El héroe que creemos ser. El héroe que somos. El héroe en que podemos convertirnos.
¿Por qué caemos, Bruce? Para aprender a levantarnos.
Batman Begins (Íd., Christopher Nolan, 2005)
A los quince minutos de The Batman, mi expresión facial, debidamente camuflada por la oscuridad de esa gran sala que es la del Phenomena Experience de Barcelona, debía ser todo un poema. Porque estoy convencida de que reflejaba a la perfección mis pensamientos: “en el minuto cero del film no puedes pretender alcanzar la epicidad máxima, con sentencias contundentes en off por parte del personaje protagonista, o con una banda sonora firmada por el siempre, aquí también, eficaz Michael Giacchino”; “en el minuto cero del film no puedes copiarte tanto de Seven (Se7en, David Fincher, 1995) si quieres tener autoría propia”; “en el minuto cero del film no puedes aprovecharte de la atmósfera rojizo-apocalíptica que te puso en el punto de mira de crítica y público y que tanto explotaste, allá para bien, en El amanecer del planeta de los simios (Dawn of the Planet of the Apes, 2014). Una cosa es saberse no-Nolan, y otra no arriesgar”; “en el minuto cero del film…”.
Y así.
Pero entonces me di cuenta de algo muy importe. Quizá es algo que simplemente justifica mi propia reacción hacia el film. Quizá es algo verdaderamente buscado por el director. En cualquier caso, abrió una forma muy distinta de enfrentarme a la propuesta de Reeves, que acabó por convencerme, y mucho:
Bruce Wayne/Batman comienza su speech explicando que lleva dos años recorriendo las calles. Todos comprendemos entonces que es un superhéroe estable en Gotham, o así nos lo hace creer. Dos años son como para conseguirlo, más si el ya el famoso foco-llamada forma parte de la ciudad (“el miedo es un arma”, dice. El miedo de los criminales a que estén en el punto de mira del murciélago se expone como verdad absoluta). También cuando Gordon le acepta en las escenas criminales. Un superhéroe integrado en el bien para su sociedad. Un superhéroe que todos aceptamos, porque su historia nos es conocida, y porque nos da mucha envidia. Al fin y al cabo, es el único que podríamos llegar a ser, ¿verdad? El superhéroe sin superpoderes.
Pero algo no cuadra.
Los agentes preguntan: “quién es este”, “qué hace este freak aquí”.
Si es ese héroe tan temido por los criminales y tan aceptado por los organismos de la ley… ¿cómo es posible que no sea conocido, y respetado, por todos los agentes?
Y aquí radica, para mí, la novedad de Reeves: supongamos que toda la epicidad de la presentación es la traducción en imágenes de los pensamientos de un hombre que se cree tan importante como el ser la verdadera solución para los habitantes de su ciudad. Que se cree el único y verdadero salvador.
Supongamos que toda esa presentación responde, exclusivamente, a la imagen que el héroe tiene de sí mismo… y que es muy distinta a cómo le ven los demás.
Entonces podemos revisar este primer tercio del film, y pensar que esa precipitada epicidad se centra en la autoproclama “yo soy la venganza”. ¿Alguien más lo considera tal? En verdad, seriamente, no. Algunos le apoyan, sí, pero para su propia conveniencia (léase Catwoman para que le ayude en su sed de venganza). Algunos le copian para sentirse, también, importantes. Pero él no es la venganza… y pronto lo sabrá. Pronto se sumergirá en el descubrimiento de que no es ni mejor, ni superior a los demás. Y actuará en consecuencia.
Reeves escribe un guion que hace bajar al personaje a los infiernos, poco a poco (el metraje, sin hacerse pesado al conseguir adentrarnos en él desde esta perspectiva, lo hace posible), y acompañado de un espectador que puede verse reflejado en sus actos. Porque no lo hace como lo haría el Bruce de Nolan, sino como el ser humano que todos podríamos ser: a veces dubitativo, a veces ingenuo, muchas apesadumbrado… pero esperanzado. Y todo eso queda reflejado en cada imagen, en cada traslación de sus sentimientos: un Bruce que ve cómo sus propios héroes caen del pedestal donde los tenía ubicados. Un Bruce que se emociona al encontrar a alguien que parece que le entiende, exaltando visual y musicalmente hasta rayar el ridículo los encuentros con “su” chica, y regocijándose en el desenlace de su relación. Un Bruce que oscurece su entorno a la vez que pierde su propia energía. Un Bruce que avanza su propio descubrimiento al compás de la resolución de la investigación policial en la que se centra el film, y que aporta, también, una fresca mirada a la revisión del género.
Superhéroes y género policíaco. Oscuridad y enigma se entremezclan con la misma categorización del héroe y antagonista principal de la propuesta (un Paul Dano que descubriremos pronto ha sabido balancear su interpretación entre la histeria del desequilibrado John Doe de Seven y la copia, y ahí su característica maestría, no precisamente del Joker de Heath Ledger). El guionista y director crea una trama policíaca que es la excusa para la búsqueda del yo, que nos acerca al personaje, que nos convierte en él. Reeves juega con la posibilidad, real, de que su padre, nuestros padres, no sean los héroes que nos gustaría recordar (nadie se había atrevido a plantear que el padre de Bruce podría ser tan humano como cualquiera de nosotros). Con que el superhéroe, nosotros mismos, no somos tan buenas personas como nos creemos. La vuelta de tuerca al asesinato de sus progenitores se antoja tan brillante como necesaria en un film que se vende no como reboot sino como re-continuación. Bruce ya es un superhéroe… pero resulta que no es el hombre que lucha por los demás para proclamar el bien. Es un niño atrapado en una realidad tan corrupta como la que puede experimentar cualquiera de nosotros, y que en la resolución de un caso criminal encuentra su propio futuro, su razón de ser.
Él ya no quiere ser “la venganza”, menos cuando se ve reflejado en el mal por el mal, cuando uno de los seguidores de Enigma responde con sus propias palabras, y se da/nos damos cuenta de lo ridículas que suenan. Y es que “yo soy la venganza” puede que no sea lo que uno ansía ser. La venganza no es la respuesta a la rabia… es la respuesta a un terrorismo tan bien representado (hordas de seguidores que traspasan las redes sociales para ser un peligro real), que debería despertar más de un interrogante con respecto a cómo estamos enfrentándonos a esta era de la post-verdad.
Y es precisamente este acercamiento, esta lenta introspección del personaje, que puede ser la nuestra propia y que hace tambalear nuestros propios cimientos/creencias/valores, con el que Reeves lleva al extremo la necesidad de DC de diferenciarse del circo en el que se ha convertido Marvel. DC encuentra, completamente, su nicho con el superhéroe sin poderes, el superhéroe envidiado por todos. Un superhéroe tan humano que desdibuja el caballero oscuro de la noche del Bruce Wayne multimillonario matutino. Un superhéroe que se traslada por la ciudad en moto y con mochila. Bruce es Batman, Batman es Bruce. Los ojos llenos de maquillaje negro corrido le dan igual a un hombre que es el héroe que termina por encontrarse, por saber cómo ayudar, y ayudarse. Y, de rebote, Reeves nos muestra que hay esperanza para todos. Hay esperanza para reencontrarse con uno mismo y saber qué se quiere hacer.
El Batman de Reeves no necesita grandilocuencia, ni grandes efectos. Lo comentaba con Marta Armengou [1] hace unos días: no hay grandes escenas en esta The Batman. Pero es que tampoco le hacen falta. Algún efecto, básicamente de posición de cámara, es suficiente para llegar a un espectador que, muchas veces sin saberlo, está conectando como nunca con este Batman tan bien interpretado, la verdad sea dicha, por Robert Pattinson.
Así que sí, el The Batman de Matt Reeves resulta una pieza clave en la humanización de los superhéroes de DC, encontrando un personaje incluso más cercano que el encarnado por Bale para Nolan, más afín a la incertidumbre que nos está tocando vivir, más abierto (se aplaude el acercamiento a la relación fraterno-paternal Alfred-Bruce), y más vulnerable si cabe. El Batman en que todos podemos convertirnos. El héroe que necesitamos y merecemos tener, y ser.
[1] Ex-directora del injustamente fulminado programa “La cartellera” de betevé tras trece años en emisión (esperamos todos que políticos se den cuenta de que eliminar la cultura de la televisión no es la solución)