He de reconocer que nunca había oído hablar de Christine Molloy y Joe Lawlor. No es habitual que los festivales propongan retrospectivas de autores tan poco conocidos y tan ajenos a los principales escaparates festivaleros, como sucede con el caso de esta pareja (dentro y fuera del mundo del cine) de realizadores irlandeses. Puede que esta edición del FICX no nos haya descubierto a dos maestros del arte cinematográfico, pero sí a unos directores con un universo propio, con una propuesta temática y estética muy coherente. Y si con todos los reparos que se pueda poner a su obra, la experiencia resulta estimulante, no hay más que descubrirse ante la decisión.
Todo su cine viene marcado por el trauma asociado al hogar o a la ausencia del mismo, lo que termina plasmado en intensos dramas, casi llegando a una formulación densa y existencial del thriller, con personajes en crisis obsesionados por la huida o el cambio de identidad, por la posibilidad de comenzar de nuevo, a menudo de insertarse literalmente en una nueva familia, para liberarse de la pesada carga de un pasado cuyos fantasmas a veces se conjuran en escenas oníricas. Sin embargo, de alguna manera nunca pueden sacudirse ese pasado de encima, no sirve la evasión y no les queda más remedio que enfrentarse al mismo. Sus ficciones descansan además sobre un aparato estético muy cuidado, muy depurado de un marco ambiental naturalista hasta llegar al extrañamiento, con precisos y estéticos encuadres en imágenes que van ganando en oscuridad, con suaves y elegantes movimientos de plano que abren posibilidades o peligros, también con el ocasional uso de la cámara lenta. Por contra, su estilo también juega peligrosamente con la gravedad y solemnidad, puntualmente con la grandilocuencia, una tendencia que desgraciadamente parece ir acentuándose con el discurrir de su carrera.
De hecho Helen (2008), su debut en el largometraje, es el más discreto a nivel tonal y el más luminoso de toda su filmografía, y en parte por ello, el más logrado. Viendo el cortometraje Joy (2008), pieza de acompañamiento del largo, y el comienzo de éste, se podría pensar que el trauma que acarrean todas sus películas se encuentra aquí en la desaparición de una joven, cuyos últimos pasos conocidos se ven a cámara lenta junto a los títulos de crédito. Pero según avanza el metraje el foco de atención pasa rápidamente a una compañera suya de bachillerato, la Helen que da título a la película, seleccionada por la policía para encarnarla en una reconstrucción filmada de su última jornada (que es precisamente lo que ofrecía el cortometraje y que ahora queda obviado). Esta chica es una persona un tanto anónima y anodina, sin historia familiar, que se ofrece casi como un lienzo en blanco, criada y residente en un centro de acogida, cuyo anhelo sería poder reinventarse como manifiesta haberlo hecho una compañera estonia con la que trabaja en el servicio de limpieza de un hotel, tener así otra identidad, pero especialmente, algo que poder llamar un hogar. El trauma en realidad supone esa ausencia de hogar, de un pasado, el sentimiento de abandono. Y por supuesto, la identidad de la desaparecida se ofrece como una posibilidad tentadora. Es una obra que nos habla por tanto de la necesidad de tener una identidad y una historia que nos sitúe en el mapa social, pero desde la dificultad para huir de la auténticamente propia. El gusto del matrimonio por los lentos movimientos de cámara encuentra en este film un temprano paroxismo, quizás puntualmente excesivo, como en esas conversaciones rodadas con travelling circular, pero en general de atractivo y envolvente resultado, creando una obra atmosférica e hipnótica.
Dada la seriedad de las ficciones de Molloy y Lawlor, no dejó de parecerme curioso que durante el visionado de Mister John (2013) me encontrase pensando repetidas veces que su argumento sería transpolable directamente a una película porno y ya bastante antes de que una circunstancia fortuita deje a su protagonista con una erección permanente. Pero por supuesto, no nos encontramos ante una comedia. Este hombre viaja a Singapur con motivo de la muerte de su hermano, pero también se ofrece como la posibilidad de dejar atrás una situación dolorosa que se sugiere causada por el adulterio de su mujer… ¿quizás propiciado precisamente por algún tipo de disfunción eréctil? De una familia a otra, de la que ha dejado en Irlanda a la de su hermano en Singapur, que se presenta como una tentadora alternativa, como una forma quizás de superar ese trauma pasado y poder empezar de nuevo. Pero hay algo trágico en su figura asociado a la imposibilidad de escapar, sea por la pesada carga de la herencia cultural, por responsabilidad hacia su hija todavía pequeña o simplemente por el amor que pueda seguir sintiendo por su esposa. El film se mueve especialmente bien en la tensa calma, en su discreta oscuridad, donde los encuadres tensionan sutilmente al personaje. Sin embargo algunos arrebatos de solemnidad empañan un tanto el resultado final, como el episodio de la serpiente resuelto con un plano cenital y un subrayado musical, ambos demasiado histriónicos, o como la extensa escena del sueño que se hace progresivamente malsana.
La tendencia a la gravedad de los directores irlandeses alcanza su desafortunado punto culminante en Rose Plays Julie (2019). Al trauma de una joven por su condición de adoptada y que acaba de encontrar a su madre biológica, quien en principio no quiere saber nada de ella, se añade la revelación de que el embarazo fue producto de una violación. Difícil encontrar más fértil abono para la angustia existencial. La actividad laboral de sus tres personajes principales comenta metafóricamente la acción en alguna medida. El padre violador es un respetado arqueólogo, tan preocupado por los restos de las arcaicas vidas ajenas como miope a las consecuencias de la suya propia. La madre biológica violada es actriz, actividad ideal para ejercitarse en el intento de ponerse una máscara y suprimir el pasado. Y la hija estudia veterinaria, y en el momento en que nos acercamos a ella se encuentra precisamente tratando el tema de la eutanasia animal, un guiño no muy sutil al devenir del argumento. Por otro lado, la cuestión de la identidad es más explícita que nunca, ya desde el propio título que expresa la dualidad que utiliza la protagonista aprovechando sus dos nombres, el de adoptada y el que le había dado originalmente su madre, además con peluca de por medio. Es cierto que la imagen de la película está muy cuidada, muy calculada, pero los lentos movimientos de cámara típicos de la pareja irlandesa anuncian en este caso solemnidad, con una densa banda sonora que va cargando la atmósfera para liberarla súbitamente, con sus clímax que inevitablemente llevan una ominosa dosis de oscuridad y violencia. Todo ello subrayado en exceso. Y no es film despreciable en ningún caso, pero creo que sí fallido.
Sin embargo, el giro hacia una cine más convencional, aun ahondando en la violencia que ya caracterizaba a Rose Plays Julie, le sienta bien a Baltimore (2023), una obra que pese a centrarse en un personaje real, no deja de abundar en las señas de identidad reconocibles en la obra de Molloy y Lawlor. La traumatizada es ahora Rose Dugdale, una antigua débutante de la aristocracia inglesa que consciente de lo que supone su posición social dentro de la política colonialista británica, termina enrolada en las filas del IRA. Se trata así de otra figura que atraviesa diferentes vidas, diferentes identidades, con un trauma primigenio señalado por la realidad violenta que le ha rodeado desde su infancia, sea ese bautismo de sangre que supone la caza del zorro (que luego tiene eco a modo de cierre de círculo en la secuencia en que roba la casa de sus padres) o la opresión de su país en el Ulster que tiene su punto álgido en los sucesos del conocido como Domingo Sangriento. A esta pesada carga se añade el trauma sobrevenido por la propia violencia que ella comienza a aplicar, en particular por la acción sobre la que pivota toda la película, el notorio robo de las pinturas de Russborough House, que ella misma lidera y que incluye obras de Goya, Rubens or Vermeer. Los directores abandonan así la linealidad y trabajan sobre tres tiempos alternados: los episodios de su infancia y juventud que la llevaron a alistarse en el IRA, el robo mismo, y como elemento más troncal, la gestión posterior al golpe: esconderse, negociar, esperar. El espacio onírico, que ya se sugiere desde la primera escena en la que nos encontramos a Rose tumbada en el suelo, nos evoca a un personaje entre diferentes realidades, y el uso del cuadro de Vermeer, Una dama escribe una carta con su sirvienta, sirve de brillante (aunque evidente y explicada) proyección ante su necesidad de escapar a otra vida, con la que estaría fantaseando esa sirvienta que mira por la ventana en el magistral lienzo. El propio título del film se refiere a una localidad que nunca aparece en pantalla, el deseable destino donde le esperan sus compañeros de armas y que la alejaría del peligro. Y su condición de embarazada formula implícitamente la potencialidad de un nuevo comienzo. Todo ello va tejiendo la complejidad psicológica de un personaje construido a conciencia. A nivel formal, seguimos encontrando en Baltimore la cámara lenta, algunos montajes a golpe de efecto sonoro, algún subrayado, pero su cercanía al cine de género, la mayor acción física de los personajes, desactiva en alguna medida la solemnidad de su anterior largo de ficción.
Incido en la cuestión de la ficción porque Molloy y Lawlor han probado también el registro documental y ensayístico, un formato que les ha permitido abundar en sus obsesiones e intentar racionalizar su origen desde una narrativa más ligera, en la cual el sentido del humor entra finalmente en juego.
El doble acercamiento que han realizado hasta el momento al largometrae de no ficción resulta sorprendente por la similitud estructural y temática de los mismos, hasta el punto de que podríamos calificar a Further Beyond (2016) y The Future Tense (2022) como obras hermanas. Ambas utilizan dos narradores, hombre y mujer, que también aparecen en pantalla. En Further Beyond son dos actores que harían las veces de Molloy y Lawlor, mientras que en The Future Tense son ellos mismos (aunque Lawlor apunta que la Pandemia fue la causante de no poder recurrir en esta ocasión a intérpretes para desempeñar sus roles). Esta doble narración genera en ambos casos sus respectivas líneas argumentales, que también están muy relacionadas de film a film. Las de Joe Lawlor conciernen a la historia de su madre Helen, en Further Beyond más centrada en su infancia y juventud, en ese trasiego entre Nueva York, donde nació y a donde volvió con 19 años, e Irlanda, donde creció y más tarde acabó echando raíces, mientras que The Future Tense pone el foco en sus años ejerciendo ya de madre, primero en una breve estancia en Londres donde se casó y luego en Dublín, aquejada de crisis mentales que obligaban a su internamiento periódico en centros psiquiátricos. Las de Christine Molloy, entre otras cosas, exploran periplos de personajes históricos como posible material para futuras películas. En Further Beyond, ese personaje era Ambrosio O’Higgins, humilde campesino irlandés que, tras pasar por España, se reinventó como figura nobiliaria en Chile, y en The Future Tense, la propia Rose Dugdale cuya historia sí cristalizaría en Baltimore, como hemos reseñado. Incluso ambos films coinciden en utilizar sendas bandas sonoras de los largometrajes precedentes de sus autores y en mentar la obra de Robert Flaherty en su calidad de referente documentalista y visitante de Irlanda.
De esta manera, Further Beyond cruza historias transatlánticas de dos personajes, la de Helen y la de Ambrosio O’Higgins, que vieron el Nuevo Mundo como una posibilidad de cambiar de vida, con diferente grado de éxito, para hacer de esta obra otro jalón sobre la misma temática que sus ficciones. Por su parte, la espoleta en The Future Tense parece ser en buena medida el Brexit, una circunstancia que obligaría a los directores a replantearse el sitio al que pertenecen y la relación con el mismo (ellos mismos se fueron a vivir a Londres después de casarse), hasta qué punto un espacio puede determinar a la persona, lo cual desafía de manera llamativa el trayecto de Rose Dugdale. También les lleva a examinar la necesidad casi cerval del pueblo irlandés por emigrar, cuyo origen se localizaría en la Gran Hambruna que sufrió la isla a mediados del siglo XIX, y que para Lawlor podría tener eco en la propia situación de su hogar familiar, trastornado por el estado de su madre, quizás esa circunstancia nuclear que, junto con la condición irlandesa del matrimonio, explicaría la obsesión por la huida y la posibilidad de mutación identitaria que muestra su cine de manera tan recurrente.