Cinco años después de sorprender y cautivar a medio mundo con su revisión de la mítica Ha nacido una estrella (1937, William A. Wellman), Bradley Cooper vuelve a ponerse detrás de las cámaras —esta vez de la mano de Netflix— para contar la historia de Leonard Bernstein (Bradley Cooper), el gran director de orquesta norteamericano, y al que la cinefilia le debe las melodías de West Side Story (Robert Wise, Jerome Robbins, 1961) o La ley del silencio (Elia Kazan, 1954). Siguiendo su relación con la actriz chilena Felicia Montealegre (Carey Mulligan) como principal hilo conductor, Maestro narra la vida del director desde la semilla de su éxito hasta su encumbramiento, poniendo énfasis en los conflictos familiares marcados por la homosexualidad de él y la entrega y resignación de ella.
Tras un paso discreto por la Mostra de Venecia, dónde cosechó críticas más bien positivas por parte de los medios norteamericanos, y menos entusiastas en el resto del mundo, la película se instala en la bandeja de Netflix para convertirse en un hit efímero o bien caer en el olvido. Esto es algo que solo el tiempo nos podrá desvelar. Mientras, claro, podemos reflexionar sobre las cualidades y defectos de una película con altos y bajos, con ideas interesantes aunque no siempre bien desarrolladas, y con una vocación académica destacable. En otras palabras, el último y más firme intento de Bradley Cooper de llevarse El —o algún— Óscar.
Si algo hay que destacar —y agradecer— de Maestro, es su voluntad de huir de los lugares comunes del género biopic, tan abundante y generalmente mediocre en el Hollywood reciente. En este intento, Cooper evita generar un discurso impostado de lucha y superación en torno a sus personajes, esquivando también el impulso de provocar un clímax artificioso que eleve al protagonista a la categoría de un dios. Por desgracia, esto relega la película a un ejercicio anticlimático algo tedioso y falto de emoción, y hace que sus dos horas de metraje acaben pesando más de la cuenta.
Por momentos, la narración avanza súbitamente mediante el uso de acentuadas elipsis, aunque se entretiene con creces en escenas de poco calado emotivo, pero con mucho potencial de lucimiento para el propio Cooper. Un guion pomposo y superficialmente introspectivo nos aleja emocionalmente de los personajes. No es que Cooper y Mulligan no lo intenten. Ella, natural y doliente, resulta más convincente que él, correcto, pero a ratos forzado en los movimientos y algo sobreactuado —en las escenas de conducción se echa de menos el ímpetu de Cate Blanchett en Tár—. Aún así, la química entre ambos actores acaba resultando el motor de la película, que se eleva cuando comparten pantalla, y que resulta especialmente interesante cuando se centra en las dinámicas de la relación de la pareja.
Aquí también cabe destacar la mano del Cooper director, que sabe enmarcar las circunstancias de sus personajes en significativos planos: ella, a menudo, encuadrada entre marcos de puertas o ventanas, y muchas veces relegada a planos medios y generales. Él siempre en el punto central de cualquier sala, acaparando las miradas tanto de los demás personajes como de la propia cámara, que lo observa siempre de manera frontal. El director despliega un variado repertorio formal, que va desde la alternancia entre blanco y negro —designado para las escenas de la juventud y el nacimiento de ese singular amor, con una puesta en escena que remite al Hollywood clásico— con el color —para la madurez, con el éxito ya materializado—, a la mutación del formato de imagen.
Maestro cumple, pero no deslumbra. Cuenta la historia de Bernstein y Montealegre, pero no profundiza en los demonios de una relación compleja, ni de su particular y sincera forma de amarse. Tal vez su mayor problema es que su estilizada puesta en escena y las imponentes actuaciones de los intérpretes chocan de frente con un guion disperso, falto de voz propia y de contundencia en su mensaje. Al final de la proyección, Maestro resulta indiferente.