Ejercicios de estilo
Resulta difícil no ver en Christopher Nolan las virtudes de un formalista, no tanto porque supedite las historias que cuenta a un molde visual cada vez más ambicioso, sino por su habilidad para convertir esa forma puramente sensorial en lo que narra. Tanto es así que su transición al blockbuster debería entenderse como ejemplo de un cineasta fascinado por la exploración formal de los géneros, ya sea a partir de una adaptación literaria, el cómic, un episodio bélico o el thriller. Aunque, bien pensado, sería mejor decir que Nolan fuerza los géneros; los retuerce a base de jugar con el high concept —en Tenet u Origen— o de preguntarse hasta qué punto puede el cine comercial retomar argumentos más o menos trascendentales —con Interstellar como evocación pop de aquella ciencia-ficción empeñada en manejar conceptos filosóficos para las masas—. La cuestión es que en su obra uno encuentra momentos ultraestilizados como el atraco al banco con el que abre El caballero oscuro con otros tan cinematográficamente desaforados como el clímax de Tenet, lo que siempre lleva a pensar en Nolan como la clase de cineasta hábil para leer una serie de referencias —la sublimación del thriller urbano según Michael Mann, por ejemplo— a la vez que lleva las suyas propias unos cuantos pasos más allá —con The Prestige. El truco final como clausura de esa primera etapa que arranca con Memento—.
Puede que Dunkerque sea, de entre toda su obra, la película más sencilla. Más directa. Más franca, también. Acostumbrados a esos juegos de ensamblajes de piezas, que tan pronto son parte dramática —la memoria a recomponer de Leonard en Memento— como aderezo visual —la construcción onírica de Origen—, en este filme encontramos prácticamente todo lo contrario: desde el mismo inicio conviven tres planos complementarios, cronológicamente distanciados, que acaban convergiendo como partes de una misma historia. Tiempo, montaje, ritmo, la presencia de ese reloj marcando cada escena desde la banda sonora… ¿Cómo explicar que estamos ante lo más cercano a lo que Nolan puede entender como cine de acción? Por mucho que predominen los colores atenuados, ese pulso gélido con el que se describe la tragedia bélica y la lucha por la supervivencia, lo cerebral de la planificación del director frente a lo visceral de una derrota por tierra, mar y aire. Y, sin embargo, la película nos sitúa en cada lugar, en cada puesto, con ese sentido trepidante de su narración en imágenes que nos transporta de la cabina de un avión de combate al espigón de la playa o el mar en el que no dejan de hundirse los barcos británicos.
En todo momento, Nolan explicita hasta qué punto es un cineasta del control —véase, por ejemplo, cada vez que el piloto interpretado por Tom Hardy calcula cuánto tiempo y combustible le queda antes de llevar a cabo un aterrizaje forzoso—; un demiurgo, podría decirse, porque no deja de mostrarnos cómo hace, monta y ensambla las piezas de su película, sin por ello renunciar al espectáculo propio de un blockbuster cada vez más olvidado: la tensión, el ritmo variable, la construcción visual de las escenas y el sentido que les proporciona a través del montaje. Cómo juega con los elementos dramáticos más obvios —la cadena de sacrificios a los que han de hacer frente algunos de sus personajes, desde el soldado francés al patrón del barco que perdió a su hijo durante las primeras semanas de la Guerra— a la par que construye algunas imágenes de una perfección terrible.
¿Se trata de un ejercicio de estilo? Si pensamos en la crisis que atenaza a un cine comercial perjudicado por la atonía de sus principales cineastas —ya sea a través de Marvel, trituradora visual capaz de domesticar a nombres propios como Sam Raimi— o la intrascendencia actual de algunos de sus francotiradores —por ejemplo, el Zack Snyder de Army of the Dead—, hay algo en la forma visual de Nolan que siempre despierta atención. No diría un cuidado por la set piece, puesto que aún hoy es un director con dificultades para la narración en imágenes, pero sí mucha inteligencia a la hora de presentarla al espectador. De convertir cualquier escena en un acontecimiento, una cápsula o una película en sí misma —Tenet, en este sentido, podría ser el epítome de una película hecha a partir de unas cuantas escenas que funcionan más por su potencia que por su capacidad narrativa—. Por eso digo que Dunkerque tiene algo de experimental, de obra cerebral en la que su realizador lleva al límite su idea de espectáculo, de acción, de drama y de pulso por lo sensorial. Con apenas diálogos. Con un buen puñado de personajes que, casi, nos invitan a seguir la acción con sus gestos —ese Kenneth Brannagh permanentemente retratado en el espigón de la playa, observando prácticamente como espectador la escala de lo que Nolan concibe como blockbuster—.
La filigrana visual conectada con los ecos de un cine de entretenimiento caído en el olvido, repleto de extras, explosiones, agua inundando cabinas y hundiendo barcos y ráfagas de ametralladora que perforan el sistema de sonido de la sala. La imagen, casi estática, como lienzo en el que Nolan practica lo mejor de su estética —esa sobreabundancia de planos protagonizados por la espuma de las olas, los cascos perdidos de los soldados en plena evacuación, el horizonte tranquilo de la costa permanente asaltado por los aviones enemigos—. La grandilocuencia de sus gestos creativos absorbida por esa rara modestia con la que, en fin, nos cuenta un episodio de guerra, una historia de personajes derrotados y de supervivencia. La energía con la que la pone en escena.
En el cine de Nolan tienen una importancia fundamental editores como Lee Smith o directores de fotografía como Wally Pfister y Hoyte van Hoytema. El primero, tal vez, por ser quién más énfasis ha puesto en leer y traducir las escenas del director de Insomnio. Por forjar lo más parecido a las señas de identidad de otro blockbuster. Pfister y Hoytema, porque representan esos dos momentos en la trayectoria de Nolan, de ese primer cineasta de estética fría a este último demiurgo capaz de encontrar entre los colores más apagados ese fuego visual con el que llevar al límite cada una de sus propuestas. Por eso se me hace difícil no pensar en Dunkerque como un bellísimo campo de pruebas para trazar la sensibilidad de un nuevo blockbuster; bisagra entre los ecos de un cine espectáculo prácticamente perdido y este gusto desaforado con el que los creadores actuales retuercen, transforman y se apropian de las imágenes para, de alguna manera, reclamar en ellas la identidad y las credenciales de un estilo propio, da igual si se apellida Snyder o Nolan, Bay o Villeneuve —por cierto, quizá el protagonista de una de las peores transiciones al cine comercial de los últimos años—.
De ahí, en definitiva, esa hermosa contradicción tan propia de Nolan: cuánto hace falta, cuánta potencia, tensión, pulso, imágenes, construcción, etc. es necesaria para recuperar ese encanto perdido. Sorpresa. Novedad. Asombro. En definitiva, todo aquello, a ratos tan sencillo, con lo que empezó el cine: emoción.