Abrir o cerrar los ojos, esa es la cuestión. Abrirlos a la vida, al cine, a la amistad y al amor o cerrarlos a la verdad incómoda, a la memoria doliente, como si del mito platónico se tratase. El nuevo poema cinematográfico de Víctor Erice es una oda al arte en general y a las ideas encarnadas como organismo vivo en particular, como él mismo define a la expresión audiovisual.
Cual si fuera un hombre del renacimiento igual filma en formato largometraje, corto o mediometraje, para ser expuesto en salas o en museos, igual dirige epístolas a sus amigos en formato audiovisual que esculpe imágenes en honor a escultores, documenta el proceso pictórico hiperrealista que noveliza con imágenes góticas, guioniza proyectos frustrados o verbaliza los anhelos de conocimiento de la historia familiar de cada uno. De hecho pasará a la memoria colectiva de la historia del cine como un creador que dialoga con el espectador para que intente cerrar el misterio de si somos memoria u olvido, de si somos lo que hacemos o lo que no hacemos.
Este metacine multirreferencial sobre la conciencia expone el dilema de la trascendencia a través de la desaparición de una u otra forma de los personajes principales de la película, bien por voluntad propia o bien por la fuerza del destino, con la consecuente analgesia propia del olvido. Es un cine del sosiego, de reflexión vital, de metafísica de los deseos insatisfechos, de la nostalgia del pasado e incluso del futuro y del miedo a dejar de existir sin trascender. Así realidad-ficción, memoria-olvido, cómo nos vemos-cómo nos ven, otredad-yo son las dicotomías irresolubles presentes en esta última obra del director vasco como reflejo de sus cuitas en el, por desgracia, otoño-invierno de su vida.