Como mano de hierro en guante de seda
Cuando se plantea una historia transcurrida en el Pakistán, nos puede venir a la cabeza tanto el exotismo como la distancia social y cultural que nos separa de aquel mundo tan lejano. Cualquier anécdota, cualquier suceso, podrían resultarnos irrelevantes, podrían rebotar en nuestro caparazón occidental y podríamos permanecer absolutamente indiferentes a la misma… Sin embargo, la historia de Joyland nos toca de cerca. Y, ciertamente, mantenemos una inmensa distancia en cuanto a contexto religioso y social. Pero, más allá de su calidad intrínseca, la obra de Saim Sadiq pone de relieve una serie de conflictos de género y represión sexual, individual y colectiva, absolutamente reconocibles a nivel internacional.
Joyland nos sitúa en el entorno de una familia de clase media baja de Lahore, en una casa dónde conviven un matrimonio y sus tres hijos con el hermano del marido y su mujer y, todos ellos, con el patriarca, padre de ambos hombres. Haider y Mumtaz no tienen hijos y, mientras ella gana dinero trabajando en una peluquería, él se dedica a dar apoyo a su cuñada en casa mientras el hermano pasa el día ausente. Sin subrayado alguno, Sadiq confronta la rareza de la pareja, en situación opuesta a la marcada rígidamente por el entorno, con la de sus familiares, donde el hombre no tiene aparente responsabilidad alguna excepto inseminar a una mujer que se limita a procrear. Mumtaz es tan profesional como buena compañera y Haider se dedica a cubrir todas las necesidades de atención que no reciben sus sobrinas.
El conflicto se desencadena cuando, forzado a buscar trabajo, Haider recae en una compañía de baile de variedades y conoce a Biba, una transexual orgullosa que controla a sus bailarines con mano de hierro. Pese al ridículo inicial, Haider libera su parte femenina y se vincula a su nueva amiga. Saim Sadiq desarrolla a partir de allí una comedia de formas suaves y consistencia rotunda. Los ensayos del cuerpo de baile, las airadas reacciones de Biba a las humillaciones que le plantean y los esforzados pasos de Haider exponen, sin disimulo, la miseria moral de una sociedad hipócrita que hace bandera del machismo y la intolerancia pero son mostrados con una fina ironía que, en algunos momentos, nos lleva a la amargura oculta de The Full Monty (Peter Cattaneo, 1997). Estamos en la auténtica área de goce, esa Joyland, ese parque de atracciones, al que también acuden Mumtaz y su cuñada en unos breves momentos de solaz. Esa área dónde ellas pueden ser libres, alejadas de sus maridos, de la que el director toma el nombre para su película, y dónde por muy breves instantes parecen poder ser dueñas de su destino… pero ni un territorio ni otro son más que ensueños breves, interludios en una realidad rígida e intransigente.
Sin dejar de lado las connotaciones eróticas, destacando la sensualidad de la transexual, Saim Sadiq desarrolla con extrema delicadeza la progresiva atracción entre Haider y Biba mientras evidencia como la nueva ocupación de Haider implica la reclusión domiciliaria de Mumtaz y su pérdida de libertad por expreso deseo familiar. A la divertida secuencia del traslado del cartel troquelado de Biba en un atuendo y pose que la comunidad considera escandalosa, seguirá la exigencia del patriarca de que Mumtaz deje su trabajo supliendo a Haider en las tareas del hogar.
Los apuntes de comedia, el enredo, culminarán tras una noche en la que todos los personajes han quebrado, en uno u otro modo, las normas sociales. Y Sadiq nos quitará la sonrisa de la boca mostrándonos la realidad y arrebatando la fugaz felicidad de todos los personajes. El patriarca, obligado por la moral en la que ha vivido siempre, cierra toda esperanza e inclina la balanza al lado más trágico y, posiblemente, más realista.
En su último tercio Joyland nos obliga a abrir los ojos. Sin renunciar a la suavidad (que no blandenguería) que ha mantenido en todo el metraje, sin dejar de cuidar a sus personajes, manteniendo una fotografía que evita ocultar rostros, esconder mentiras, nos confronta con la realidad que censura las vidas de los protagonistas. Unos personajes que el director respeta y muestra atentamente encuadrando sus gestos de cariño, sus rostros desolados, la pérdida de ilusión en sus miradas o aquellos destellos de rabia contenida que, lamentablemente, cederán a la resignación. Sadiq remarca admirablemente la dignidad de Mumtaz, aplastada por la familia que luego la reivindica, la orgullosa feminidad de Biba, el único personaje que sabe mantener la dignidad y la identidad, y la bondad de Haider, aun en su torpeza. Pero no deja de lado a los cómplices de la opresión, ese patriarca y la cuñada, ambos víctimas de un sistema que castra emociones y sentimientos. Todo ello, decíamos, en una puesta en escena atenta al gesto, a las manos entrelazadas y al deseo. Una puesta en escena que rechaza mostrar las escenas más violentas, apartándolas a una elipsis o a fuera de campo respetuoso con el personaje.
Justo antes del final, cuando los sueños se han desvanecido, Sadiq introduce un flashback que nos lleva al primer encuentro de Haider y Mumtaz, tras un pactado noviazgo. Allí se reconocen y se prometen un futuro acorde con sus ilusiones y sus intereses, el de una mujer que busca un compromiso social manteniendo su libertad y el de un hombre que pretende disfrazar ante el entorno su auténtica orientación sexual. Podrían haber hecho realidad su sueño en otro contexto, quizás. Pero la realidad es, desafortunadamente, muy terca. Vista así, a posteriori, la secuencia nos golpea brutalmente, como mano de hierro envuelta en guante de seda. Así es en realidad la tierra del placer, esa Joyland soñada, en Pakistán.