Alguna vez deberíamos revisar las películas póstumas de grandes autores. A algunos la muerte les sorprendió preparando un nuevo proyecto, a otros les permitió dejar una última obra testimonial (Kurosawa dejó hasta tres sucesivas) y alguno (Hitch) burló a la Parca con una conclusión alegre y ligera. Friedkin trabajó, casi, hasta su último aliento, falleciendo a los 88 años tras el rodaje de un telefilme que rodó en dos semanas, por debajo del tiempo previsto.
The Caine Mutiny Court-Martial es la tercera versión sobre la obra de Herman Wouk y se aleja del clásico cinematográfico de Dmitryk y Bogart de 1954 que seguía la historia del capitán Queeg, quien desesperó a la tripulación por sus continuas reprimendas y castigos hasta el punto de enfrentarse a una insubordinación ante su conducta anómala. Friedkin deja de lado toda la primera parte de la historia, rechaza absolutamente darnos a conocer los hechos y evitar que tomemos partido ante las evidencias y nos sitúa de pleno en el juicio naval que tiene como acusado a Maryk, el teniente que relevó del mando a Queeg y que ahora es acusado de insubordinación y amotinamiento.
La película se inicia a las puertas de la sala dónde el tribunal se reúne y ante la cual Greenwald, capitán de aviación (un excelente Jason Clarke) constituido en abogado defensor, lamenta ante Maryk el papel que debe llevar a cabo. A partir de ahí, ambos personajes acceden a la sala dónde les espera un tribunal presidido por el capitán Blakely, un certero y contenido Lance Reddick (Fringe, John Wick) en la que fuera también su última interpretación y a quien se dedica la película.
La cámara prácticamente no saldrá de la sala hasta las dos últimas secuencias. ¿Teatral? Si, en cuanto Friedkin no reniega del origen de la pieza, evita exteriores, flashbacks o grandes movimientos de cámara y basa buena parte de su fuerza en el enfrentamiento verbal. Sin embargo, esta pieza de cámara deviene una pieza cinematográfica cuando Friedkin la reelabora en el montaje. Así, los planos aparentemente neutros dónde los personajes no miran directamente a cámara, se orienten tanto al jurado como al espectador mediante la edición. Es más, un montaje cortado da pie a que todas las largas declaraciones y argumentos adquieran agilidad y evitan resultar plúmbeas o confusas. Es cierto que Friedkin no trabaja la imagen reconociéndose en un medio televisivo pero este juicio del motín del Caine no es teatro filmado.
Progresivamente, Greenwald irá desmontando la supuesta evidencia de la insubordinación que ha reivindicado la fiscal, dando la vuelta a las asunciones que parecían irrefutables simplemente dejando que los testimonios acaben dudando o contradiciéndose. No hay discusión sobre la capacidad de Queeg de dirigir en medio del ciclón (lo que llevó finalmente a su destitución por parte del oficial en el puente) sino de su estabilidad mental. Es posible que todas las excentricidades y mala leche de Queeg hayan culminado en una incapacidad para navegar su barco ante circunstancias extremas, tal y como argumentara el acusado. El capitán (un efectivo Kiefer Sutherland que a ratos tuerce la boca como Bogart), por su lado, deja su actitud sobrada (a diferencia del personaje creado por Bogart, se presenta durante buena parte del metraje como alguien que se siente más ofendido que furioso), hasta que pica el anzuelo y acaba soltando todas sus manías y paranoias, dejando de lado sus continuas risitas para irritarse cada vez más, facilitando la declaración de inocencia de Maryk.
Sorprendentemente, Friedkin se guarda una carta final. Fuera de la corte, en una secuencia tan gélida como agria, presenta a Greenwald, ante Maryk y un grupo de compañeros que celebraban la resolución, como el defensor de un Queeg honesto, profesional y patriota, que ha caído de su pedestal no tanto por sus propias faltas como por las maniobras arteras de jóvenes poco profesionales y vanidosos. Humillados y progresivamente desconcertados, el grupo aguanta el tipo con aire avergonzado. No hay referencia alguna a la incapacidad de dirigir la nave y el riesgo de naufragio sino al esfuerzo de la carrera militar. Un brusco ademán de Greenwald, corte súbito y pasamos a créditos. La secuencia incomoda al espectador tanto como a los marinos con los que nos podríamos sentir identificados y la reivindicación de la U.S. Navy resulta molesta y fuera de lugar. Pero Friedkin parece haberse marcado como objetivo producir esta incomodidad. No sabremos hasta qué punto elaboró esta secuencia como metáfora de otra situación política, social o profesional pero no deja de ser un cierre contundente para una filmografía que contiene obras ciertamente gloriosas.