Basada en el tema de moda, la inteligencia artificial, The Artifice Girl (Franklin Ritch, 2022) podía considerarse una obra de teatro de cámara, pero edición y dirección la definen claramente como una película. Desarrollada en tres actos en espacios cerrados, la obra nos sitúa en el contexto de una organización que persigue pederastas y recurre a una IA para conseguir sus objetivos. El primer acto, asimilable a un episodio de Black Mirror, marca el inicio de la táctica, con el descubrimiento del agente cibernético que ha sido usado espontáneamente por un joven para facilitar la detención de abusadores y la forzada incorporación del mismo a la agencia. El fin de este acto, su brillante mezcla de thriller claustrofóbico y ciencia ficción, da la sensación de que poco más se puede añadir a un habilidoso juego de gato y ratón. El segundo acto revela, transcurridos unos años, que la función de la IA se ha desarrollado extraordinariamente y ha cumplido su objetivo. Pero son los humanos los que tienen dudas acerca de la ética del proyecto, por el uso o abuso, de un programa que cada vez más parece un humano y Ritch, director, guionista y actor, desarrolla un diálogo a cuatro bandas que recoge las ambigüedades del conflicto moral en una estructura no lejana a alguna obra de David Mamet, por la capacidad de diálogo rápido y los giros argumentales. Será en la tercera parte, dónde, décadas más tarde, la paradoja alcance límites no esperables en el primer acto. En conjunto, hay un exceso de información en los diálogos que desequilibra The Artifice Girl, y la cinta va de más a menos. No obstante, el debate en torno al uso o abuso de la IA o de la inversión de papeles que puede traer a la humanidad resulta muy estimulante.
El festival nos trajo hace unos años Bloody Nose, Empty Pockets, un encantador documental (aderezado con secuencias ficticias) que contemplaba una serie de personajes en los últimos días de un bar de Las Vegas. Alejado de los oropeles de los grandes casinos, la taberna era lugar de paso para algunos pero refugio para muchos perdedores que habían hecho de él (alguno de modo literal) su hogar. Sus directores traían ahora Gasoline Rainbow (Bill Ross IV, Turner Ross, 2023) dónde se sigue la pequeña odisea de un grupo de cinco jóvenes (de edades aproximadas entre los 15 y 22 años) que se desplazan de un pueblo de mala muerte de Oregón hasta el mar, en una ruta de más de 800 kilómetros. Si la película anterior contemplaba a un grupo de personajes de vidas truncadas, algunos de los cuales se habían adaptado a ellas y otros sobrevivían con dificultad a su destino, la obra presente indaga en las ilusiones de este grupo cuyo origen en familias disfuncionales coarta peligrosamente su futuro. La ruta arranca en plena noche con una furgoneta destartalada que les llevará a un amanecer prometedor en el desierto pero que pasará a mejor vida en veinticuatro horas. Les sigue en sus encuentros con otros desclasados, con hippies y con punk que emulan los hobos clásicos, desplazándose como polizones en trenes de carga y, finalmente, en las breves amistades que hacen en la gran ciudad, antes de alcanzar su destino. Filmados por un grupo de cámaras, Gasoline Rainbow es, en el viaje iniciático, tan documental como emocionante, al captar la emoción juvenil ante los nuevos encuentros, acontecidos en plena noche, en la emoción de contemplar la salida del sol o el firmamento nocturno, o en la adrenalina disparada al subir a un tren en marcha y recorrer el país dentro de sus vagones. La película se antoja no menos creíble pero si más adulterada cuando te planteas la bondad del viaje hacia ellos o en cómo mantienen la ropa limpia o el móvil cargado. Y aunque el tramo final resulta excesivamente alargado, las confesiones íntimas de cada uno de los miembros del grupo revelan la enorme capacidad de los hermanos Ross para captar las identidades de una América que las imágenes no suelen captar.