Reconstruyendo la estación de tren
Durante la presentación en Cannes de La quimera, la directora Alice Rohrwacher decía al respecto de los protagonistas que «pensamos que estos tombaroli son unos criminales que destrozan todo, pero ¿quién ha devastado antes? Quizá lo que devasta todo sea la economía con la idea de explotar siempre hasta el último recurso. Es, sin duda, un tema que conecta mucho con el presente, más que la corrupción, creo que la idea de que estos criminales son solo un engranaje al servicio de toda una organización, un sistema. Ellos se creen aventureros, piensan que son los descubridores del Arca Perdida, pero en realidad son mano de obra».
Esta idea de la que habla la realizadora, la de un sistema capitalista salvaje que busca explotar los recursos y a las personas, está perfectamente plasmada en la secuencia inicial de la cinta. En ella, Arthur, el protagonista —un tombaroli o saqueador de tumbas—, está durmiendo durante un viaje en tren; el revisor le despierta de malas formas para pedirle su billete y, una vez que comprueba que todo está correcto, le deja, aún soñoliento, charlando con tres jóvenes que, con los ojos iluminados de curiosidad, le preguntan de dónde es y a qué se dedica. La conversación avanza de forma apacible hasta que entra en escena un vendedor de perfumes y calcetines que empieza a decirle a Arthur de forma insistente y con un tono burlón e insultante que huele muy mal y que debería comprarle alguno de sus productos para dejar de molestar a la gente con su hedor. Al principio, Arthur le ignora, pero cuando la actitud del vendedor se vuelve insoportable, le grita que le deje en paz tras dar un golpe en la pared. El vendedor se marcha y con él, todo el mundo que estaba alrededor de Arthur. El vendedor funciona como sinécdoque de todo un sistema que fuerza a las personas a comprar cosas que no necesitan creándoles complejos sobre su físico, que utiliza las estrategias más indecentes para incitarlas a consumir y que las violenta si no lo hacen. Así inicia La quimera, fantástica película que compitió en la sección oficial de la pasada edición del Festival de Cannes y que se alzó con la Espiga de Plata de la Seminci.
Rohrwacher construye una cinta eminentemente neorrealista que, sin embargo, al contrario que otros títulos herederos de la tradición italiana (los de Ken Loach, por ejemplo) no se caracteriza por su transparencia, dado que la directora levanta diferentes capas en cada escena a través de metáforas, símbolos, momentos mágicos, rupturas de la cuarta pared y elipsis que no hacen sino ponerle a las imágenes un candado de ensoñación que obliga al espectador a excavar en ellas en busca de todas las preguntas que plantean. La directora diseña así un artefacto lírico que surfea las olas de la fábula con la intención de, primero, criticar el sistema capitalista heteropatriarcal que oprime, asfixia y explota a las personas; y, segundo, proponer una alternativa que pasa por la solidaridad y lo común como forma de alcanzar la felicidad.
Rohrwacher hereda la mirada de Pasolini a la hora de retratar a la clase trabajadora con una potencia visual y una fuerza emotiva torrenciales, y no juzga en ningún momento las acciones de sus protagonistas, sino que se limita a observarles con toda la humanidad que la cámara es capaz de condensar en el corazón de su lente, componiendo, como resultado, unas escenas que arden en la mirada del espectador; y que, además, desprenden un calor absorbente, al mismo tiempo que abogan por la empatía, la fraternidad y el trabajo en equipo como herramientas con las que reformar esa estación de tren abandonada del final para convertirla en un espacio donde lo público asegure la libertad y la igualdad de todas las personas.