A principios del siglo pasado, el director D.W. Griffith filma A Corner in Wheat (1909), un cortometraje que acentúa el poder que ejerce la clase dirigente y las consecuencias de su ambición. Esta influencia sobre los trabajadores es representada mediante dos planos, situados al inicio y al final: en el primero, un grupo de agricultores siembra el campo y ara la tierra con un soporte del que tiran dos caballos; el segundo plano está dispuesto de la misma manera, pero tan solo queda uno de los campesinos, que mira al horizonte frente a un devenir incierto. Esta es una rima visual simple y sumamente efectiva, que expone la vulnerabilidad social de quienes viven de la tierra en soledad. Es de aquella misma tierra, pero en la China rural de tiempo presente, que sobrevive la pareja protagonista de El regreso de las golondrinas (2022. Li Ruijun); obligados a contraer matrimonio por sus respectivas familias y a convivir con la misma incertidumbre que les depara.
El cineasta Li Ruijun pertenece a aquellos herederos de la sexta generación del cine chino, que inevitablemente rezuman un calado emergente debido a la escasa exportación de su obra. Por ende, situarla en perspectiva a una determinada fijación autoral es un ejercicio aventurado. Tal vez sería pertinente destacar a coalición algunos coetáneos como Diao Yi’nan, Bi Gan o Johnny Ma, nombres que resuenan con más fuerza y culturalmente puedan tender puentes. Sin embargo, solo hace falta comprobar la secuencia de apertura para identificar ciertos riesgos que la distinguen: por un lado, el primer personaje en aparecer es un burro, un animal de carácter simbólico que acompañará a los protagonistas durante todo el metraje, situado (mayormente) en un segundo término de la acción. Al burro lo sigue el primer encuentro de los futuros casados, que Ruijun encuadra juntos alrededor de una mesa. En un momento dado, él sale a buscar al burro y más tarde, debido a sus incontinencias de orina, ella va detrás. Allí se miran el uno al otro por primera vez, a través del marco de una puerta. Para el espectador —consciente del destino que deben enfrentar—, aquella mirada es vista mediante un espejo que lo refleja a él, posicionado una distancia prudente con la relación que aborda.
El lenguaje empleado prueba de respetar esa intimidad que mantienen. El matrimonio apenas conversa entre sí y tampoco se dirige la mirada, pero hay algo que irremediablemente les une y eso se traduce a través de la configuración y el trabajo actoral dentro del cuadro. Al poco rato introduce otro de los temas que trata, aquel conflicto antes mencionado que supedita lo rural frente a lo urbano. Los propietarios disruptivos —que aparecen en coches como si se tratasen de ovnis— son expuestos de traje, contrastando el cromo y el blanco con la aridez y las propiedades de la tierra. Esta diferenciación enmarca una constante amenaza, que hará temblar los cimientos de los dos protagonistas. Es por eso que aquello que les mantiene unidos
es su disposición a lo que la tierra ofrece, dando paso a una constante y sutil reflexión que elabora un discurso poético sobre el origen y la auténtica propiedad de las cosas.
La belleza de la película ganadora de la Espiga de Oro de la Seminci —galardón que le va como anillo al dedo—, se asienta en la bondad que une a sus personajes principales y su pequeño mundo; haciendo del campo que cultivan y la casa que construyen su propia visión del mismo.