Varda tenía razón
Cuando Charlotte Gainsbourg era una quinceañera, Agnès Varda y todo su equipo acamparon durante más de un año en el salón de su casa para rodar una película sobre su madre —Jane B. por Agnès V. (Jane B. par Agnès V., 1988)— y eso no le hizo ninguna gracia. Y, ya que estaban, filmaron otra con historia de la propia Birkin (Kung-fu Master, 1988) en la que aparece media familia incluida ella misma y el hijo de Varda, Mathieu Demy.
Si entonces Varda compuso una especie de biografía imaginaria de Jane Birkin en plena crisis de los 40, hoy es su hija Charlotte quien se acerca a ella, con 75, para mirarla —dice— como nunca lo había hecho o nunca se había atrevido a hacerlo, y observarla de cerca con la cámara como excusa. El resultado es Jane por Charlotte, un documental que resulta tanto un honesto retrato de la mujer real y su relación con el pasado, la soledad y la edad entre otras cosas, como una soberbia carta de amor a tiempo de una hija a su madre, que nos convierte en testigos del proceso por el cual van recomponiendo, en un diálogo sin filtros, la intimidad perdida.
-Siento que siempre hemos sido muy pudorosas la una con la otra. No me pareció que fueras así con mis hermanas, y no sé por qué.
-Me intimidabas desde pequeña. No quería equivocarme contigo. Me sentía privilegiada de estar en tu presencia, no era algo banal.
Tras esa primera pregunta, Birkin se asustó y paró el proyecto casi dos años, hasta que se animó a ponerse de nuevo ante la cámara de su hija, que la filma saltando al escenario al oír los acordes de Ces petites riens como un atleta que escucha un pistoletazo de salida antes de lanzarse a un público que, incluso en Japón, la sigue adorando.
Charlotte Gainsbourg, hija de dos mitos planetarios, reconocida actriz y cantante, se convierte en directora de cine para buscar a su madre y preguntarle sobre su relación con el paso del tiempo, la vejez, la belleza y aquellos espejos con los que jugaba en la película de Agnès Varda y en los que ahora no se reconoce. Madre, hija y nieta (Jo Attal, la hija pequeña de Charlotte) se sumergen en el desorden de la casa donde Birkin vive en Bretaña y donde aún sigue, en la entrada, una barbacoa que le regaló Gainsbourg y que es incapaz de tirar, como ninguna otra cosa insignificante.
La música de Serge Gainsbourg no es la protagonista de la película como tampoco lo es él (y es un acierto) más allá de un par de canciones y del momento en el que madre e hija vuelven a su casa, en el número 5 de la Rue de Verneuil, donde la mítica pareja vivió 12 años y creció la propia Charlotte.
-Nunca hubiera venido si no me lo hubieras pedido. Nunca me hubiera atrevido a pedírtelo, —confiesa Birkin—.
-Di por hecho que no querías.
-No me sentía capaz de hacerlo sin ti. Pensaba que era algo tuyo, que no tenía derecho.
Traspasada la puerta, ambas recorren lenta y reverencialmente la guarida del cantante como quien visita un templo. Mientras caminan entre los retratos gigantes de Bardot que Gainsbourg colocó en el salón cuando Birkin le dejó y las colillas de Gitanes, preservadas del paso del tiempo como las ruinas de Pompeya, hablan y van soltando lastre, si es que eso es posible para una mujer que, como una vez me dijo tarareándola con leve hastío, sabe qué canción sonará en todos los televisores del mundo el día que ella muera.
La muerte. “Mi hija saltó por el aire / y la encontraron en el suelo / ¿Acaso abrió la ventana / para dejar salir el humo? / Cigarrillos (…),/ Quizá sea un accidente / verdaderamente tonto / ¿quién sabe?” Jane Birkin es incapaz de mirar las viejas películas en las que aparece Kate, su primogénita hija de John Barry, que se precipitó desde la ventana de un cuarto piso en diciembre de 2013 dinamitándolo todo. Fue entonces cuando la madre y sus otras dos hijas dispersaron su dolor lo más lejos posible unas de otras.
Seis años después Charlotte Gainsbourg se parapetó tras una cámara para buscar a la madre perdida. Y su película recoge momentos impagables entre ambas que, en ocasiones, rueda con un filtro de Super 8 y la evidente intención de construir recuerdos. Como cuando juntas ensayan Johnny Jane. A Charlotte, no en su mejor momento, le tiemblan las manos mientras canta el verso que su padre escribió para su madre: Le temps ronge l’amour comme l’acide (El tiempo corroe el amor como el ácido). Para que eso no ocurriera, y antes de que Jè t’aime, moi non plus suene en cada televisor del mundo, Charlotte Gainsbourg fotografía a su madre en la actualidad desde cada ángulo posible y le cuenta que rodará una película con su propia hija. “Fílmala”, contesta Jane. “Hay que capturarla. Porque nunca volverá a ser como ahora. Varda tenía razón”. Tenía razón.