Estamos destinados a trabajar en problemas que resolverán nuestros hijos.
Louis Reed
Tras su anterior Free Guy, una divertida aventura sobre una inteligencia artificial que cobraba conciencia de sí misma, en la línea de títulos como El show de Truman o, sobre todo, Nivel 13, Shawn Levy (Noche en el museo, Los becarios) repite con Ryan Reynolds y regresa también a la ciencia-ficción con una historia de viajes en el tiempo que se debate entre el sentimentalismo nostálgico y el más puro cine de acción. Si nos fijamos en la existencia de hasta cuatro guionistas puede entenderse el curioso combinado de ingredientes. T. S. Nowlin, encargado de las adaptaciones de las novelas de la saga El corredor del laberinto de James Dashner, es quizá el más versado en la ciencia-ficción, pero también participa del texto el matrimonio formado por Mark Levin y Jennifer Flackett que han colaborado en comedias familiares y cintas de aventuras como Wimbledon: El amor está en juego, Madeline o Viaje al centro de la tierra y La isla de Nim. Por último Jonathan Tropper ha escrito en series de acción como Banshee o Warrior. Reconozco mi debilidad por todo lo relacionado con los viajes en el tiempo, bucles temporales, multiversos paralelos, y cualquier otra posible variante del género. En este tipo de historias a veces los viajes son fruto de la casualidad, meros accidentes, o, sobre todo en el caso de los bucles temporales, ni siquiera tienen una explicación, pero en esta ocasión el objetivo está premeditado, y el fin del viajero es muy concreto, regresa casi treinta años atrás para recuperar a su mujer, otra viajera en el tiempo que quedó atrapada en el pasado.
Y sin embargo, lo que me atraía de la película es probablemente lo que me deja más indiferente, la trama no se esfuerza demasiado en dotar de interés esa parte, con una infrautilizada Katherine Keener (algo también aplicable a Zoe Saldaña y Jennifer Garner) difícil de creer de malvada de opereta y un Mark Ruffalo haciendo de Mark Ruffalo, en su versión tipo Bruce Banner, pero que en lugar de convertirse en un monstruo verde al que no le valen los pantalones, inventa los viajes en el tiempo y engendra a un niño enclenque y resabiado que se convertirá en un tío mazas e inteligente (Ryan Reynolds, ojo) que regresará al pasado para cambiar el futuro, y de paso sacarse alguna espina en el apartado familiar. Las escenas de acción se aprovechan del uso de la música de Led Zeppelin (he de reconocer que me gana ese momento coreografiado con el Good Times, Bad Times) y del Gimme Some Lovin’ de Spencer Davis Group, del que tal vez abusan, para epatar pero si les quitamos las canciones probablemente nos daríamos cuenta de que son más convencionales de lo que aparentan. Y sin embargo, es en la parte nostálgica donde creo que la película sí da en la tecla, e incluso con un actor limitado como el protagonista de Deadpool consigue tocarme la fibra cuando habla del duelo —la secuencia en la que el Adam adulto se pone a hablar con su madre (Garner) en la barra del bar— o en esos breves (re)encuentros imposibles que se materializan gracias a la magia del viaje en el tiempo, y también goza de unos diálogos divertidos y con bastante química entre el Adam adulto y el Adam niño, el joven y prometedor debutante Walker Scobell, que es probablemente lo mejor de la película.