La nueva película del director asturiano Diego Llorente, que tendrá un acertado estreno en salas en septiembre, nos lleva de vacaciones a Gijón, donde acompañamos a Marta en una lucha interna que estalla al reencontrarse con un amor de juventud. Se trata de un relato minimalista e íntimo que a su vez plantea conflictos universales, como la precariedad laboral, el hastío al que te aboca la monotonía o la incapacidad de tomar decisiones que puedan cambiar tu rumbo vital.
Marta vive en Madrid, donde está acabando el doctorado y es profesora adjunta en la universidad, “trabajo” que tiene que compaginar con dar clases de natación para poder, no con poco esfuerzo, llegar a fin de mes. Se está quedando sin tiempo para acabar la tesis y tiene pendiente una decisión importante: ¿se irá a vivir definitivamente con Leo, su pareja, tras las vacaciones? La llegada a Gijón supone un paréntesis necesario en su ajetreada existencia que le servirá para desconectar y plantearse seriamente qué es lo que quiere hacer con su vida. Volver al pueblo durante el verano siempre tiende a idealizarse: vivir sin exigencias horarias ni responsabilidades, donde no hay más preocupaciones que echarse la siesta o no llegar muy tarde a las sidras con tus amigos es maravilloso, pero todo el mundo sabe que esto ocurre porque, realmente, no quieres renunciar a lo que significaría vivir lejos de la urbe.
Cuando reaparece Pablo, con quien vuelve a conectar después de haber compartido una historia en el pasado, se evidencia el contraste entre la vida de ambos: ella decidió marcharse para labrarse un futuro, mientras él todavía vive en casa de sus padres y conserva el mismo trabajo de siempre. Este idilio se manifiesta especialmente en el ámbito sexual: de día comparten tímidas miradas cuando coinciden en espacios públicos, mientras de noche sus cuerpos, aturdidos por el deseo, se buscan entre sudor y jadeos. La ausencia de remordimiento por la infidelidad podría sostenerse en la creencia de que “lo que ocurre en el pueblo, se queda en el pueblo”, mantra que Marta parece abrazar desde el precipitado inicio del tórrido romance. En medio de este sueño vacacional, donde todo es disfrute y el tiempo parece haberse detenido, Leo aparece sorprendiendo a su pareja, cuya desbordante joie de vivre se ve truncada por el acecho de su vida en Madrid: el aburrimiento de hacer siempre lo mismo y el peso de las responsabilidades de la vida adulta. Desde ese momento la actitud de la protagonista cambia y el mal humor y la incomodidad se apoderarán de ella y sus facciones. ¿Será capaz de explicarle la verdad a Leo?
En una escena en la playa, Marta le da un golpe con la mano a su móvil, situado entre sus piernas, sobre las rocas. En ese momento ella hace un comentario improvisado que Leo responde con un breve inciso. Es ahí donde culmina la naturalidad de una cinta empeñada en remarcar lo cotidiano: todo lo que vivimos junto a la joven son escenas de lo más habituales, momentos que cualquiera que vuelve al pueblo durante las vacaciones ha vivido alguna vez. De ahí la transparencia del título, que sirve como reclamo certero de lo que el espectador está por ver, ni más ni menos que eso: unas notas sobre un verano. Un verano que es único porque pertenece a Marta, pero que a su vez podría ser de todo el mundo, porque como decíamos, se universaliza la cuestión personal abocándonos a empatizar con la protagonista, en más o menos medida. Las escenas, en general, son cortas, dando como resultado un montaje dinámico de pequeños momentos que se van sucediendo a medida que pasan los escasos 83 minutos que dura el metraje. La energía de una cámara cercana a los personajes colabora en subrayar ese naturalismo cotidiano, esa intromisión íntima, muy en la línea de la filmografía de directores patrios como Jonás Trueba, o incluso recordando a algunas cintas veraniegas de Rohmer.
La película, que pudo verse en la última edición del Festival de Cine de Autor de Barcelona y que forma parte de la programación del Atlántida Film Fest, nace y muere en el mismo lugar, apostando por una narrativa circular que aporta esa sensación de efimeridad tan típica del verano. Porque lo bueno, si breve, dos veces bueno.