Quizás la mayor constante que recorría esta edición de la SEMINCI se encontraba en la colección de personajes que ha desfilado por sus pantallas tendiendo a la negación, ocultación, alienación, cuando no directamente a la fantasmalidad, resultado de unas sociedades modernas y sistemas económicos que pasan por encima suyo. Visiones decididamente pesimistas de nuestra realidad contemporánea.
El cine de Kleber Mendonça Filho está regado de fantasmas, los espectros resultantes de la herencia colonial y las transformaciones urbanas que en cierta medida explican el devenir social de la población brasileña, lo cual es bien visible en sus dos largos de ficción ambientados en su Recife natal, Sonidos de barrio y Aquarius. Ya en clave documental, estos Retratos fantasma reinciden en sus obsesiones temáticas y juegan con su propia producción fílmica para construir un espacio de memoria sentimental y también social que explica muchos de los resortes de su cine de ficción, sin por ello dejar de tener su propia e independiente entidad individual. Siempre con Recife como destacado protagonista, el metraje se centra particularmente en su casa familiar, con la figura de su madre como motor fundacional, ejemplar y emotivo, y los antiguos cines como refugio sentimental y símbolo de un esplendor urbano perdido y mutado. Su manejo del montaje genera un permanente diálogo entre presente y pasado que alcanza el paroxismo en su gozoso recorrido por las estancias de su propia casa, tan presente en las imágenes de Sonidos de barrio como de su trabajo amateur previo. El film sirve así tanto de evocadora carta de amor como de constatación de una constante vorágine de cambio casi siempre servida por los intereses del gran capital que invisibiliza al ser humano para dejarlo convertido en un fantasma.
A los personajes de The Shadowless Tower, cinta china dirigida por Zhang Lu, les pasa lo mismo que a la torre a la que alude su título, que creen que no producen sombra. Son criaturas con un fuerte sentimiento de orfandad, con tendencia a la alienación y la soledad, cuyas necesidades de afecto se esconden bajo el manto de la formalidad, hasta que se ven obligados a reclamar ese afecto explícitamente. Su protagonista es un hombre que es más fácil definir en términos de negación: ya no es marido tras haberse divorciado, ha renunciado en alguna medida a la paternidad dejando a su hija al cuidado de su hermana y su cuñado, y tampoco puede ejercer de hijo tras la reciente muerte de su madre y la separación de su padre de la familia años atrás cuando fue acusado de acoso sexual. La conexión que establece con la joven fotógrafa con quien trabaja como crítico culinario, no por casualidad huérfana, y la reconexión que ensaya con su padre vienen a ser intentos de no desaparecer, de no convertirse en un fantasma social (esa cualidad fantasmal estaba todavía más claramente sugerida en su antepenúltima película Fukuoka). Es un film que da cabida al sentido del humor sin dejar de acarrear un notable peso dramático, melancólico, y cuya puesta en escena busca la sencillez, dejando respirar y evolucionar a los personajes. No hay veleidades esteticistas en sus imágenes, pero destaca el puntual recurso al paneo visual de ida y vuelta que propone fugas fantásticas o mentales que hacen así más etéreas a las figuras que recogen sus encuadres.
El director británico Andrew Haigh no se anda con rodeos y recurre a directamente a fantasmas en All of Us Strangers para hacer desfilar los traumas de sus criaturas. Y es que, si bien la situación ha cambiado mucho respecto a la homosexualidad en las últimas décadas, como se verbaliza en este film, hay cuestiones que se mantienen lacerantes y soterradas, heridas que nunca cicatrizan, alienadoras hasta convertir en espectros sociales a quienes peor lo encajan. Su protagonista, guionista de profesión, vive en un no-lugar, un edificio de apartamentos impersonal y casi vacío, salvo por un vecino que es gay como él. Ya desde su primer encuentro la planificación visual incluye cristales, espejos y reflejos, pero la dimensión fantasmal estalla en las repetidas visitas de este hombre a sus padres fallecidos en un accidente cuando él era niño. Es en esa fantasía tan natural y humana, el intento de reconciliación con un pasado traumático, la fabulación con unos seres perdidos que necesitamos tener de nuestro lado a nivel emocional, donde la película alcanza sus mayores cotas, donde la sensibilidad de Haigh se ve más recompensada. El film acaba replegándose sobre sí mismo y abraza definitivamente el artificio, en una obra que ya se gasta una estética de simulacro, mediante una fuga de desaforada intensidad romántica que apenas puede esconder el pesimismo que destila su historia. Por cierto, podríamos argumentar que Paul Mescal repite su personaje de la celebrada Aftersun.
La moda del neorruralismo que recorre nuestra cinematografía es bastante propicia para convocar figuras y espacios espectrales propios de universos crepusculares. En el caso de Negu Hurbilak, film realizado a ocho manos por el colectivo Negu (esto es, Ekain Albite, Nicolau Mallofré, Xalba Ramírez y Adrià Roca) y que utiliza el pasado terrorista como elemento de rima. Su protagonista es una joven de ETA que se oculta en las montañas navarras, en la casa de un pastor, justo cuando la banda armada anuncia el cese de sus actividades. Es así un personaje en tierra de nadie, que proviene de una organización y un mundo llamados a desaparecer, y que ha terminado en el limbo de otro mundo en trance de disolución. La puesta en escena se da un aire a lo Bi Gan en su primera parte, la comprendida entre la inicial llegada de la chica al pueblo y su posterior marcha, con lentos travellings que eventualmente siguen a los personajes. Luego la imagen se estatiza muy apropiadamente cuando ella se queda atrapada en la montaña, donde la cámara se enseñorea con brumosos paisajes en la niebla e interiores cuidadosamente encuadrados en penumbra. Es así otra película de fantasmas, como sugiere por ejemplo el montaje de planos vacíos de la casa de montaña en un momento determinado del metraje. Y todo ello filmado en unos pertinentes 16mm que abundan en la idea de un espacio suspendido en el tiempo. Un último segmento documental rompe felizmente el excesivo formalismo de la película, su laconismo y morosidad, y nos devuelve deformada, a través de un carnaval típico de la zona, la imagen de un mundo tradicional y brutal perdido que se ha quedado en mera manifestación folklórica.
Gran aficionada al soporte fotoquímico es Alice Rohrwacher, que lo lleva trabajando desde su opera prima Corpo Celeste. Y es que se trata de una realizadora extraordinariamente cuidadosa con la luz y la imagen, el acogedor receptáculo de sus fábulas, de unos personajes y situaciones cuya inspiración parece producto de una tensión entre la realidad y las idealizaciones y fotogramas preexistentes. El protagonista de su último film, La quimera, es un inglés con unas dotes inusitadas para detectar tesoros escondidos en el subsuelo, habilidad que ejerce (en algún momento de los años ochenta) en compañía de una banda de asaltatumbas que hacen contrabando de reliquias etruscas. Pero el tesoro que verdaderamente anhela viene a ser otro fantasma, la figura de su enamorada, ausente y perdida, personaje propicio para que de nuevo Rohrwacher fabule con una dimensión mágica y mítica en su relato. Ella, o más bien la idea de ella, ejerce de contrapunto etéreo y romántico al materialismo de la actividad de contrabando, en última instancia parte de este mundo globalizado regido por oscuros intereses económicos. Pero no deja de representar una ensoñación, una quimera, que impide a este trágico hombre, tan dotado para presentir lo oculto pero tan ciego para ver lo que sucede a su alrededor, salirse del círculo vicioso en el que se encuentra, como una posible alegoría de nuestra sociedad que busca en el consumismo el esquivo fantasma de la felicidad. Rohrwacher se vuelve a apuntar a los guiños fellinianos, como por ejemplo esa entrada en una tumba cuyo contacto con el aire renovado degrada su contenido, tal y como sucedía en una de las secuencias más impresionantes de Roma. Es otra manera de alimentar la vocación popular de la película, como también hacen esos montajes al ritmo trovador de una canción de aroma tradicional que glosa las andanzas del protagonista, y que sirve como nueva oportunidad para demostrar la destreza narrativa de su directora.
Si hay un modelo de fantasmalidad que está de actualidad es el que produce nuestra nueva realidad (o no-realidad) digital y mediática. Para abundar en ella, Bertrand Bonello adapta muy libremente el relato The Beast and the Jungle de Henry James, apostando en La Bête por potenciar el crisol narrativo que, en su modestia pandémica, ya representaba Coma. Entrega así una obra excesiva que multiplica el original literario a través del tiempo; es decir, además del tiempo en el que transcurre el relato de James, añade nuestro tiempo actual y también un futuro distópico, para proyectar en todos ellos el sentido del original literario, el horror ante una existencia vivida como simulacro bajo la premisa argumental de un amor no reconocido, y que cobra todavía más sentido en un escenario tecnológico que puede deparar una anestesia digital en la que corremos el riesgo de terminar diluidos, pero también la paranoia hiperexcitada ante la multiplicación de estímulos ajenos al contacto humano, otra «bestia» que en lugar de a la inacción nos puede llevar a la violencia. Su propuesta ya remite a la abstracción desde la primera escena realizada frente a una croma donde la protagonista tiene que reaccionar a una amenaza incorpórea, y se desarrolla de manera expansiva combinando múltiples niveles narrativos en los que no siempre es sencillo situarse, como si la presencia de la realidad digital difuminase la propia nuestra. En su gusto por la acumulación, la película recupera imágenes de Harmony Korine y su muy radical Trash Humpers, evoca por momentos el cine de David Lynch, sobre todo en el personaje de la adivinadora online que parece sacado directamente de una película suya, también de Michael Haneke, rastreable en el papel que juega la videovigilancia, o incluso de Olivier Assayas, por esa mirada sobre la tecnología a varias capas. En su ambición y falta de contención encontraremos buena parte de sus muchas virtudes y algunos de sus defectos.
Critical Zone de Ali Ahmadzadeh nos presenta un Teherán poblado por seres nocturnos y marginales, fantasmas respecto al represivo mundo normativo iraní, y nos embarca en el alucinado trayecto de un camello que recoge un cargamento de droga y no sólo lo distribuye y menudea entre diversos clientes, sino que también ejerce de doctor analgésico o ángel lisérgico en algunos peculiares casos. Podría ser algo así como una road movie, pero nunca percibimos la sensación de aventura y descubrimiento que caracterizaría al género, sino que nos movemos en un mundo oscuro y oculto ya desde ese claustrofóbico comienzo en las vías de servicio de un túnel, para continuar según una ruta determinada por las instrucciones de un GPS, elemento casi determinista que denota además la amenaza latente. Incluso la profusión de planos subjetivos desde varias partes del vehículo (por ejemplo el volante o el maletero) también contribuye a la sensación de que nos movemos en un mundo cerrado y limitado. Y aunque se toman muchas drogas en la película, durante casi toda la película, nunca son expansivas o liberadoras; a lo máximo que llegan es a generar un cierto histerismo. Lo que sí ponen de manifiesto es el retrato profundamente crítico de un país con una población doliente que sufre fuertes necesidades paliativas, que se sugieren tan primarias como el comportamiento de su protagonista en muchos momentos.
El personaje que interpreta descarnadamente la propia directora Joanna Arnow en The Feeling That the Time for Doing Something Has Passed es quizás el menos fantasmal de los convocados en este texto, pero en su visible materialidad emerge como el demoledor retrato de una persona a quien el entorno y ella misma tienden a anular. Arnow recurre a la comedia, muy negra y muy desdramatizada, donde encarna a una joven aficionada a las relaciones sadomasoquistas en las que ella es la parte dominada, mientras trabaja como empleada de una gran empresa en proceso de fusión. Sus dificultades para construir relaciones enriquecedoras se intuyen derivadas de la tendencia alienadora del entorno en el que se mueve, sea familiar, laboral o social en su conjunto. Arnow juega con el patetismo y sugiere problemas de autoestima que podrían venir derivados de la presión estética y de la deshumanizadora dinámica empresarial, como una escuela de subordinación en las relaciones personales. Todo ello encuentra el pertinente reflejo estético en una puesta en escena muy rigurosa y distanciadora, a base de planos fijos de bastante duración, donde las secuencias se ofrecen casi como viñetas, tan implacables como la (falta de) evolución de su protagonista.