La imagen permanente, de Laura Ferrés

La imagen permanenteLa ópera prima de Laura Ferrés triunfó en la edición de este año de la Seminci, siendo galardonada con la Espiga de Oro, en lo que supuso un sorpasso festivalero sobre otro tipo de cine más narrativo y naturalista, más encorsetado necesariamente en su preocupación por querer atrapar la realidad. Sin embargo nuestra sociedad post covid, tan hiperestimulada y neurótica, la sociedad del scroll infinito, paradójicamente cada vez más desconectada sí misma, se antoja por momentos más cercana a la fantasía de alguien que observa a través de una pantalla que no a la propia realidad. Tal vez esa sensación de realidad desdibujada y vehiculada a través de imágenes demandara en este momento su propia representación cinematográfica. En ese sentido La imagen permanente destaca por desmarcarse y experimentar con las posibilidades que el formato le permite a la hora de contarnos una historia de relaciones humanas que cualquiera puede entender, pero escogiendo hacerlo según sus propios términos.

La imagen permanente

Dos realidades separadas en el espacio y en el tiempo, a la vez que íntimamente unidas, nos sitúan primero en la Andalucía de posguerra y posteriormente en la época actual con la ciudad catalana de El Prat de Llobregat como telón de fondo. La historia que conecta ambos momentos discurre libremente a través de una narrativa fragmentada, salpicada de escenas que a veces mantienen una continuidad y a veces son simplemente esbozos o ideas, incluso nuevas tramas que se inician y finalizan abruptamente como clips de internet o sketches. Sin embargo es precisamente esa sensación de desconcierto e impacto lo que hace especial a la película. En este sentido el humor es importante porque sirve para que el espectador encuentre un lugar común al que asirse cuando la historia deriva por estos caminos inconexos. En medio de todo ello, las dos actrices principales y no profesionales, María Luengo y Rosario Ortega, dan vida  a los personajes de Carmen y Antonia, la primera representando a una directora de casting que busca personas “auténticas” para una futura campaña política y la segunda como una vendedora ambulante de perfumes que llama su atención. Pese a habitar mundos distintos ambas mujeres construyen un vínculo sin etiquetas basado en el afecto y el cuidado que las hace fuertes y las libera de la soledad en la que se encuentran. Por otro lado, el hecho de que el personaje de Carmen se dedique profesionalmente a la búsqueda de nuevas caras para una futura campaña electoral sirve para que Ferrés configure un ensayo en torno a la representación visual de las personas, y en especial de los rostros, que abarca diferentes soportes y épocas. De esta manera se muestran rostros a través de un ordenador, fotografías analógicas enmarcadas, recopiladas en un álbum, rostros de gente que no existe generados a través de inteligencia artificial —idea que nos remite a los bancos de imágenes que aparecían en Inmotep (Julián Génisson, 2022)—. Y a un nivel más metarreferencial, grabaciones en vídeo donde diversas personas cuentan anécdotas sobre imágenes que les impactaron. Incluso una estampa de la Vírgen del Carmen remite a esa misma idea de lo visual puesto que a estas representaciones religiosas también se las conoce como “imágenes”.

La imagen permanente

El juego con el sonido acentúa también la sensación de extrañamiento continuo que genera la película, plasmado en escenas que confunden a nuestros sentidos donde lo que vemos y oímos no se complementa. En otros momentos sin embargo funciona para amplificar la propia imagen, como por ejemplo el sonido ensordecedor de olas rompiendo en el mar que Carmen ve a través de la proyección en una sala de cine y que recuerda a las escenas finales de La mujer que escapó (Hong Sang-soo, 2020). La película, basada en un guion escrito por la propia autora junto a la colaboración de Carlos Vermut y Ulises Porra, resulta ambiciosa y original en su aventura de trabajar a diferentes niveles tanto en la forma como en el contenido y de lograrlo sin perder su cohesión interna. Sin embargo la premisa en torno a un pasado del que no se puede escapar y la idea de que hay heridas que el tiempo no cura es tan poderosa en sí misma que quizá quede algo diluida dentro del flujo total de estímulos que propone. No obstante su vocación de cambio, una palabra que en la película tiene trascendencia propia y que remite al eterno retorno nietzscheano, resulta atrevida y valiosa en un momento en el que llevamos demasiado tiempo hablando de cierta tendencia continuista especialmente en relación a los festivales de cine. Por otro lado, el hecho de que potencie la estética del extrarradio barcelonés en todo su maravilloso feísmo es un bonito homenaje hacia esos lugares muchas veces invisibilizados al no tener el brillo de lo nuevo pero que fueron clave en el progreso económico y social de la ciudad.

Entrevista Laura Ferrés. Seminci 2023