Sobre la posibilidad de una literatura cinemática
Como el propio Roald Dahl (Llandaf,1916 – Oxford,1990) cuenta en esa excelente autobiografía condensada que es Racha de suerte (cómo me convertí en escritor) su llegada a las letras se produjo de manera casual. Tras ser mandado a un internado de la costa sudoeste de Inglaterra donde vivió la típica infancia terrorífica por cortesía de la estricta (y vejatoria) educación religiosa británica nuestro autor, además de sentir una temprana pulsión lectora que le ayudaba a evadirse de los horrores derivados de los continuos malos tratos recibidos, sacó en claro que quería escapar de todo aquello y atesorar nuevas vivencias. De esta manera, la necesidad de aventura le llevó a vivir la experiencia colonial trabajando para la Shell Oil Company en Tanganica (actual Tanzania) y cuando estalló la Segunda Guerra Mundial se alistó en la RAF convirtiéndose en piloto y participando en un sinfín de batallas durante el conflicto. Repasando estos datos biográficos resulta evidente que en sus años de juventud Dahl era ante todo un hombre de acción y, según él mismo confiesa, pese a ser un lector voraz, en ningún momento pasó por su cabeza dedicarse a escribir. Un día estando en Washington, donde había sido destinado como agregado aéreo adjunto tras la entrada de EE.UU. en la guerra, el escritor C.S. Forester se presentó en su despacho de la embajada británica con la intención de que aquel joven veterano de guerra le narrara cómo su viejo biplano Gloster Gladiator había sido derribado en el interior del desierto de Libia con la intención de convertir su historia en un relato. Dahl comenzó a contarle su historia al escritor, pero, al parecer, la conversación no fluía de manera natural. Percibiendo que la charla estaba destinada al fracaso debido a las interferencias comunicativas entre ambos hombres, Forester pidió a Dahl que transcribiera sus recuerdos sobre los acontecimientos y se lo mandase para posteriormente dotarlo de un estilo literario y publicarlo. Dahl se puso manos a la obra y escribió el texto sin ninguna intencionalidad literaria, pero con sorprendente facilidad. Al recibir el manuscrito, Forester quedó tan impactado por lo extraordinario de la narración que recomendó su publicación a The Saturday Evening Post, la revista no solo aceptó aquel relato, sino que comenzó a demandar más historias a su autor. Y así fue como, sin pretenderlo, Roald Dahl se convirtió en el gran escritor que todos conocemos y muchos de nosotros, entre los que se encuentra el cineasta Wes Anderson, veneramos.
La prosa de Roald Dahl es directa, mordaz, valiente y divertida. Su literatura traspira una espontaneidad casi insultante derivada del talento innato del autor para la narrativa que hace que su manera de escribir resulte ofensivamente sencilla para todo aquel que tenga la mala idea de ponerse a analizar su estilo. Dahl tiene una capacidad alucinante para sumergir al lector en su universo en apenas un par de líneas mediante un realismo costumbrista donde lo fantástico penetra con una naturalidad tan pasmosa en el relato que resulta imperceptible cuando lo estamos leyendo. Esta increíble habilidad para integrar ambos mundos manteniendo en todo momento un equilibrio perfecto entre lo mágico y lo real es consecuencia de una precisión casi quirúrgica en el uso del lenguaje y la utilización de los distintos elementos narrativos que incorpora con invisibilidad de prestidigitador en sus relatos. Roald Dahl es un autor fácil y complejo a la vez: es fácil porque se disfruta leyéndolo y porque sus historias son impactantes, van directas al grano y tienen un trasfondo moral (que no moralizante) capaz de conectar con todo tipo de lectores (incluyendo a los más pequeños); asimismo, sus historias son complejas porque sus personajes (independientemente de que sean niños o adultos) escapan del maniqueísmo y tienen las virtudes, pero sobre todo los vicios, que nos hacen personas, y es por esta razón que trascienden el mero divertimento para convertirse en relatos éticos que perduran en nuestra consciencia. De esta manera, la literatura de Dahl (ya esté destinada a un público adulto o juvenil) expone con una mordacidad aterradora cómo la estupidez, la crueldad, la envidia, el egoísmo, la vanidad, la hipocresía, la falta de empatía, la avaricia y otros defectos inherentes al ser humano son constantes en nuestras vidas que hemos de esforzarnos en combatir.
Wes Anderson es devoto admirador y profundo conocedor de la obra del escritor británico y, como tal, es muy consciente de que la genialidad de la obra de Dahl no radica tanto en su desbordante talento para imaginar historias extraordinarias (que también) como, sobre todo, en la precisión milimétrica con la que se maneja el lenguaje para exponer estas ideas. Anderson considera, de manera muy acertada, que una parte importantísima de la experiencia que el lector tiene al acercarse a los cuentos de Dahl radica precisamente en cómo están contados. Por esta razón, en las cuatro adaptaciones de sus relatos que el texano ha realizado para Netflix ha tomado la arriesgada decisión de resaltar la prosa de Dahl sobre las imágenes creadas para ilustrarla, destacando así la presencia de un estilo narrativo que se exhibe de manera literal y resulta determinante para articular los diferentes relatos y captar la atención inmediata del espectador. De esta forma, el director de Life Aquatic (The Life Aquatic with Steve Zissou, 2004) infringe con valentía y humildad las normas de la adaptación cinematográfica canónica para pervertir voluntariamente sus versiones cinemáticas con recursos de otras artes como el teatro y, sobre todo, la literatura del propio Roald Dahl que se presenta como la auténtica protagonista de estas cuatro piezas exquisitas concebidas por Anderson.
Sin duda, la más ambiciosa, tanto por duración como por complejidad narrativa, de este cuarteto de películas creadas por Anderson para Netflix es La maravillosa historia de Henry Sugar (The Wonderful Story of Henry Sugar, 2023). Presentada a bombo y platillo en la pasada edición del Festival de Venecia, donde el cineasta recibió un premio honorífico, se trata de un mediometraje de apenas cuarenta minutos donde Anderson vierte todo la pasión que profesa hacia la obra del autor de Charlie y la fábrica de chocolate (Charlie and the Chocolate Factory, 1964) y El superzorro (Fantastic Mr. Fox, 1970), a la sazón adaptada por el texano en 2009 en una excelente cinta de animación stop-motion que se ha convertido en todo un clásico por derecho propio, haciendo gala, además, de una capacidad de síntesis digna del mismísimo Dahl. Como muestra del intenso respeto que el director de Asteroid City (2023) siente por el escritor británico, así como para poner de relevancia y señalar la importancia de quien es el auténtico creador del relato que va a recrear, dedica el primer minuto de la película a presentar el espacio de trabajo del escritor y es, precisamente, el mismísimo Roald Dahl (Ralph Fiennes) el que rompiendo la cuarta pared e interpelando directamente al espectador empieza a contarnos la historia de Henry Sugar tal y como él mismo la escribió para a continuación ceder el testigo de la narración a los diversos personajes que continuarán desgranando el cuento con pulsión verborreica. La maravillosa historia de Henry Sugar es un delicioso relato acerca del proceso de redención de un millonario superficial y egoísta que termina por convertirse en un filántropo tras emprender un largo aprendizaje de meditación que le llevará a experimentar una catarsis espiritual. Sin embargo, como comentábamos anteriormente, el talento de narrar (algo que comparten Wes Anderson y Roald Dahl) consiste en guiarnos a través de esa historia hechizándonos mediante el arte del lenguaje (sea este cinematográfico o literario) para hacernos olvidar la narración y zambullirnos en el cuento. La maravillosa historia de Henry Sugar viene a ser una suerte de matrioska que contiene varias historias que se van sucediendo para introducir al espectador en un fantástico viaje metanarrativo que, sin embargo, se aleja de la pirueta posmoderna para abrazar el clasicismo y la claridad expositiva característica de Roald Dahl. Resulta fascinante como Wes Anderson resalta el artificio de su propio proceso narrativo, reutilizando a los mismos actores para distintos papeles, destacando la presencia de los operarios que manejan la tramoya ante una cámara que parece permanecer estática (aunque se realizan sutiles travellings y panorámicas a lo largo de todo el metraje están integrados de manera tan fluida en la narración que son apenas perceptibles), rechazando cualquier modificación digital e incluso limitando el uso de efectos ópticos para recurrir al trampantojo evidente, o mostrando el cambio de decorados y cómo los actores se metamorfosean ante la cámara poniéndose pelucas y bigotes mientras continúan narrando la historia palabra por palabra sin saltarse ni una coma para mostrar su condición de simple artífice de una representación (o reinterpretación) de una obra, el relato original de Dahl, que es la que merece ser destacada. Wes Anderson demuestra con esta brillante adaptación que es posible crear una literatura cinemática consiguiendo manufacturar desde la gallardía y la reverencia un bellísimo artefacto audiovisual que es lo más cercano a la experiencia de disfrutar de la lectura de un cuento de Roald Dahl.