El principio de extrañeza
El caso de Giórgos Lánthimos es poco habitual. Quizás porque el imaginario cinéfilo tenga demonizada esa transición desde el cine de autor al cine de gran consumo, asociado siempre a cualquier aventura hollywoodense. Se sobreentiende que el trasvase conlleva un peaje; que hay que transigir, que hay que renunciar a lo que uno es para integrarse de manera duradera en la fábrica de sueños (sueños que, como tales, no deben de causar desazón en un espectador convenientemente adoctrinado).
Pero si algo resulta ser Lánthimos (nacido hace medio siglo en Atenas, y al porte helenista de sus retratos me remito) es un hacedor de pesadillas truculentas, un malsano maestro de ceremonias de lo inoportuno, de lo extraño, de lo que incomoda. Un cine en el que se quiere y no se quiere mirar a la pantalla, porque sabemos que algo malo va a pasar… aunque no tengamos ni puñetera idea de qué puede ser.
Sorprender, a fin de cuentas. Cada realizador tira de estrategias propias en lo que resulta, a fin de cuentas, un pacto tácito —se diría que olvidado por una amplia mayoría— firmado al entrar en una sala cinematográfica: permitir que te engañen, que te asusten, que atenten contra tus principios más inamovibles. Pero que lo hagan con clase. ¿Con arte?
Hablando de dinamiteros de la realidad e incomodadores profesionales, en dos lugares de Europa y con apenas una década de diferencia, Ulrich Seidl y Giórgos Lánthimos han campado a sus anchas con su cine del desconcierto, la miseria moral y la decadencia hecha espectáculo. El uno se ha dedicado a destaparles las vergüenzas a sus compatriotas austriacos de una manera directa, sin demasiado margen para sutilezas. Y el otro, desde esa cuna de tantas cosas (de la civilización occidental, de la democracia, de la filosofía) ha ido encadenando films-fuga habitados por gente monocorde que cumple destinos impuestos, ya sea al albur de figuras autoritarias (másters de un juego de rol plagado de reglas cambiantes) o por simple carencia de imaginación.
Existe un diálogo (en diferido) entre ambas filmografías. Kinetta (2005), ese pueblo turístico en temporada baja, se habla con la Rimini (2022) invernal, habitada también por personajes que confían en la inercia —y en la repetición de ciertos estándares— como forma de supervivencia. El aburrimiento —común tanto a los países más ricos del continente como a los integrantes del vagón de cola— lleva no tanto a espantar moscas con el rabo como a mostrar cuán limitado resulta nuestro marco mental. Ahí están para atestiguarlo Días de canícula (2001), fácilmente confrontable a esa Alps (2011) con algo de grupo de apoyo sadomasoquista. Por último, y siempre remitiéndome a la etapa griega, ¿no tiene algo de concomitancia perversa lo que ocurre en En el sótano (2014) con esa celebración del encierro que es Canino (2009)?
Nos situamos así en los alrededores de Canino, sí, el filme-bombazo que convirtió a Lánthimos en uno de nuestros raritos favoritos. 2009 no fue un año cualquiera: señaló el estallido de la crisis de la deuda soberana de Grecia. Y como el foco de medio mundo estaba puesto sobre el gobierno heleno… uno ya no sabe qué fue primero: si la moda del cine griego o el apocalipsis según San Merkel al que se emperraron en enfrentarse (y del que tan mal salieron parados).
El eterno morbo de los países que se asoman al abismo (Argentina, Irán, Ucrania) y el de saber cómo los realizadores —hijos del momento, prisioneros del estupor— terminan por ficcionar lo que tan mal cuentan los telediarios. La Grecia de Lánthimos recrea crímenes, prohibiciones patriarcales, miedos de caverna platónica, incluso la vida pretérita de familiares muertos. Sus personajes viven fuera de un tiempo que no comprenden, amenazante y obtuso. Es ahí donde surge el principio de extrañeza: el impacto que provoca el encuentro con una diversidad que nos era ajena.
Pero la cualidad de “raro” es también la de un asombro por lo extraordinario. Si el diccionario no engaña, la extrañeza conlleva admiración. Después de todo estos hombres y mujeres hacen las cosas a su manera, sea esta la correcta (la socialmente aceptable) o no. La galería de freaks lánthimosianos no es una troupe circense a lo Fellini, pero en ambos casos prevalece una mirada compasiva… aunque la del griego se nos antoje mucho más fría y cruel.
He ahí el fuera de la ley de los hombres, el marginado a este o al otro lado del océano. Una fauna que encandila: la encargada de la limpieza con fantasías cronenbergianas (no son choques frontales de automóviles, aquí son crímenes violentos que polarizaron en su momento la crónica negra). Esa gimnasta que se hace pasar por otra deportista muerta. Ese tipo desesperado en busca del amor o la transformación en crustáceo decápodo. Una Rasputín profesional en la corte de la reina Ana. ¿Les echamos un vistazo a sus motivaciones en formato decálogo?
1.- ¿Por qué hacen lo que hacen? Los protagonistas de las películas de Lánthimos viven atados en corto a sus obsesiones. Y quien dice obsesiones dice desviaciones, filias, manías con algo de patológicas. Repiten y repiten, sin plantearse ni por un solo momento cuales son las verdaderas motivaciones de los gurús que dictan las normas. El hieratismo bressoniano con el que afrontan su recitativo nos permite coger distancia respecto a sus incomprensibles acciones. Paciencia y entenderemos (o no).
2.- Ceremonias iniciáticas y liturgias arcanas. Todo con algo de pagano, todo con algo de ecuménico. Lo cierto es que siempre hay un aprendiz, alguien que necesita ser aleccionado. Los oficiantes —como los personajes de un Lost (2004-2010) verdaderamente trascendental— creen que la viabilidad del Universo todo depende de que sigan haciendo lo que hacen. La repetición, el rosario interminable (¿acaso no somos todos prisioneros de nuestras rutinas?). Pero también rememoran el trauma: no con el propósito de superarlo, sino con el de que quedarse atados a ese momento, a ese lugar, a esas personas.
3.- “He sido mal@. ¡Castígame!” Las relaciones de sumisión abundan. Como si algunos de los infelices encerrados en la Saló o los 120 días de Sodoma (1975) de Pasolini hubiesen escapado del palacio y les costase integrarse en el mundo real después de haber experimentado el horror en estado puro. Los héroes de Lánthimos se saben pecadores, en deuda con alguien, pupilos poco diestros… es cuestión de tiempo que reciban su merecido. Y lo harán sin oponer abierta resistencia.
4.- ¿Distopía o mundo actual? Cuesta —y mucho— saber si lo que se narra es fruto de un planteamiento distópico, anacrónico o tiene como único referente éste presente imperfecto. Quizás porque existan pocos inputs del exterior (más allá de una canción pop de moda, de la referencia a algún actor del momento). Las monomanías sacan a nuestros protagonistas de la senda del tiempo.
5.- Metamorfosis (patrocinadas por Ovidio o Kafka). La posibilidad de transformarse (de florecer o de marchitarse definitivamente, de transmutar en cuadrúpedo o centollo) está siempre ahí. Si la liturgia falla, si no se cumple el cometido original… uno dejará de ser lo que es, aunque la vida llevada hasta el momento haya sido más bien patética.
6.- El Gran Hermano son los Otros. Alrededor de uno, siempre un consenso social en formato propaganda o alienación inducida. Pueden ser los miembros de la corte, los vecinos de enfrente o los compañeros de trabajo: en cada rincón de tu día a día puede esconderse un informante. Ándate con cuidado, revela con cuentagotas lo que sabes y nunca, nunca confíes en la amabilidad de los extraños.
7.- La mano que mece la cuna. Porque… ¿quién mueve los hilos realmente? ¿Quién está sometido a quién? En el cine de Lánthimos el enigma principal es quién manda, quién está en lo alto de la pirámide trófica. Influir sin que se note. Sentenciar sin tener que firmar edicto alguno.
8.- La irrupción del “extraño” pasoliniano: el teorema del Teorema. Puede parecer un lugar seguro conformado solo por iniciados, por confabulados, por quienes están en el secreto. Pero no hay que fiarse: no tardará en aparecer un elemento disruptivo, ajeno. Los juramentados aguardan de alguna manera a ese “elegido”, porque será la prueba definitiva que los unirá o separará para siempre. ¿Toda secta necesita de un matarife con fines apostólicos?
9.- Poesía en lo bizarro. Maniáticos míos: vuestras excentricidades os harán libres. Si tiene algún mensaje el cine de Lánthimos quizás sea ese: persistid en vuestras rarezas (en el imaginario de R.W. Fassbinder detrás de tanta tortura autoimpuesta hubiese habido amor. En el de John Waters, cochambre cuqui. En el de Werner Herzog, metafísica).
10.- Solitarios todos. Negar la convención conlleva la obligatoriedad de convivir con seres igual de inadaptados que uno mismo. Y no va a ser fácil encontrarlos.
Desde la creciente incomodidad de su etapa griega (que quizás le hubiese llevado a un callejón sin salida de no ser por el llamado del amigo americano) a esta ya no tan nueva andadura (cuatro películas en ocho años) donde lo críptico del mensaje original ha dejado paso a una cierta celebración (vía Eros o Tánatos). El cine de Lánthimos atenta contra nuestros lugares comunes y es en ese afán de originalidad —que indudablemente lo hay— donde crece y se aquilata.
Amemos a sus pobres criaturas, quizás porque así… nos ahorraremos otra mirada condescendiente sobre nosotros mismos.