Memoryland, de Kim Quy Bui

MemorylandLos últimos destellos de luz del día se cuelan por las ventanas de una habitación donde una mujer reposa inmovil. Son también sus últimos destellos de vida. La imagen se desdobla. La mujer permanece inerte, postrada en la cama. Pero su silueta difuminada se levanta y abandona la habitación: cuerpo y alma se separan para siempre. Así, navegando entre lo realista y lo onírico, comienza Memoryland, la segunda película de la cineasta vietnamita Kim Quy Bui (The Inseminator, 2014).

A lo largo del relato asistimos a las historias de diversos personajes que se cruzan a través de la muerte. A veces fortuita, otras buscada. A veces dramática, otras serena, pero siempre incontenible. La película no trata del más allá, sino precisamente de los que se quedan, de cómo la sociedad se enfrenta a la muerte, desde lo individual a lo colectivo. A través de distintos personajes, la directora explora las diferencias sociales y generacionales que rodean el acto de morir. Desde una joven viuda señalada por no reaccionar como debería (genial Nguyen Thi Thu Trang) a un hombre que se opone a toda costa a aparcar los rituales fúnebres. Desde los trámites burocráticos que hacen de la muerte un negocio —no precisamente barato— hasta las tradiciones que la dotan de sentido.

Memoryland

Y es que Memoryland es en realidad la historia del choque entre dos modelos de vida: el de la tradición, ubicado en el Vietnam rural, y el de la modernidad, con base urbana. Dos modelos incompatibles que la directora enfrenta con violencia. De la armonía formal de los paisajes verdes de prados y montañas, al gris disruptivo de las grúas y los edificios de la ciudad. Hasta los largos planos estáticos que componen prácticamente la totalidad de la película se rompen momentáneamente la primera vez que visitamos la ciudad. Un mundo muere para dar paso a otro nuevo. Tal vez, como el título de la película indica, el modelo tradicional está destinado a vivir tan solo en los recuerdos de algunos.

La narración, más bien austera, avanza a ritmo pausado, dejando espacio para absorber los planos de una belleza exorbitante y sin forzar sentimientos artificiales en el espectador, y los numerosos momentos oníricos rompen con el realismo casi documental del film. Sin embargo, a medida que avanzan los minutos, algunos de los principales focos se van diluyendo y la narración se vuelve algo caótica. La directora renuncia a explorar el choque entre el mundo rural y el urbano en favor de historias más emocionantes y humanas en torno a sus personajes, pero con reflexiones menos interesantes. Con todo ello, el resultado es una película ambiciosa y de una belleza innegable, que, aunque no siempre con toda la profundidad, aborda cuestiones sugestivas en torno a la tradición y la muerte, siguiendo la brillante estela del cine procedente del sudeste asiático de estas últimas décadas.

El viaje de Ernest y Célestine, de Jean-Christophe Roger, Julien Chheng