De cualquier forma, La libertad (2001) —como película y concepto— es al cine de Lisandro Alonso un camino inabarcable; es la raíz que sostiene el tallo de una obra abierta a esa espiritualidad elemental, definiendo cualquier observación realizada a partir de ese momento. No es de extrañar, pasados los años, que el cineasta argentino busque otros senderos para explorar, sosteniendo una misma filosofía en sus trabajos, donde la incertidumbre descubre el vértigo de toda posibilidad narrativa y cinematográfica. Este último hallazgo recae en Eureka (Lisandro Alonso, 2023), una película mutante que abre el espectro de un cine inasumible, extendido como una huida hacia adelante contra toda convención preestablecida.
En Eureka, Alonso emprende un primer viaje en blanco y negro, en lo que podría parecer un western protagonizado por el mismo personaje que Viggo Mortensen interpretaba en Jauja (2014), anterior trabajo del director. Esta comunión en su identidad queda reforzada dado que este llanero solitario comparte el mismo propósito del explorador danés, que también debía encontrar a su hija a través del páramo desértico. Sin embargo, la historia da comienzo unos minutos antes, con la presentación de un paisaje a orillas del mar, donde un nativo de las Américas entona un cántico a la inmensidad. En este momento, el mar advierte la cualidad originaria del relato, destacando esa fijación sobre la superficie elemental del cielo, el agua y la tierra. Durante esta primera historia es posible identificar algunos rasgos de estilo del cineasta, que aparte de resaltar estas cualidades sobre la materia, se empapa de la construcción formal del género que transita.
Cuando se produce el encuentro entre padre e hija, Alonso rompe con su propia ficción, desmontándola desde la calidad del cuadro y revelándose como una película dispuesta en un televisor, a tiempo presente. Esta transición se integra una vez más al final del segundo tercio, esta vez de una forma menos abrupta, cuando un personaje se reencarna en esa especie de ave pelecaniforme que aparece en el póster.
Al contrario de lo que cabría esperar, el director no reduce lo acontecido a lo anecdótico de una historia sobre la pantalla, todo lo contrario; en pequeñas dosis, algunos elementos de aquel primer relato se introducen en el segundo, y lo mismo ocurre con el tercero, convirtiendo el conjunto en un único viaje, de personajes que se desvanecen en sus búsquedas y huidas.
Esta observación sobre el cómputo global de la película conecta con esa fijación del cineasta por los solitarios y los desterrados, adentrados en un silencio frente a la inmensidad del mundo que les rodea. Ahí, es posible reconocer su pulsión por el viaje y la deriva y cómo todo eso resulta en una historia más honda, surgida desde la memoria de la tierra y los antepasados que la habitaron. En Eureka esta reivindicación del origen surge desde la suma de estos tres tiempos ya mencionados, sosteniendo una conexión argumental y espiritual que pliega la ficción en un ejercicio de fe mayor, descubriéndose desde el cine y su concepción primera como canalizador del tiempo.
Descubrir Eureka es redescubrir lo fascinante de esto; es un paisaje que mira más allá de la imagen que reconoce, es un desafío y una invitación al espectador y mucho más de lo que se puede observar a simple vista. Eureka es un cine transformador por —valga la redundancia— su propia capacidad transformadora, inabarcable. A contracorriente del tiempo y contra toda restricción: una nueva mirada y otra cima en la espléndida carrera de su autor.