Chavales, de Jaime Penalva

ChavalesEn el comedor de un piso compartido se enmarcan las aspiraciones e incertidumbres de cinco amigos. Entre birras y patatas sabor paprika, este grupo de Chavales (2023) protagonizan la ópera prima del dibujante Jaime Penalva, una película de animación underground que conecta con el presente inmediato de la juventud universitaria en alquiler, trasladando la idiosincrasia autoral del fanzine y el cómic al terreno cinematográfico.

Esta concentración creativa sobre el total de la obra dota al conjunto de una identidad sumamente reconocible. La definición emocional de sus personajes viene dada por la representación de ciertos arquetipos juveniles, dando paso a una serie de voces cercanas interpretadas con elocuencia y conocimiento de causa. En ese aspecto, la transparencia creativa que ofrece logra traspasar la animación, acercando una realidad inmediata y próxima desde su ficción.

Por eso mismo, el conflicto central de Chavales viene acompañado de un problema tan mundano como el trabajo de final de grado, donde uno de los amigos depende del resultado para asegurar su futuro laboral. A partir de ese momento, los colegas trazan un plan para infiltrarse una noche en la universidad y cambiar la nota. Lo bonito de esta decisión precipitada radica en el trabajo conjunto que realizan para llevar a cabo la hazaña, afianzando sus lazos mediante la suma de sus frustraciones. Ese es el caso de otro de sus personajes, quien tiene planteado hacer una maqueta musical y necesita reunir a sus amigos para saber su opinión. Aquí es donde la película logra otro de sus aciertos, introduciendo dos canciones del grupo Autoescuela desde este chico. A poco que un oyente se acerca a la música de este grupo asturiano, identificará que esta está repleta de nombres propios, y aunque sea simplemente un rasgo de estilo, su incorporación revela cierta proximidad con la realidad que plasman. Además, este sentimiento se traduce en la propia película, haciendo tangibles sus dilemas y pasiones individuales, reconociéndose desde sus particulares apodos.

A grandes rasgos, la película de Penalva acoge el lenguaje de esta modernidad desubicada y logra redondear una película que brilla con luz propia, donde estudiantes y artistas sin rumbo se alían ante la incertidumbre de un futuro cada vez más cercano. Esa inquietud resulta en su totalidad, comprometiendo forma y fondo al discurso emocional que propone, sin grandes alardes ni épicas, pero logrando que aquello que es narrado sea todo lo que importe durante su hora de duración. Por eso mismo, en un año en el que la animación nacional es tan aplaudida y reivindicada, también es necesario destacar aquellas propuestas que existen fuera del circuito comercial —así como cortometrajes y mediometrajes—, que ven su recorrido vital reducido a los pocos festivales que apuestan por su proyección. De esta forma, películas como Chavales o Heavies tendres (Juanjo Sáez, 2023) —con quien se hermana espiritualmente—, son tan valiosas, ya que profesan una proximidad desde su propia concepción y dan voz a otro tipo de posibilidades creativas; tangibles, a pie de calle.

Orion y la oscuridad, de Sean Charmatz