Amleth, el bárbaro
Una historia salvaje. Una crónica de bárbaros. Una épica nórdica. El hombre del norte contiene todos los ingredientes de tales narraciones. Violencia, por supuesto. También una venganza demorada más de una década. E, inevitablemente, una sentencia del destino que traerá la desgracia sobre todos los protagonistas.
Debo decir que, personalmente, necesitaba algo así. Creo que lo necesitamos, como sociedad. Las peripecias ultraviolentas de la saga Bond, de Tarantino o de los referentes orientales han estetizado la violencia, las peleas y las agresiones. Nos guste o no, les otorguemos mayor o menor importancia, las batallas de los superhéroes contra megavillanos trasladan a la gran pantalla (y a la pequeña) poco de sus repercusiones. La sangre, de verse, lo hace en grandes cantidades y se reparte por la pantalla de modo muy calculado. En otras ocasiones se la esconde. En cuanto a la manifestación del dolor o a la presencia de los cadáveres se minimizan en numerosas producciones hollywoodienses para no verse limitadas en la clasificación establecida por edades… Y sin pretender retrotraernos a la perenne cuestión de si la representación de la violencia nos hace más violentos, sí que habría de plantearse hasta qué punto su representación nos hace más inmune a la misma… siempre que sea ejercida hacia otros grupos. De hecho, nos hemos acostumbrado a desayunar, comer o cenar frente a un televisor que emite las crónicas de una guerra a las puertas de Europa. La ingestión de cereales, sopas o ensaladas puede acompañarse de las imágenes de fosas comunes o cadáveres tumbados en las calles. Cadáveres que desaparecen de nuestra pantalla como los múltiples asesinados en tantas y tantas obras, sean occidentales u orientales. No creo que la intención de Robert Eggers haya sido en momento alguno llamar la atención sobre la violencia en el mundo pero El hombre del norte tiene su eje central en la manifestación evidente de la misma.
Parece ser que Eggers, ansioso de rodar una película de vikingos, recuperó anécdotas de diversas sagas y datos reales (hubo un estudio de datos históricos y antropológicos) para desarrollar el argumento. El joven príncipe Amleth (y a partir de ese nombre intuimos lo que acontecerá) ve en su infancia, durante el siglo X, como su tío Fjölnir (un Claes Bang muy sólido en su papel) asesina a su padre para ocupar su trono y su lecho. Huido a tierras lejanas, sobrevive como miembro de otro clan salvaje que se dedica a arrasar asentamientos, asesinar brutalmente a la mayor parte de la población y preservar a algunos para venderlos como esclavos en distintos puntos de Europa (Kiev uno de ellos). Siendo uno de los ejecutores más brutales, un enorme cuerpo sin piedad alguna (un hipertrofiado Alexander Skarsgård), Amleth, ahora conocido con otro nombre, llega a conocer que su tío ha sido derrotado por el rey noruego. Recibiendo diferentes presagios de las brujas, decide ir a Islandia dónde está exiliado para ejecutar su venganza. Eggers se aleja de la amabilidad o de la docilidad, se podría decir, de narrativas de espada y brujería como fueran Conan el Bárbaro (Conan the Barbarian, John Milius, 1982). En esa edad oscura que precedió a la nuestra (y en la que tal vez aun habitamos), sólo pervivieron las partes más oscuras de la tradición. No nos llegaron ni Valhalla ni walkirias, sólo sangre y muerte.
La opción de Eggers coincide solo en parte con las propuesta de Valhalla Rising (Nicolas Winding Refn, 2009, y El caballero verde (The Green Knight, David Lowery, 2021). En la cinta de Refn (tal vez la obra más conseguida del autor danés) un reducido grupo de vikingos efectuaban un viaje a otro mundo al que la cámara confería un tono lisérgico, con un resultado tan estilizado a nivel argumental como estético. En El Caballero verde, David Lowery otorga mediante la magia la opción de reflexionar sobre los efectos de la ambición y la violencia a personaje y expectores. Aunque la oscuridad de algunos pasajes pueda asimilar la obra de de Eggers con la de Lowery, el autor de El hombre del norte no deja resquicio alguno para el optimismo. Amleth, en la encrucijada entre vivir con sus seres queridos o vivir para vengar los muertos sigue los presagios y opta por la venganza a la que se le ha predestinado.
Eggers también sitúa a su protagonista en un viaje vital, primero en un sentido, luego en el contrario, en busca de venganza y combina las imágenes de violencia más implacables con referencias mágicas de brujas, videntes, la visualización de un árbol de vida en el que se sitúa la estirpe del protagonista o, también, la aparición de una walkiria destinada a llevar almas al Valhalla (las dos escenas más discordantes con el resto de la película). Esta epopeya se apoya con un desarrollo visual muy elaborado. Estéticamente, partimos de un entorno nevado, de luz muy amortiguada, en el que se desarrollará la tragedia inicial, para desplazarse luego (los años transcurridos y el cuerpo de Amleth hiperdesarrollado) a territorio ruso dónde los vikingos efectúan una razzia implacable. En una de las mejores secuencias, un travelling sigue al protagonista agarrando una lanza en el aire, propulsándola contra una muralla de troncos y lanzándose hacia la misma para ascender por ella apuntalándose con su hacha, saltar al otro lado, matar un par de enemigos y saltando sobre un jinete al que destrozará con sus manos como hará con numerosas víctimas a medida que avanza entre las construcciones del poblado sembrando la muerte y el terror. Cuando, tras la matanza, le sea profetizado su destino, Eggers y Jarin Blaschke (director de fotografía) modulan el color y aumentan la luminosidad. Un efecto que coincide con la recuperación de su identidad y objetivo de venganza y que, posteriormente, irá atenuándose a medida que desarrolla su plan a la sombra del volcán, hasta culminar en un terrible duelo final en el interior del mismo, con dos cuerpos luchando desnudos entre senderos de lava. Sin duda, una opción estética planificada con mucho cuidado para reforzar una historia de violencia sin glorificarla.