencia que hubieran sido inconcebibles sin la existencia previa de Bonnie y Clyde (Bonnie & Clyde, Arthur Penn, 1967) o Grupo salvaje (The Wild Bunch, Sam Peckinpah, 1969), referencias directas para la concepción del cruento acribillamiento de Sonny Corleone (James Caan). Asimismo, Coppola es un profundo conocedor de las distintas teorías cinematográficas y sabe utilizar los diversos recursos del medio para obtener los resultados que mejor se adecuan a sus intereses. Ejemplo de esta capacidad es la construcción milimétrica de la planificación y el montaje que realiza en la portentosa secuencia del asesinato de Sollozzo (Al Lettieri) y el capitán McCluskey (Sterling Hayden) a manos de Michael donde aplica de forma modélica las enseñanzas de Hitchcock sobre cómo crear suspense.
En conclusión, El padrino es una obra con una personalidad propia y arrebatadora que utiliza su excelsa referencialidad para reinventar el cine de gangsters abordándolo desde una original perspectiva que aglutina el romanticismo épico con la melancolía existencialista y el realismo costumbrista. El padrino es, por tanto, un filme tan enorme que constituye un género cinematográfico en sí mismo, un género que se inaugura cuando suenan las notas del mítico tema principal compuesto por Nino Rota y comienza la secuencia de apertura con ese primerísimo primer plano del rostro de Bonasera (Salvattore Corsitto) envuelto por la penumbra que inunda el despacho de Vito Corleone (Marlon Brando).