La voz familiar de Morgan Freeman se proyecta sobre una maqueta de tren de forma omnipotente. La cámara sobrevuela las casas en miniatura, al igual que lo hace desde el cielo sobre los suburbios de Nueva Jersey. Alzado sobre una maqueta a escala de la vida misma, en una metáfora algo evidente, el narrador nos advierte: “en la vida nada es tan limpio y ordenado”. Zach Braff firma con Una buena persona su cuarto largometraje, su obra más personal, escrita durante la pandemia.
Allison (Florence Pugh) toca el piano mientras canta After Hours de The Velvet Underground (la actriz nos sorprende cantado ella misma varios temas a lo largo de la película) para los invitados en su fiesta de compromiso, bajo la atenta mirada de su prometido. A esta joven enamorada y con un futuro prometedor el destino le depara una fatalidad al verse envuelta en un accidente de tráfico, en el que fallecen sus futuros cuñados, mientras ella va al volante.
Ha pasado un año desde el accidente y Allison ha vuelto a vivir en casa de su madre, no tiene trabajo ni pareja. Los analgésicos que antes la habían ayudado a combatir los dolores físicos, ahora la evaden de la realidad. A pesar de repetirse de forma constante que ella no tuvo la culpa, solo sabe sobrellevar el desprecio que siente por ella misma a base de pastillas, cayendo en una adicción. Tras tocar fondo se arma de valor para asistir a una reunión de Alcohólicos Anónimos, pero la casualidad quiere que ahí se cruce con Daniel (Morgan Freeman), su ex-suegro. Daniel está al cargo de su nieta desde que sus padres fallecieron e intenta construir una mejor relación con ella de la que tuvo con sus hijos. Policía retirado, lleva ya muchos años sobrio y sigue asistiendo a las reuniones para asegurarse de que sigue siendo así. Al encontrarse con Allison cara a cara le pide que se quede, porque sabe por propia experiencia lo difícil que ha sido para ella dar ese paso.
Damos un largo rodeo hasta llegar al punto central de la película y una vez allí se establecen unas conexiones personales poco probables, contribuyendo a crear un filme algo confuso. Pero si de algo peca la película es de excesos, demasiadas tramas y demasiados temas. La protagonista persigue expiar sus culpas y se enfrenta a la drogadicción, al mismo tiempo Daniel atraviesa un proceso de duelo, mientras aprende a hablar con su nieta adolescente. Un guion que no encuentra el equilibrio entre temáticas muy complejas, en las que no consigue profundizar, como la adicción a los opioides en la sociedad estadounidense actual.
Pugh no defrauda, como ya nos tiene acostumbrados, con una actuación convincente en la caída en desgracia de la protagonista y en los momentos más álgidos del drama. Una interpretación con fuerza, pero que no encuentra mucho margen ante el caos imperante y va perdiendo credibilidad. En el otro extremo se encuentra Freeman, que con las tablas que otorga el tiempo se muestra mucho más comedido, pero no se termina de lucir en la parte emotiva. Con todo, estos dos actores que deberían brillar juntos no consiguen tener química. Cabe decir, que a pesar de ello, las actuaciones de sus dos protagonistas son probablemente de lo mejor de la película.
Hace prácticamente veinte años del debut en la dirección de Zach Braff con Algo en común (2004) que logró erigirse como una de las joyas indies del momento. Hay algunas conexiones evidentes entre ambos títulos, como el paso a la madurez, la pérdida o la crisis existencial. Si el primero sorprendía con su ritmo visual y la singularidad de sus personajes, aquí carece de originalidad y prefiere dar lecciones de vida sensibleras.
Este melodrama nos presenta una serie de personajes teñidos de imperfecciones, todos ellos han cometido grandes errores en sus vidas, lo cual nos lleva a preguntarnos quien es en realidad la buena persona del título. En su camino hacia la redención, todos tienen la perseverancia para buscar el cambio, para pedir el perdón ajeno y encontrar el propio. El director ahonda en el dolor, la pérdida o el sentimiento de culpa y nos propone una nota optimista sobre cómo volver a levantarse después de la tragedia. La película consigue conmover a ratos gracias al buen hacer de sus actores, a pesar de querer vendernos lecciones moralistas.