Obra de juventud
Los autores más veteranos mantienen, casi hasta el último aliento, sus tesis y sus propuestas estéticas. Son los casos de Manoel de Oliveira con su reelaboración de dramas decimonónicos, del Godard enciclopédico que construía obras con la edición de textos y documentos visuales, las comedias de enredo de los burgueses de Allen o los peculiares héroes solitarios de Eastwood. En el caso de Marco Bellocchio, su cine ha perseverado en la denuncia de los estamentos en el poder, sea el Estado (Buenos días, noche, 2003; Vincere, 2009; Exterior noche, 2022), la Mafia (El traidor, 2019) o la Iglesia (La sonrisa de mi madre, 2002; Sangre de mi sangre, 2015), hasta llegar a esta crónica negra con ecos melodramáticos que es El rapto.
El rapto escenifica la historia del pequeño Edgardo Mortara quien, en 1858, fue secuestrado a los seis años de edad por órdenes del Papa Pio IX. Este, aprovechando y abusando de su poder terrenal y argumentando su responsabilidad ecuménica dio orden de apartar al niño de su familia judía para llevarlo a Roma, dónde recibiría una formación religiosa, escarmentando a los ladinos que habitaban el que por aquel entonces era un Estado religioso. Bellocchio desarrolla los esfuerzos de su familia por recuperarlo (argumentando que no estaba bautizado como la Inquisición arguyó), la evolución del pequeño Edgardo y las maquinaciones papales para perseverar en su intransigente estrategia.
En su primera mitad, la obra de Bellocchio pone en evidencia la siniestra maquinación, con el rostro del inquisidor primero y el del Papa más adelante, un personaje diabólico cuyos rasgos recuerdan al Papa Ratzinger. Para dar el tono adecuado a la mezquina maquinación, el director de Il regista di matrimoni (2006) trabaja una exquisita fotografía con claroscuros, juegos de sombras y una escenografía en la que predominan espacios cerrados y con escasa iluminación, dando pie a una sensación de desazón que se transmite del pequeño Edgardo al espectador. Así, la aparición de los agentes enviados por la Inquisición para “requisar” al pequeño tiene lugar en plena noche, al igual que el momento en que es trasladado en barca hacia Roma. Del mismo modo, buena parte de las primeras secuencias en el espacio ecuménico transcurren en el dormitorio poco iluminado. A ello hay que añadir una serie de escenas oníricas, frecuentes en el cine del director (notablemente las de Buenos días, noche), que evidencian, en primera instancia, el terror que el pequeño Edgardo padece por su secuestro y, posteriormente, el rechazo a su familia que tendrá como adulto, ambas desarrolladas a partir del espacio de su cama en el dormitorio.
Con el tiempo, el pequeño hebreo, educado en el catecismo y las normas cristianas, irá asumiendo una nueva identidad, olvidando progresivamente sus costumbres y sus rezos (el nexo que le vincula con la familia en última instancia), hasta pasar a una activa profesión de fe. Bellocchio presenta la evolución con sutileza, mostrando un niño temeroso que se afianza en la forzosa comunidad primero mediante los amigos, luego en base a creencias (el compañero fallecido porque no rezaron con suficiente fuerza) y finalmente con obediencia no exenta de complicidad con sus superiores. Simultáneamente, usa toda su munición y presenta a Pio IX como el jefe de una secta siniestra, un capo mafia, que ordena a sus subordinados y juega con Edgardo como con aquel cachorro extraviado que ha atraído a su redil, un trofeo de guerra que le permite ufanarse y lucir su poder terrenal, mediante rituales pomposos que dejan de lado la representación divina para situarse como un ídolo de masas, aun en el contexto de la revuelta garibaldina que crece alrededor de su claustrofóbico mundo.
El tono de El rapto, operístico como fuera en Vincere, se acerca al melodrama en las secuencias iniciales del secuestro y la desesperación de los padres para encontrar un medio de recuperar a su hijo, escenas magnificadas por una música que se sobrepone a las imágenes. A medida que se suceden los años, no obstante, Bellocchio observa con mayor atención la evolución de las creencias infantiles en contraste con los torpes esfuerzos del padre por recuperarlo. Tal vez por ello, la resolución en los veinte minutos finales, cuando la familia vuelve a aparecer, el melodramático contraste entre ésta y su obcecación católica se antoja impostado, y Bellocchio no consigue elevar una historia que acabara ya décadas atrás. La tragedia culminó con la conversión y no hay necesidad de una secuencia posterior para confirmarlo. Aun así, y más allá de la contundencia visual de su parte inicial, El rapto es la muestra indudable de la capacidad de un autor octogenario por plasmar en imágenes una denuncia con la rabia propia de una obra de juventud [1].
[1] Y seguir atrayendo nuestro interés, como lo hiciera con el muy reivindicable y emotivo documental sobre su familia, Marx puede esperar, 2021).