La esperanza como brújula
Ken Loach se retira. Tras haber amagado con jubilarse durante más de una década, el cineasta británico estrena una cinta, El viejo roble, que lejos de tener el tono crepuscular que suele caracterizar a los últimos trabajos de los artistas, desprende por cada uno de sus poros la necesidad de creer en un futuro luminoso que se aleje de las infinitas sombras que asolan una época, la contemporánea, en la que el mundo ha devenido en una jungla de escombros en la que cada ser humano intenta salvarse a sí mismo, ondeando, para ello, las banderas del egoísmo, el resentimiento y el odio.
La película cuenta la historia de TJ (Dave Turner), un hombre acosado por los cuchillos de la soledad y la desesperación que, ante la imposibilidad de seguir manteniendo abierto su bar —las facturas se acumulan y los clientes son escasos—, siente fuertes pulsiones suicidas. El pueblo en el que vive inició hace ya muchos años un proceso de degradación cuya raíz se encuentra en el cierre de la fábrica que durante décadas asfixió hasta la pobreza a gran parte de sus habitantes. Las oportunidades laborales son un animal en extinción que se arrastra entre unos edificios envejecidos y devaluados dentro de los cuales crecen con fuerza bestias como el racismo, la xenofobia y la envidia. Así, el día que unos inmigrantes sirios que huyen de la guerra lleguen al pueblo, TJ tendrá que elegir entre seguir sus pulsiones humanistas y ayudarles en su proceso de adaptación o, como hacen sus amigos ebrios de rencor, convertir sus vidas en un infierno.
La idea de Loach es, como viene siendo habitual en su cine, convertir la cámara en un ente invisible que no interactúe prácticamente con la acción que está sucediendo, sino que la capture con el máximo nivel de veracidad que pueda alcanzar, para que sea la propia realidad la que se ponga en entredicho a sí misma dejando a la vista del espectador todas y cada una de las injusticias que se producen en una sociedad en la que el silencio y la desidia legitiman los incontables abusos que comete el poder. Como ya hizo Mungiu hace un año en RMN, Loach muestra cómo la precariedad abona el terreno para que puedan germinar en él tanto el racismo como la xenofobia, para que las personas que están pasando por una situación muy difícil paguen su frustración con los que están aún peor que ellas, para que la tolerancia se convierta en una palabra muda que todos pronuncian, pero que nadie aplica. El director acierta así a componer una obra en la que el capitalismo queda retratado como el sistema inhumano que es.
La película, pese a la dureza de sus imágenes, no resulta en ningún momento desoladora o pesimista, como sí sucedía con, por ejemplo, Yo, Daniel Blake; porque en su tramo final se viste con el colorido traje de la fábula para arrojar destellos de luz sobre la mirada de un espectador que no puede sino emocionarse ante el emotivo, visceral y esperanzador derroche de humanismo del que hace gala el director. Loach busca en todo momento apelar a esas personas que tienen una actitud pasiva ante los crímenes que se producen en un sistema estructuralmente viciado: las invita a pasar a la acción, a poner su granito de arena en la construcción de un futuro más justo, a volverse intolerante frente a las injusticias. El viejo roble se coloca en medio de la oscuridad que asola un tiempo esencialmente triste para iluminarlo; para señalar el camino a seguir; para ofrecer una chispa de ilusión a una sociedad que tiene motivos de sobra para ser pesimista; para cerrar la filmografía de un director que se ha plantado delante del poder para señalarlo, que ha arropado a los más débiles y les ha devuelto una voz que les habían arrebatado.