El fuego de los dioses
A estas alturas, a nadie sorprende la expectación que envuelve cada nueva película de Christopher Nolan. No sin merecimiento, se ha ganado el apelativo de defensor de un cine-espectáculo que visita lugares ya conocidos en formas tan renovadas como mayestáticas. Un formalista, sí. Un cineasta de superproducciones que conecta con sensaciones de un Hollywood pretérito. Un defensor del fenómeno cinematográfico en su acepción clásica, con la capacidad de congregar al gran público con cada nueva hazaña. Porque eso son las películas de Nolan: hazañas, cada vez más desmesuradas, a las que les importa más (mucho más) sostener el aura del cine en salas que las reincidentes críticas a su pretenciosidad.
Oppenheimer inaugura sus intensísimas tres horas de metraje rememorando la condena de Prometeo tras robarle el fuego a los dioses, una sentencia inscrita en un flamígero plano que ya nos adelanta la pertinaz presencia del fuego en su película. En una era de vulgarización del blockbuster, no es descabellado identificar a Nolan como un Prometeo empecinado en robar el fuego a los dioses, si entendemos ese fuego como la materialidad misma que el cine como espectáculo se ha obstinado en perder. Si Dunkerque (Dunkirk, 2017) ya constituía una diáfana defensa de esa corporeidad, su nueva película la lleva todavía más lejos al hacer de su cima visual un momento estrictamente físico: la célebre detonación de la bomba Trinity en el desierto de Los Álamos es, efectivamente, una explosión literal que desecha el uso de CGI. Es, también, un gesto de honestidad: al entregarla sin efectos visuales, Nolan afianza sus imágenes en un mundo de antaño, robusteciendo el instante que cambió el mundo, alejándolo de la permeabilidad digital.
Aunque quizá el mayor desafío para el director británico no se halle en la colosal deflagración, sino en la misma ideación del proyecto: obligarse a abandonar la set piece que ha consagrado buena parte de su carrera a depurar ‒ya sea a través de la ciencia-ficción o la acción‒ y los grandes temas que a menudo la movilizaban ‒el tiempo, la mecánica cuántica‒ para aventurarse en una obra que descansa pesadamente en lo contextual, sin altas ingenierías que la escuden. Lo que encontramos aquí es una plétora de personajes que hablan (y hablan mucho) en despachos y laboratorios, espacios anónimos en los que lentamente se urde la Historia entre conversaciones sobre fisión nuclear y estrategia militar. Hay un esforzado didactismo que busca no dejar a ningún espectador detrás, en la línea de Jonathan Fetter-Vorm y su novela gráfica Trinity: historia gráfica del Proyecto Manhattan. Hay genios con relieve ‒la franqueza del Albert Einstein de Tom Conti, el tosco pero sensible Edward Teller de Benny Safdie‒, mujeres en la sombra ‒la carnalidad de Florence Pugh, el estoicismo de Emily Blunt‒, fríos hombres del gobierno ‒unos gélidos Dane Deehan y Casey Affleck‒, militares ardientes ‒un enorme Matt Damon‒ y políticos sin escrúpulos ‒un Robert Downey Jr. de perfidia milimétrica‒. Y en todos ellos Nolan vuelca dosis ingentes de sinceridad y precisión, ramificadas en múltiples líneas temporales que saltan entre pasado, presente y futuro vía un montaje de Jennifer Lame que en ocasiones parece beber, en su vertiginoso virtuosismo, del de Joe Hutshing y Pietro Scalla en JFK: Caso abierto (JFK, Oliver Stone, 1991). Una Babel visual, en definitiva, cuya heterogeneidad es bellísimamente matizada por la fotografía de Hoyte Van Hoytema, que tanto brilla en el blanco y negro de la audiencia de Lewis Strauss (Downey Jr.) como en las ráfagas pesadillescas en las que su protagonista se imagina a sí mismo en el Apocalipsis nuclear.
Oppenheimer, en su fragmentación salvaje, aspira a ser una crónica total no sólo del Proyecto Manhattan, sino del cambio de paradigma que este comportó para la humanidad. En ese sentido, estamos ante una película que aspira a ser al mismo tiempo un biopic, una clase magistral de física, un thriller de Guerra Fría antes de la Guerra Fría, uno judicial con el mccarthismo de fondo e incluso un drama conyugal con altas dosis de erotismo. Es la manera en la que Nolan se enfrenta a la Historia: desde la exhaustividad y la obsesión de atender a sus inagotables meandros, consciente de que sólo en la conciliación de los grandes titulares y los pequeños gestos puede forzar su lectura más honesta. No menos valiente es su retrato de J. Robert Oppenheimer (Cillian Murphy), que lejos de ofrecerse concluyente propone a un héroe esquivo y complejo, difícil de aprehender y al que con frecuencia hunde en una abstracción visual ligada a su titubeante ética nuclear. Su ambigüedad, sin embargo, no debe distraernos de la cuestión principal a la que apela su construcción: las aristas sociales del progreso científico y su uso al servicio de la guerra encuentran su impecable síntesis en una escena, tres personajes y dos puntos de vista. Allí, junto a un estanque, la triangulación entre Einstein, Oppenheimer y Strauss encierra el más bello (y sucinto) elogio del cineasta a una ciencia vigilada y domeñada por el poder político.