Club Zero, de Jessica Hausner

De sectas y millonarios

Club ZeroHace un par de años, se hizo viral un vídeo en el que una influencer decía que “en el agua (en una botella de agua envasada) nunca pone que es un suero hidratante ni que sea algo que se use para la hidratación. De hecho, deshidrata más que hidrata.” La frase estira los límites del absurdo hasta estrellarse contra el ladrillo duro del delirio y, precisamente por eso, resulta difícil imaginar que alguien pueda tomársela en serio, aunque, teniendo en cuenta que su número de seguidores supera el millón, no es descabellado pensar que al menos un par de personas pudieron, aunque fuese durante un par de segundos, llegar a darle una vuelta.

Jessica Hausner parte de una premisa similar a la descrita en el párrafo anterior para construir en Club Zero, su nueva película, una sátira sobre la burguesía, el neoliberalismo y el mindfulness, entre otros muchos asuntos. La cinta cuenta la historia de Miss Novak (Mia Wasikowska), una profesora que llega a un instituto para hijos de millonarios con el objetivo de impartir una asignatura sobre alimentación consciente, una técnica a través de la cual la persona que la aplica consigue saciar su hambre comiendo cada vez menos. La mayoría de sus alumnos siguen sus instrucciones sin cuestionar en ningún momento su veracidad y reducen la cantidad de alimentos que toman. Así, las cosas se torcerán aún más cuando la docente les persuada para que dejen de comer por completo, arguyendo que así fortalecerán su salud y ayudarán al medioambiente.

Club Zero

La idea de Hausner es construir una comedia en la que la imagen deje en ridículo en todo momento a sus personajes a través de la contradicción y, en el proceso, muestre con transparencia y frialdad su falsa moral, su clasismo, su hipocresía y su facilidad para ser engañados por una trilera que, empleando monólogos acientíficos y surrealistas, les asegura que la fe es la mejor herramienta para la rebeldía. Así, pese a que la obra tiene una raíz verdaderamente interesante que guarda entre sus pliegues una infinidad de caminos por explorar, nunca llega a convertirse en un dispositivo narrativo de contundente profundidad que diseccione con mordacidad los temas que tan bien presenta desde la primera secuencia. Es decir, toda Club Zero da vueltas sobre sí misma con una seguridad que choca de lleno con la languidez, por no decir inexistencia, de un discurso que se diluye entre el sarcasmo de unos planos calculados al milímetro. El tratamiento que hace de los temas es superficial hasta la misma exasperación, en sus imágenes, a veces sugerentes y casi siempre atractivas estéticamente, no termina nunca de coagular el humor sarcástico que la realizadora inyecta, y sus personajes, que se pretenden oscuros e intrigantes, resultan opacos y carecen, por un lado, de la densidad dramática necesaria para que el espectador empatice con ellos, y, por otro, de la síntesis y precisión necesarias para funcionar como conceptos.

A pesar a todo, hay momentos —pocos— en los que la película acierta a ofrecer un discurso lacerante y crítico con respecto a esos burgueses endogámicos que viven en chalets de lujo y que mandan a sus hijos a estudiar a centros burbuja para que no se relacionen con la clase trabajadora a la que explotan. Resulta muy clarividente la forma en que Hausner deja en evidencia el modo en que dicha burguesía configura unos códigos de vestimenta que funcionan como distintivo social; pero, más allá de eso, no hay nada. Las interpretaciones se mueven en el campo neblinoso de lo ambiguo, en tanto que no buscan una contención total de las emociones, pero tampoco apuestan por una expresividad naturalista. Club Zero, en resumen, no dice nada más allá de lo evidente sobre un asunto —el fanatismo ciego y las sectas alimenticias— que, como el vídeo descrito al inicio del texto, resulta difícil creer que alguien pueda tomarse en serio, pese a que la realidad, a veces, se esfuerce en demostrar lo contrario.