En 1979 una producción australiana de serie B consigue un éxito internacional, su director salta al estrellato e inicia una saga que pervive cuatro décadas más tarde. Mad Max, salvajes de autopista (Mad Max, George Miller, 1979) inició una saga con un éxito que el propio George Miller jamás no hubiera soñado. Es, no obstante, su secuela, Mad Max 2, el guerrero de la carretera la que define un universo que no sólo resulta familiar para muchos cinéfilos sino que se extiende por numerosas obras de acción y ciencia ficción.
De una filmación casi clandestina en la primera (producida con 300.000 dólares de la época y triunfante con 100 millones de ingreso) al rodaje más caro de la filmografía australiana en su época, el salto que se da de una a otra película es notable. De un contexto extraño, derivado tanto de la falta de presupuesto como de la falta de permisos de producción y, por ello, filmado a caballo entre exteriores solitarios y zonas urbanas remotas, se salta a un espacio vacío (y vaciado para la producción), el outback australiano, dónde se dispone libremente de un área que será también protagonista. De un atrezzo aportado por los actores (se dice que en la primera película muchos extras traían sus propias motocicletas y eran pagados con cerveza) se pasa a una elaborada selección de trajes y material. De un actor salido de la escuela de interpretación y completamente desconocido, se muta a una futura estrella que ha llamado la atención por la película previa y por su papel en Gallipoli (íd., Peter Weir, 1981).
Han pasado varios años y Max Rockatansky se mueve por un mundo post apocalíptico, habitado por diversas tribus motorizadas con las que pugna continuamente. Max es, definitivamente, un hombre sin nombre cuya vida consiste en una serie de carreras, persecuciones y combates a muerte. Mad Max 2 arranca con una espléndida persecución que retrata al lacónico personaje enfrentado, en su icónico Interceptor (un modelo australiano tuneado de Ford Falcon), con tres bandas distintas. Cada una de ellas utiliza un tipo de vehículo característico sean motocicletas, buggys o automóviles completamente transformados y luce diversa indumentaria. A los retoques en el motor, vistosas tomas de aire e inyectores de gas, hay que añadir diversas herramientas de protección y ataque. A las prendas ajadas y agujereadas se añaden piezas de cuero salpimentadas de placas o apliques metálicos, máscaras faciales, corsés y guantes. Al look primitivo se superpone en determinados casos una estética steam punk que hará fortuna y definirá un “estilo Mad Max” que, a partir de este momento, devendrá no sólo marca de la casa sino que será imitado hasta la saciedad.
Tras el primer combate, rodado y editado con precisión quirúrgica y agilidad de gran cilindrada (imagino a Miller deleitándose al maximizar las carreras y embestidas que de pequeño recreara con Scalextric o Hot Wheels), Max encuentra un peculiar superviviente, un piloto de autogiro, quien le indica un lugar dónde repostar combustible, una suerte de fuerte asediado por las hordas motorizadas. Mad Max 2 se revela entonces, claramente, como un neo western, con los inocentes (vestidos de blanco) enfrentados a los asesinos (¡vestidos de negro, como no!) en un asedio puntuado por diversas escaramuzas, como si de un ataque indio se tratara. Max es el equivalente del solitario pistolero encarnado por Randolph Scott en la saga de Budd Boetticher, un justiciero triste que aparece en el lugar del conflicto, arriesga su vida y desaparece con pocas palabras… salvo que Scott luce en todo momento una elegancia y cierto interés por el prójimo del que Max carece. Junto al protagonista aparecen diversos personajes de manual: los malvados grotescos, los bufones (a la ridiculez de Toadie se contrapone la peculiar humanidad de Capitan Gyro), un líder íntegro (Pappagallo) contrastando con la soez actuación de Lord Hummungus y, por encima de todos, el chico salvaje, que mira desafiante a todos pero identifica a Max como un auténtico héroe y a través del cual pervivirá la leyenda. Max conseguirá cruzar las líneas del frente una y otra vez hasta enfrentarse a Wez, su antagonista, homónimo en individualidad. Será una vez comprobada su fragilidad cuando comprenderá, aunque sea de un modo egoísta y puntual, que debe colaborar con el grupo. Miller maneja con gran pulso las idas y venidas del personaje, los ataques de las huestes de Hummungus y Wez y el duelo final entre el camión de gran tonelaje y todo tipo de vehículos atacantes y consigue una obra de aventuras de ritmo extraordinario.
Mad Max 2 establece un hito. George Miller (presupuesto mediante, por supuesto) pasa de la que ya es una película de culto a un auténtico clásico, referente para cintas apocalípticas o cintas de acción y referenciado en diversas obras de modo más o menos explícito, desde su propio remake (o reboot) en Mad Max: Furia en la carretera (Mad Max: Fury Road, 2015), versión más oscura, amplificada más que ampliada y de desarrollo casi circense, a producciones tan diversas como subproductos italianos, filipinos, americanos (como la olvidada y olvidable Waterworld, Kevin Reynolds, 1995) a la animación de El asombroso mundo de Gumball en el episodio La nevera dónde los protagonistas son perseguidos por una amenazante troupe a bordo de un camión armado que ellos definen como un número de circo. Lo dicho, Mad Max 2, un clásico al que imitar.