En 2011, Tsai Ming-liang dirigió la obra de teatro Only You, la cual contaba con un momento en la que un monje caminaba extremadamente lento durante media hora. A raíz de la poderosa imagen que supuso esta escena y con la intención de sobreponerse a la naturaleza transitoria del teatro, Ming-liang concibió la película No Form, dando así comienzo a la serie Walker la cual, así de primeras y de forma muy resumida, consiste en imágenes de Lee Kang-sheng vestido de monje caminando descalzo por diferentes lugares, siempre desafiantemente despacio. La saga ya ha dado para 10 películas, siendo Abiding Nowhere (Wu Suo Zhu) la última entrega. Al fin y al cabo, el mundo es muy grande, hay muchos sitios que visitar y, al ritmo que va Kang-sheng, Ming-Liang tiene metraje para rato.
Abiding Nowhere tuvo su premiere en la Berlinale de 2024, donde el que escribe tuvo la ocasión de verla, resultando en una experiencia realmente agradable, un momento de relax inesperado en medio del frenesí que supone un festival de cine. Tanto la disfruté que me sorprendí a mí mismo repitiendo el visionado ahora que también ha sido proyectada en el festival D’A de Barcelona, volviendo a quedar hipnotizado por la paciente actuación meditativa de Kang-sheng en el papel del monje que pasea, envuelto por el sonido del ajetreo que le rodea y absorbiendo todos los detalles de cada una de las imágenes. Pero, con lo dicho hasta ahora, uno podría preguntarse, ¿qué es Abiding Nowhere? ¿Qué esperar de la película? Desde la superficie parece claro, una dupla de actores que nunca comparten plano en actuaciones puramente performáticas. Uno es el ya mencionado Lee Kang-sheng, colaborador recurrente en la filmografía de Ming-liang, caminado a una velocidad exasperantemente lenta. El otro, Anong Houngheuangsy en un segundo personaje que deambula (a una velocidad normal), observa, cocina y come sin más pretensiones ni distracciones que le aparten de la actividad que está llevando a cabo. Ambos actores están mostrados desde el minimalismo de planos fijos, a excepción del inicio y el final del filme en los que hay algún movimiento de cámara. El sonido se limita a reproducir el ambiente que rodea a los personajes, ya sea el caos ruidoso del tráfico y la multidud o el eco de los pasos rompiendo el silencio de un edificio vacío. En algún momento puntual (pero muy escasos) hay uso de música, como la canción que suena en el plano final, y algún recurso como la distancia focal para desenfocar la imagen. En definitiva, una sucesión de planos donde el vacío narrativo es absoluto, salvo que un espectador quiera aportarle su propia historia, narrativas o interrogantes que surjan durante el trance en el que te sumerge la película. ¿Se están persiguiendo estos dos personajes? ¿El monje va a algún sitio? ¿Acaso llegará a tiempo?
Sin embargo, en opinión de un servidor, Abiding Nowhere es mucho más que lo mencionado y su transgresión sobresale de la pantalla para implicar al espectador como cómplice de este aparente capricho: lejos de ser un test para poner a prueba la paciencia, creo que Ming-liang comparte algo mágico y que rara vez encontramos en la vida moderna. Ante una propuesta tan radical y poco común, la recepción puede ser de todo tipo, desde las interpretaciones más alocadas a la simple observación desprovista de análisis intelectuales. Podría hasta suscitar, porque no, reflexiones del calibre ¿qué es el cine? En el volumen 1 de la crónica sobre la Berlinale mencionábamos una charla que el director Tsai Ming-liang dio en el marco del festival berlinés. En ella dijo que un director no era un contador de historias y expresaba su deseo de no limitarse a la hora de usar las herramientas que ofrece el lenguaje del cine. A fin de cuentas, en su esencia más reducida, este consiste en capturar imágenes y proyectarlas una tras la otra. Aunque la industria ha priorizado el aspecto narrativo y este sea el principal uso de las películas, las posibilidades que ofrecen estos dos procesos y su combinación es infinita. Es por eso que no importa a donde se dirige el monje o de donde viene el deambulante curioso, si no que la experiencia de compartir ese tiempo con ellos es donde radica la esencia de Abiding Nowhere. Desconectar de todo lo demás, dejar las preocupaciones fuera de la sala e ignorar cualquier input que no sea la película con tal de, en la hora y veinte que dura, simplemente existir.
No siempre hay porque entrar en una sala de cine esperando un relato, esta discusión no es nueva y siempre ha existido una vertiente de películas más contemplativas o experimentales. Y, pese a la impresión que pueda dar el filme de Tsai Ming-liang desde fuera, lo cierto es que hay propuestas que pueden llegar a ser incluso más radicales aunque cuenten con una narrativa. Por poner algún ejemplo, en el mismo D’A se proyectaban MMXX (Cristi Puiu) o Eureka (Lisandro Alonso), cuya partición por capítulos independientes y su cualidad contemplativa las convierte en proyectos tan interesantes y arriesgados como la película que nos ocupa. Pero qué puedo decir, la oposición radical a la velocidad vertiginosa del estilo de vida actual y el rechazo a la saturación de estímulos que propone Abiding Nowhere es quizás lo que le hace encajar tan bien a día de hoy. Un agradecido contraste que convierte la sala de cine en un oasis de paz y reflexión.