Si en En busca del fuego (La guerre du feu, Jean-Jacques Annaud, 1981) los primeros homínidos luchaban por entender y controlar dicho elemento natural, en Arde Notre Dame los mismos humanos luchan para apagarlo. De esta forma, Annaud sigue reflexionando (aunque esta vez en un entorno más urbano) sobre el arduo diálogo entre el hombre y la naturaleza, tal y como hiciera en filmes anteriores como Siete años en el Tíbet (Seven Years in Tibet, 1997), El último lobo (Wolf Totem, 2015) y El oso (L’ours, 1988), una de sus obras más especiales.
Arde Notre Dame narra los fatídicos instantes acontecidos el 15 de abril de 2019, cuando la vetusta catedral empezó a arder por causas todavía desconocidas, golpeando así las sensibilidades de millones de personas que fueron obligadas a reflexionar sobre la importancia del patrimonio y de cómo este nos conecta directamente con nuestro pasado más añejo. La reflexión, sin embargo, no es algo por lo que destaque la película de Annaud.
El director de El nombre de la rosa (Der Name der Rose, 1986), aficionado a los proyectos monumentales, deviene un privilegiado al ser el primer cineasta en abordar un suceso tan sustancial y con tanta trascendencia mediática como este, pero la sensación general es que no acaba de sacar todo el partido que esta oportunidad le otorga. Con la grandilocuencia que le caracteriza, Annaud se centra en la dificultosa hazaña a la que se enfrentó el cuerpo de bomberos de la capital, dando la espalda a la trascendencia histórica, antropológica y arquitectónica del accidente, y enfocando así el filme desde un punto de vista esencialmente catastrofista.
Tras unos primeros minutos de rutinaria observación del día a día en el monumento, la película se impregna de alarmismo mediante un conseguido suspense hitchcockiano, cargado de todas las ironías dramáticas que podrían originar el fuego: cigarrillos de los operarios, palomas jugueteando por un decadente sistema eléctrico, chispeantes radiales, fallos en el sistema de alarmas… A esto se le suma su inapropiada banda sonora, que desentona terminantemente con el espacio retratado, no muy lejos de lo que hace también su guion.
Así pues, la película sustituye la profundidad por la tensión y el suspense, suplantando la delicada y mística cinta que todos hubiéramos deseado que Herzog dirigiera por una asfixiante, frenética y calurosa aventura heroica. Porque si algo demuestra ser Arde Notre Dame es una sincera carta de agradecimiento a la brigada de pompiers de la capital, cuyo homenaje recuerda al que hizo Oliver Stone en 2006 con World Trade Center, donde retrataba la historia de dos policías neoyorquinos durante el atentado de las torres gemelas.
A diferencia del filme de Stone, Arde Notre Dame es una película democráticamente colectiva; no hay protagonistas, no hay arcos dramáticos y no hay intereses individuales más allá de apagar el fuego o salvar las reliquias históricas del sacro templo. Así lo demuestran las repetidas pantallas partidas que, sumadas al ya nombrado clásico suspense, nos obligan a recordar repetidamente el cine de De Palma.
A pesar de ello, esta colectividad acerca más el filme a la propaganda oficial del cuerpo de bomberos parisino que a reflexionar acerca del ser humano, mostrándonos sus revolucionarios artilugios antiincendios, sus eficaces y pragmáticos procedimientos y su resolutiva valentía.
La puntual aparición de potentes metáforas visuales —gárgolas que escupen fuego y que aparecen con rostros despavoridos entre los escombros, o una estatua de la virgen llorando gracias al agua de las mangueras— no consigue eliminar la impresión general de que a la película, así como a la propia catedral, le hubiera venido bien una reflexiva y meditativa ducha con agua fría.
Este artículo forma parte de la colaboración entre Miradas de Cine y La Casa del Cine, donde Joan López Alonso es alumno.