Es sintomático que dentro del panorama invernal que asoló Valladolid de forma repentina durante su casi septuagenario festival, alguna de las propuestas más interesantes viniesen firmadas por cineastas veteranos o veteranísimos. Estos cineastas parecen conservar la lucidez suficiente para que el público asiduo (no la crítica, sino el público) —un público formado, clásicamente festivalero, comprometido y que llena las salas— pudiese sobrecogerse o emocionarse siguiendo una narración —una narración y no otra cosa— inteligible y dirigida a contar algo de interés que nos interpele sobre la realidad.
Las risas, a veces estruendosas, ante la última obra maestra de Kaurismäki; las lágrimas de la anónima espectadora contigua atrapada por la emoción del esperanzador cuento social de Ken Loach; o el terror político, sobrecogedor, infligido con trazos gruesos y efectivos por Agnieszka Holland, definen un modo de entender el cine como combinación de espectáculo y discurso que establezca un proceso de comunicación cómplice con quien lo ve. Frente a esto se encuentran otras propuestas ensimismadas que provocan el efecto contrario, sometiendo al espectador a una desconexión, máxime cuando lo habitual en un festival —insisto, para el tipo de público comprometido habitual en la Seminci— es asistir a una media de dos, tres o cuatro títulos por jornada.
En un tiempo tan aciago de conflictos internacionales indecentes y crispación interna, jalonada por el retorno de ideas montaraces, donde hasta el racismo expreso ha perdido la mancha de incorrección pública, sería efectivamente deseable que algunas autoridades (muy pertinentemente vallisoletanas y castellanoleonesas) hubiesen asistido con los ojos bien abiertos —en modo kubrickiano— a la proyección de dos o tres títulos, que con sus diversas aproximaciones y calidades, establecen una mirada absolutamente imprescindible en este contexto sobre el drama de la inmigración y los refugiados, como las obras de los citados Loach y Holland, o el nuevo film de Matteo Garrone, Yo, capitán.
En términos estructurales, esta edición de la Seminci vino marcada por el cambio en la dirección del festival, con la retirada después de más de una decena de ediciones de Javier Angulo, sustituido por José Luis Cienfuegos, antiguo director del Festival de Cine Europeo de Sevilla, tradicional competidor temático y estacionario del festival vallisoletano en sus últimos años. Este relevo ha provocado algún que otro cambio, dentro de una evolución más o menos continuista en formato y selección de películas. La sección oficial ha incorporado a algunos autores que tradicionalmente habían presentado sus últimos trabajos en España a través del certamen sevillano —Marco Bellocchio, Bertrand Bonello, Alice Rohrwacher— y también, ha aparecido una insólita y controvertida sobreabundancia de títulos españoles en dicha sección oficial (hasta cinco películas); presencia colmada por la no menos polémica Espiga de Oro otorgada a la ópera prima catalana, La imatge permanent (Laura Ferrés, 2023), segundo film español que obtiene el premio en toda la historia del certamen. Una de las novedades más interesantes ha sido la renovación de algunas secciones paralelas, como la dedicada a la proyección de diversos clásicos restaurados, arropada por la celebración de un interesante simposio de filmotecas internacionales. Se trata de una idea encomiable en línea con iniciativas similares de grandes festivales, como la sección Cannes Classics del festival francés. Otra, llamada “Alquimias”, tiene el sello absoluto de Cienfuegos y reivindica un cine independiente más arriesgado en línea con experiencias ya ensayadas con éxito en Sevilla y previamente en el Festival de Cine de Gijón.
Las películas
El tema de la inmigración vista desde el prisma humanista y de la denuncia, en diversos tonos de crítica y de exposición, es de hecho el nexo común al filme de Agnieszka Holland, Green Border, al de Ken Loach, El viejo roble (The Old Oak) —Premio del público—, y al de la notable Yo capitán (Io, capitano, Matteo Garrone), visto en la sección paralela de la European Film Academy.
Holland, en Green Border, abandona determinados postulados del cine comercial practicado en las últimas décadas y retorna a un planteamiento al mismo tiempo local y paneuropeo, proponiendo un duro fresco realista, por no decir tremendista, filmado en blanco y negro, que devuelve los posos del cine de su mentor, el maestro Andrzej Wajda, de quien fue colaboradora y guionista en múltiples films. De hecho, la historia de una familia de refugiados sirios que pretende llegar a la Unión Europea a través de la frontera entre Bielorrusia y Polonia, está tratada de modo enfático, sin anestesia y sin concesiones, recordando en clave exterior y boscosa —en su primera parte— al periplo claustrofóbico seguido por los personajes del memorable clásico polaco, Kanal (Wajda, 1957). Holland multiplica las perspectivas en una estructura con cierto sabor a miniserie, y después de establecer un planteamiento traumático tras desarrollar y humanizar a las víctimas, se centra alternativamente en la historia de un soldado polaco destinado a la frontera, de un grupo de activistas y de una mujer madura (una soberbia Maja Ostaszewska), que toma conciencia y se decide, pese a las duras consecuencias, a actuar en pro de los refugiados. Holland expone sin remilgos el indecente mecanismo criminal seguido por las autoridades polacas y bielorrusas en una suerte de partida de pingpong que utiliza las alambradas que dividen sus estados como red, jugando con seres humanos tratados como animales. Las devoluciones en caliente y la tensión latente en el límite fronterizo provocan un desastre humanitario al que se presta poca atención. El puñetazo de Holland a las instituciones polacas y por extensión de la UE es efectivo y agarra al espectador, con claves sencillas y ocasionalmente efectistas, sin reprimirse a la hora de comparar en el epílogo el racismo inherente del gobierno polaco, al comparar el hipócrita trato diferencial entre los refugiados musulmanes huidos de Oriente próximo, y el otorgado a los refugiados caucásicos de la guerra de Ucrania, en una decisión controvertida pero en todo caso inapelable. La ventaja cinematográfica del film es que Holland comprende la necesidad, más allá del discurso, de sostener un ritmo de tensión con la estructura de un thriller, y la evolución clásica del relato policiaco propio de un William Riley Burnett (exposición, proceso y fuga, como en La jungla de asfalto o en La gran evasión), de modo que pese a su incomodidad y a la larga duración del film, la película no permite que el público pestañee, todo lo más que cierre los ojos ante momentos especialmente crudos.
En Yo capitán, Garrone plantea un relato temáticamente muy parecido: el viaje de dos jóvenes senegaleses a través del Sahel, tratando de llegar a Europa, y tampoco tiene especiales cortapisas a la hora de exponer la crudeza de algunas situaciones que apelan a la indignación del público. No obstante, su enfoque es distinto. El cineasta italiano, con querencia habitual por el envoltorio de fábula, plantea otro fresco, pero en este caso con un aliento épico y plástico que lo emparenta con el cine de aventuras, especialmente en su último tercio, buscando además algunos desvíos surrealistas algo discutibles, a partir de ideas visuales y ensoñaciones mágicas atribuidas al protagonista. En su similitud con Green Border, Garrone dota de notable humanidad y simpatía a sus dos protagonistas, ataviados respectivamente con las camisetas del Real Madrid y el Barcelona, mostrando sus anhelos entrañables y legítimos de triunfar en Europa, a través del falso escaparate de oropeles que les llega a través de las redes sociales y de Internet. Su periplo, como en Green Border, comienza de modo más o menos amable, pero pronto se torna sombrío. Los avatares del protagonista principal terminan siendo una suerte de infierno por fases, en el que la travesía por el desierto, o el rapto a manos de unos sanguinarios mafiosos libios, se contrarresta con la aparición de solidarios personajes de apoyo, en una suerte de viaje dickensiano contemporáneo. Forzado a capitanear una cochambrosa barcaza para cruzar el Mediterráneo, el halo dickensiano se torna en aventura marítima de London, que podría a su vez suscribirse bajo el título de una novela de Julio Verne: Un capitán de quince años. La aparición féerica en la oscuridad, en medio del mar, de unas plataformas petrolíferas iluminadas que fascinan al personaje, como formas extrañas y casi extraterrestres, provee al filme de un momento alucinado y maravilloso, que se redondea en un lógico final abierto.
De la triada de filmes sobre la misma temática, Loach en el que, según sus propias declaraciones, puede ser su último título, El viejo roble, plantea el tercer acto ausente de las dos películas comentadas: la llegada de unos refugiados sirios a una comunidad europea y los recelos y reacciones que generan en la población local. Con sordina, planteando una suerte de cuento moral crítico, pero no estridente, Loach logra otro título aparentemente menor pero complejo en su emocionalidad y naturalismo, aunque de nivel inferior a sus dos obras maestras previas, Yo, Daniel Blake (2016) y Sorry, We Missed You (2019). La historia reúne al sensato dueño (Dave Turner, premio al mejor actor del palmarés) de una vieja taberna, que da título a la película, y a una joven fotógrafa siria, que intentan construir un ambiente de encuentro entre la recelosa comunidad británica de antiguos mineros que abrazan las consignas populistas de extrema derecha, y el golpeado grupo de refugiados. Loach, con su guionista habitual Paul Laverty, reducen la trama a la mínima expresión (sustentada sobre la posibilidad de abrir un comedor social) planteando una pequeña fábula de esperanza y resistencia, cuyo desenlace es más un deseo plasmado que una evocación realista.
Dos de las propuestas más llamativas de la sección oficial estuvieron protagonizadas por cineastas italianos: uno de los pocos maestros en activo de la modernidad, Marco Bellocchio, y una de sus jóvenes promesas, Alice Rohrwacher. La obra de esta última, La quimera (La chimera, 2023), que se alzó con la Espiga de Plata, comentada más ampliamente por Luis Fernández, resulta un título con alguna idea feliz, pero algo embelesado, deudor de las tradiciones onírico-realistas de Pasolini, con citas bastante reconocibles a Fellini y a Rossellini, pero arrítmica en toda su larga presentación, donde los elementos de realismo mágico carecen de brillantez y son un poquito afectados, y la evanescente puesta en escena parece vagar sin rumbo como su notable protagonista (Josh O’Connor, uno de los príncipes Carlos de The Crown), que es sin duda lo que más personalidad le otorga a la historia de una doble búsqueda que se entremezcla simbólicamente: la de la identidad profunda del protagonista, cegado por un amor perdido, y la de los tesoros arqueológicos etruscos, saqueados por los personajes.
Por su parte, El rapto (Rapito), de Bellocchio —premio al mejor guion—, confirma el feliz estado de gracia del octogenario director italiano, autor de una larguísima filmografía, tan elocuente como también irregular, que encadena desde hace una década algunas obras memorables, particularmente el largometraje de ficción El traidor (Il traditore, 2019), el documental autorreferencial Marx può aspettare (2021), y especialmente la serie Exterior noche (Esterno notte, 2022), que perfectamente puede encontrarse entre sus obras maestras. Con El rapto, Bellocchio retorna al film de época, ubicando la historia a mediados del siglo XIX, y narrando la historia del secuestro vaticano de un niño judío de ocho años, Edgardo Mortara, bautizado en secreto por su niñera. Bellocchio retoma ideas muy presentes en otros dos títulos de carácter histórico, La balia (1999) y Vincere (2009), con los que perfectamente podría formar una trilogía, planteando en definitiva la historia de una sustitución parental en los tres casos. Si en La balia mostraba la dialéctica simbólica entre una niñera de clase popular que se superpone a la madre biológica aristocrática, y en Vincere, la separación entre el hijo bastardo de Mussolini y su madre, Ida Dalser, en El rapto, el intercambio se produce literalmente entre la madre judía —una magnífica Barbara Ronchi, que ya encarnaba a la madre fallecida y fantasmática de Fai bei sogni (2016)— y el papa Pío IX, caracterizado con elementos esperpénticos similares a los del Papa Pablo VI, interpretado por Toni Servillo en Exterior noche. Dos momentos poéticos especialmente geniales simbolizan la transfiguración política, religiosa y familiar de Edgardo, que primero se esconde en las faldas de su madre cuando los soldados enviados por la Inquisición pretenden llevárselo, y que posteriormente, jugando al escondite en los jardines del Vaticano, es ocultado maliciosamente por el propio papa en sus faldones. Bellocchio no logra despegarse del todo de un cierto artificio en la ambientación, si bien menos acartonado que en sus otros films de época citados, pero en este caso se eleva especialmente cuando se desvía de la crónica pura del suceso real (el proceso Mortara, el juicio al cardenal responsable, la invasión de Roma por las fuerzas republicanas), para ofrecer la poderosa evolución de Edgardo desde su ingreso en el internado católico —con evidentes reminiscencias al film iniciático de Bellocchio, In nome del padre, 1971—, combinando la mirada fascinada del niño ante el rito cristiano y sus ensoñaciones surrealistas, como cuando despega los clavos del Cristo en la iglesia y este se baja de la cruz —una imagen retomada del film citado en el que uno de los internos se imaginaba a la Virgen cobrando vida y abrazándole—. El ritmo poderoso de Bellocchio, que construye un film muy dinámico pese a su larga duración, vuelve a situarse por encima del argumento aparente, para ofrecer otro conflicto, memorable en algunos puntos (el encuentro de los padres en la sacristía, el desenlace) que retorna sobre sus clásicas obsesiones cruzadas: el conflicto entre el hijo y los padres, y fundamentalmente la madre, la crítica sarcástica a la religión y sus desvíos, y la capacidad para trasladar un discurso histórico general sociopolítico a partir de una historia —en este caso real— pero que resulta completamente personal y casi autobiográfica si se siguen las coordenadas del director.
Dentro de la sección oficial, como película inaugural, y también centrada en una familia y en las relaciones de una hija con sus padres, en un contexto histórico cambiante, La contadora de películas (Lone Scherfig, 2023) resulta un ejercicio de qualité bastante apacible, en forma de exótica coproducción multipartita, malogrado en buena parte por la descompensación del guion en cuanto a los periodos histórico-personales que aborda, y particularmente por una esforzadísima ambientación de postal todo el rato salta a la vista. La historia, en todo caso, se sigue de modo razonable, como una suerte de culebrón poético, y en cierto modo, su tono remite precisamente a ciertas series de época de sobremesa. La trama muestra a una niña, hija de un minero chileno, que se convierte en una suerte de heroína familiar cuando todos alaban su don para narrar oralmente las películas que están vetadas a todos los miembros de la numerosa familia por cuestiones económicas. La primera parte presenta a los personajes de modo literario: la abnegada madre que en un momento se fugará (Berenice Béjo), el padre accidentado de buen carácter (Antonio de la Torre) y otros personajes secundarios que abren subtramas poco desarrolladas, como el ingeniero alemán de la mina (Daniel Brühl), enamorado de la madre. La sucesión de referencias a clásicos de los sesenta —El hombre que mató a Liberty Valance, Desayuno con diamantes, Espartaco— se sucede y plantea de forma previsible la idea de la escapatoria por medio de la fantasía respecto al duro mundo real. La segunda parte del film, más endeble, muestra a la niña ya como bella joven anclada en el poblado minero, y la acción toma aquí una insólita rapidez, llegando hasta el golpe del 73, sin que dé tiempo a que las relaciones de los personajes —que incluyen violaciones, adulterios, fracasos, etc.— calen lo suficiente como para que las largas escenas de despedida o resolución pretendidamente emocionantes tengan demasiada importancia.
Como obra fuera de concurso, en el marco del ciclo dedicado al cine indio, también pudo verse en la sección oficial el film de Tarsem Singh, Dear Jassi (2023). La película supone el retorno del director a ciertas raíces indias, aunque en el conflicto del film se encuentre también el choque cultural entre una joven de clase alta educada en Canadá, y el de su enamorado, precario buscavidas de un barrio humilde en la capital de la región de Punjab. Tarsem es un cineasta ecléctico, autor de un film de culto bastante peculiar, The Fall (El sueño de Alexandria) (2006), formado en el videoclip (lo que se nota en todas sus películas) con piezas para R.E.M., por ejemplo, y realizador luego de alguna de las aproximaciones a cuentos infantiles realizadas por Hollywood —Blancanieves (Mirror, Mirror) (2012)—. Todo eso se condensa en el aparatoso cuento melodramático con evidentes reminiscencias (más que manidas) a Romeo y Julieta, en un desarrollo bastante culebronesco, finalmente trágico claro, con una crueldad bastante sorprendente, pero de gran belleza plástica. El director enmarca su historia en una fábula explícita, contada por un cuentacuentos, y alguna de sus ideas de puesta en escena más destacadas se sostienen en elaborados planos secuencia que transitan de la parte metanarrativa a la propia fábula y viceversa, como en el bastante impresionante (y también cruelmente demoledor) plano final, que perfectamente puede llegar a los diez o quince minutos.
Dentro de las secciones paralelas, y entre las grandes películas de la temporada, pudieron verse también algunos filmes llamados a tener un recorrido relevante. Por supuesto, la Palma de Oro de Cannes, Anatomía de una caída (Anatomie d’une chute, Justine Triet, 2023) que resulta un tenso ejercicio psicológico-judicial que desnuda una relación matrimonial a partir de un crimen, con un enfoque con ciertas reminiscencias a los tour de force nórdicos de Haneke o de Östlund que tanto gustan en Cannes. La francesa Justine Triet, apoyándose en una interpretación extraordinaria de su protagonista, Sandra Hüller, ofrece un retrato en progresión a partir de un incidente puntualmente trágico que va deshaciendo las costuras y las previsiones del público. La trama se va desenvolviendo a partir de un proceso judicial absolutamente detallado, que resulta una suerte de Secretos de matrimonio criminal que se narra a posteriori por medio de testimonios o grabaciones. El film funciona por la variación de las expectativas sobre los acontecimientos, y por su brillante exposición de la ligera línea entre la normalidad cotidiana y el caos.
No obstante, la obra maestra vista en la sección de cine europeo, es el último film de Kaurismäki, Fallen Leaves (Kuolleet Lehdet, 2023), que depura y sublima todos los elementos del universo previo del autor. Probablemente no aporte ninguna novedad esencial si eso es lo que se busca, pues los parámetros temáticos y estéticos son los habituales e invariables del director finlandés: la historia de dos personas situadas en el borde entre la marginalidad y la precariedad, en este caso un soldador alcohólico y una cajera de supermercado, que se conocen e inician una relación improbable, en un entorno presidido por la atmósfera deprimente, pero reflejada en encuadres simétricos con puntuales luces cálidas, y el hieratismo keatoniano o bressoniano —a quien por cierto se dedica una divertidísima referencia expresa— como fórmula de lograr por antítesis el humor y la emoción. En su sencillez y en su vacío aparente, el cineasta logra una tristísima comedia melancólica que se revela como ácida crítica social, humanista, poética y muy divertida, que se convierte en una suerte de muestra de alegre resistencia pasiva ante el devenir apocalíptico de la realidad.
En un nivel de interés notable, se sitúa también El cielo rojo (Rotter Himmel, 2023), film del apreciable Christian Petzold, que recurre a una operación inversa a la de Kaurismäki, transformando una apacible y algo rutinaria comedia veraniega naturalista con ecos rohmerianos, en una suerte de tragedia trascendente. La historia de un joven escritor en crisis, fascinado a su pesar con una misteriosa heladera del pueblo donde veranea, compañera azarosa de vivienda —una atractiva Paula Beer, protagonista en su momento de la notable Frantz (2016), de François Ozon—, resulta inicialmente interesante por la conformación del punto de vista inicial del escritor y la presentación intermitente del personaje femenino: primero ausente, luego presente en fuera de campo visual pero no sonoro mientras hace el amor, posteriormente visible fugazmente, y finalmente ya presente como conflicto de deseo del protagonista. Otros dos compañeros completan el cuarteto veraniego sin que su historia tenga demasiado desarrollo, aunque conformen la resolución fatalista del relato. Un cierto bache de ritmo intermedio —intensificado por el fallo del proyector que detuvo la película durante media hora— se soluciona con la introducción de un quinto personaje: un maduro y resabiado editor que llega a la casa de campo, y descubre involuntariamente la verdadera identidad de la protagonista. El cierre propone, además de un cierto aviso premonitorio del cambio climático, un cambio de tono inesperado, pero bastante logrado.
Por otro lado, en la misma sección de estrenos europeos, pudo verse también el esperado regreso de Jonathan Glazer, tras subir a los altares del cine de (cierto) culto con Under the Skin (2013). Su nueva película, La zona de interés (The Zone of Interest, 2023), es una adaptación del libro homónimo de Martin Amis. El concepto de partida que opone el naturalismo costumbrista de los verdugos nazis al exterminio en fuera de campo resulta interesante, pero realmente es muy poco original a estas alturas donde todos los males ya ha alcanzado cotas de banalización insuperables. Glazer narra mediante largos planos distantes la vida familiar de Rudolf Höss, comandante de Auschwitz, y su familia en su chalet contiguo al campo de exterminio. El contracampo expreso —de ahí el afectado uso del sonido zumbante, los pretenciosos planos en negro, la presencia subrayada del humo, y el comportamiento levemente perverso de los juegos de los hijos y de la esposa— esconde un obvio fuera de campo, que por si no hubiera quedado claro, se vuelve a enfatizar con imágenes documentales vacías de las cámaras de gas en la actualidad casi al final de la película. Uno de los problemas del film es que la interesante decisión conceptual del cineasta de permanecer distante en términos de puesta en escena, impidiendo cualquier empatía mecánica con los personajes, termina generando un problema de rutina y de total falta de ritmo. La idea temática de partida, e incluso su ejecución fílmica, tiene su gracia, pero queda resulta en los primeros cinco minutos y todo el desarrollo posterior es una reiteración que va levemente (muy levemente) in crescendo, pero que resulta bastante plana.