Es cine español
Viendo tantas obras en un festival no sorprenden las coincidencias. Saltos al vacío en La piedad, Viejos, Mantícora, Maretitten, Deadstream, Huesera, Nightsiren… Posesiones en Venus, Maretitten, Mal de ojo. Conflictos fraternales en Les cinq diables, Mal de ojo, Tropique o Nos ceremonies. Comunidades encerradas en La tour y We Might as Well be Dead. Nannys amenazadoras y amenazadas en Nanny y Nocebo. Monstruos humanizados o humanos monstruosos en Ego, Jacky Caillou, Resurrection, Project Wolf Hunting o tantas otras. Incluso se asesinan unicornios en un par de películas. Pero hay dos trabajos que miran directamente al alma humana. Empezaremos a compartir las experiencias a partir de ellos.
El monstruo que habitamos
La presencia estatal se marcó un merecido éxito. A nivel de audiencia triunfaron tanto el horror de Venus y Viejos, como el slasher extremeño de Cerdita, la violencia rural de As bestas o las masacres animadas de ayer y hoy de Unicorn Wars. Pero hubo dos obras extraordinarias que por sí solas justificaron el festival.
Es difícil hablar de Mantícora sin revelar sus secretos. Fluye con suavidad, sin estridencias, marcando una ruta argumental incierta, en torno a un personaje atrapado en su soledad. Julián es diseñador de monstruos para programas informáticos y le gusta hacerlo porque nadie sabe cómo son en realidad los monstruos. Dibujar humanos, comenta, es mucho más difícil. Su vida surge del interior de su cerebro, se desplaza al interior del ordenador y sólo de modo puntual se comunica con el mundo exterior. No deja de ser significativo no sólo que desarrolla teletrabajo en su domicilio sino que para hacerlo se aísla completamente, sea diseñando su obra 3D con la ayuda de unas lentes de realidad virtual, sea con una música electrónica que bloquea cualquier otro impulso sensorial.
La nueva obra de Carlos Vermut es tal vez la mejor hasta ahora de su producción. Carece de los aires fantásticos de Diamond Flash (2011) o Magical Girl (2014) y evita clichés melodramáticos de Quien te cantará (2018). Obvia subrayados y, casi en su totalidad, destacables movimientos de cámara. Aunque precisamente hay un notable desplazamiento de índole evidentemente moral que decide dejar fuera de campo al protagonista en el preciso instante en que se produce el incidente que marcará su destino.
Julián conocerá a Diana, una joven mucho más sociable que él pero limitada, por decisión propia, en su voluntad de cuidadora permanente de un padre prostrado. Será ella quien tratará de rescatar a Julián de su actitud de ermitaño y quien adoptará en su decisión final otra postura moral. Hay quien valora en tal decisión una muestra de sumisión femenina pero, al contrario, es una clara determinación de la protagonista, una señal de empoderamiento y de piedad simultáneas, marcada por la peculiar posición de los personajes, y que nos orienta hacia las tesis de su autor.
En un festival dónde lo otro es monstruoso y constituye una amenaza a erradicar, en un mundo en el que el blanco y negro es preferido a la escala de grises, Carlos Vermut nos sitúa de cabeza abajo para que repensemos no tanto los valores morales como nuestra actitud frente a las diferencias de criterio. Mantícora despoja al protagonista con gran discreción, con gran eficiencia de recursos y sin efectismos, y busca que el espectador se incomode ante las contradicciones del ser humano. Ciertamente, es muy difícil dibujar, comprender, a las personas y es demasiado fácil creer que conocemos a los monstruos.
Y si nos referimos a tal término, La piedad es el eje central de la nueva obra de Eduardo Casanovas. Pero si Vermut escarba en el alma humana de modo distante, evitando estridencias, Casanovas utiliza un método radicalmente opuesto. La piedad adapta una trama absolutamente melodramática para presentarla en clave de esperpento, con una imaginería desatadamente kitsch y unas interpretaciones exageradas. La piedad nos muestra la relación patológica de una madre (Ángela Molina, espléndida) y su hijo veinteañero, del que no quiere desprenderse y con el que mantiene una relación de posesión mutua. Casanovas sitúa a ambos personajes en un escenario artificial, tintado de rosa, que les aísla completamente del mundo exterior. Frente a ellos el televisor opone un contraste con las extravagancias desalmadas del régimen de Corea del Norte, un insólito recurso que enriquece sobremanera la trama y que culminará con la muerte del dictador. La piedad, con sus números musicales, con la aparición de unicornios y militares coreanos y la sobreactuación de Molina, no es apta para todos los públicos. Se trata de una comedia muy amarga que deja poso de dolor en el espectador en una escena final que, por su falta de atractivo visual, resalta el peculiar paraíso perdido. Sin embargo, para aquellos que disfrutamos de la originalidad y las propuestas de riesgo, La piedad es una de las obras más destacables del cine español en lo que llevamos de siglo. Se ha hablado de Fassbinder y Almodóvar, podrían citarse a John Waters o Todd Solondz, pero es una obra genuinamente autoral de Casanovas. La secuencia en la que se comunica un diagnóstico de cáncer y madre e hijo rivalizan por ser cada uno el destinatario del diagnóstico es absolutamente surrealista y rivaliza en planificación e ironía con el clímax en la que se funde el funeral de estado coreano con la conclusión de la historia familiar, en una combinación hábil de imágenes de archivo, reproducción y efectos digitales.
¡A bailar!
REC (Jaume Balagueró, Paco Plaza, 2007) desbordó todas las previsiones. Fue éxito de público y crítica, inicio de una saga y catalizador a nivel de producción de un conjunto de películas de terror que desde los ochenta eran minoritarias en el cine español. Tras dos episodios, REC 2 (Balagueró, Plaza, 2009) y REC 3: Génesis (Plaza, 2012), Balagueró se aventuró con REC 4 Apocalipsis (2014) que inauguró el Festival de Sitges de ese año. Aquella apuesta, sin embargo, llegó con la sensación de déjà vu y de explotación de una idea ya agotada. Abrir este año con Venus (2022) podía poner en apuros al director de Lleida, tras dos obras de acogida discreta, Musa (2017) y Way Down (2021).
Afortunadamente la propuesta actual, enmarcada en el proyecto de producciones de género de Alex de la Iglesia y Carolina Bang (Poughkeepsie), da muy buenos resultados. Comentó Balagueró que De la Iglesia le pidió una obra de terror cósmico. No hay duda de que el director de Los sin nombre ha elaborado una película al gusto del productor. Venus tiene un doble arranque. Por una parte, la aparición de un asteroide que se acerca a la Tierra y del que se profetiza puede desencadenar el surgimiento de una maldad lovecraftiana. Por otra, el robo de una partida de drogas por parte de una bailarina de discoteca a una banda mafiosa. Si bien el primer apartado resulta impostado, la trama principal se desarrolla con energía y agilidad visual. Hay, sin duda, dificultad para encajar una en la otra. No obstante, a medida que la película avanza y el espectador se sitúa, queda claro que los auténticos enemigos no son los mafiosos que desayunan churros sino las siniestras vecinas que celebran fiestas infantiles. Balagueró acaba por integrar las tramas y proyecta al conjunto de personajes a un único clímax sin perder la fuerza en ningún momento. Es en ese final dónde convergen adecuadamente las dos caras de un edificio que es tan protagonista como las actrices y actores (¡qué espléndido castin, qué impecablemente amenazadora está Magüi Mira en sus delicadas maneras!) y que se transmuta del sórdido edificio de apartamentos periférico en el edificio Dakota… o el Callao.
Cerdita
La cinta de Carlota Pereda se podría haber denominado Chorizos sangrientos o cualquier otra variante de tal título. Adaptación (elongación) del corto del mismo nombre que facilitó a Pereda la opción del salto al largometraje, Cerdita es la historia de una chica que padece un cruel bullying y el giro vital que la coloca, inesperadamente, en una situación de poder. La obra arranca prácticamente con las imágenes del cortometraje, cuando Sara (Laura Galán) es acosada brutalmente por unas compañeras que no dudan, tras mortificarla mientras se baña en la piscina pública, en robarle ropa y móvil. A continuación, vestida sólo con el bikini en su regreso a casa por la carretera (dónde nuevamente es mortificada por unos jóvenes, escena ampliada respecto al cortometraje), descubrirá que un asesino ha secuestrado a sus amigas. A partir de este punto divergen los caminos de corto y largo, tanto en cuanto el primero se cerraba con una respuesta cínica y vengativa de Sara hacia sus amigas, ignorando las peticiones de ayuda en un rotundo gesto final. En el largo, Pereda opta por ser más compleja y también más políticamente correcta. Sara no puede rescatarlas y, traumatizada, no consigue explicarlo claramente a la Guardia Civil aunque parte de su problema radica en una familia que la anula.
La introducción de la familia en el argumento constituye una de las mejores bazas del largo, con un padre, carnicero, voluntariamente ajeno a la acción y una madre (Carmen Machi, de nuevo excelente) que parece esforzarse en anular a su hija e, incluso, en competir en bullying con las compañeras. Lamentablemente, el papel de la familia sirve básicamente como resorte argumental para determinadas escenas y, finalmente, son borrados de la historia con gran rapidez.
Pereda deriva finalmente la historia en un slasher para satisfacción del público aficionado al género. No obstante, esta actualización de Sara como una final girl que deberá escoger entre la huida y el enfrentamiento en una secuencia se resuelve con demasiada premura. Pereda merece felicitaciones por el brío mostrado en un debut femenino en el horror y esperemos que redondee la jugada en próximas ocasiones.
Unicorn Wars
A los unicornios se lo han puesto siempre mal. El innombrable los trataba de matar en un episodio de Harry Potter y el diablo quería atraparlos en la olvidada Legend. No sé si Alberto Vázquez les tiene mucha manía. Pero en su última obra lanza una tropa de ositos amorosos contra ellos. Los primeros, entrenados por un sargento que se aprendió bien Heartbreak Ridge y Full Metal Jacket, arrancan con titubeos, miedos y desconcierto para acabar finalmente con violentas cargas contra los segundos que, lejos de ser inocentes, se revuelven con coces y cornadas. La obra de Vazquez desconcierta absolutamente por su contraste entre las conocidas figuras, referentes de la mayor ñoñería infantil, y el salvajismo de sus acciones. Sus correrías y desmanes, ambientados en un bosque tan siniestro como los bosques más siniestros de Disney (sea el pesadillesco de Blancanieves y La bella durmiente o el bosque en llamas de Bambi), contrastan entre forma y fondo. Al final, cuando el temible Azulín se enfrente a los últimos unicornios, habremos recorrido un auténtico apocalipsis para adentrarnos en un giro final en una conclusión digna de El planeta de los simios. Evidentemente obra para adultos (¡cuántos niños llegarán a las salas por error!), esta rareza va más allá de su sorprendente propuesta estética para recordarnos, de nuevo, los horrores de la guerra y la maldad humana…
As bestas
…la maldad humana que se exhibe, de modo innecesariamente prolongado, en la última obra de Rodrigo Sorogoyen. As bestas plantea la situación de acoso que padece una pareja francesa instalada en un villorrio gallego dónde desarrollan cultivos ecológicos por parte de unos “hillbillies” locales. Sorogoyen consigue que sus imágenes mantengan tensión y destilen auténtica rabia. Sin embargo, As bestas desarrolla una historia que, con otras variaciones, hemos visto en muchas ocasiones y Sorogoyen la estira excesivamente. Al contrario, la segunda mitad desarrolla una propuesta muchísimo más interesante y austera, apoyada en la sobria interpretación de Marina Foïs. Es en esta situación de soledad y perseverancia de Olga cuando As bestas se crece y alcanza un nivel de intensidad considerable. Es una lástima que Sorogoyen haya buscado la excelencia en el tamaño en lugar de desarrollarlo mediante la concreción, casi el ascetismo, que Foïs confiere a la obra.