No cabe duda de que hubo un antes y un después en la música patria tras el surgimiento de los andaluces Triana, además, en un momento clave para nuestro país como fue el comienzo de la transición. Pablo Selma Luna se junta con Eduardo Rodríguez Rodway, el único de los tres miembros que permanece con nosotros, y que cofirma Triana. A través del aire (algo que es de justicia pues sus testimonios se intercalan transversalmente por toda ella y es la fuente principal de información de que parte el periodista) para recorrer la historia (y la prehistoria, y la posthistoria) de los creadores de himnos como Desnuda la mañana, En el lago o Abre la puerta. Tras unos breves testimonios iniciales de los dos autores (y de Miguel Ríos, Antonio García de Diego, que grabó guitarras en algunos discos, y Juande Portalo) que sirven de prólogo, hay un par de capítulos que nos sitúan en la escena musical andaluza de la época, donde grupos como Gazpacho, Tabaca, Los soñadores, Los payos o Nuevos tiempos servían para que los tres miembros de Triana fuesen completando su formación musical previa a la creación de la banda que se erigiría como estandarte del rock con raíces que más tarde derivaría en la más popular etiqueta de rock andaluz y que, según se comenta en el libro, terminó siendo contraproducente. Después hay tres capítulos biográficos de cada uno de los miembros, y a continuación se va desgranando la biografía de Triana con anécdotas y material de primera mano, no solo de Eduardo Rodríguez, sino también de Javier García Pelayo (el que se los descubrió a su hermano Gonzalo, conocido productor y director, que también creó en su día el sello Gong que diseminó el citado género musical gracias a numerosas bandas de la época y que no interviene seguramente porque su relación con la banda no terminó muy bien [1]), Juan Santabaya (director general de Movieplay, con quien sacaron todos sus trabajos) o José María Sagrista, que les acompañó con la guitarra en directo durante algunas giras, entre los testimonios más importantes.
Está muy bien conocer de primera mano a través de las palabras de Eduardo toda la trayectoria de la banda y su punto de vista personal de todo lo que sucedía alrededor desde dentro, si bien es cierto que en ocasiones hay cierto tono de superioridad que parece una forma de autoafirmación, quizá innecesaria, cuando habla de la estrecha relación, del vínculo (en lo musical, pero también de amistad) que le unía al cantante Jesús de la Rosa y a la vez de cómo Tele (el batería) era el elemento discordante y a veces desestabilizador (algo que resulta bastante creíble en el fondo si uno está mínimamente informado). Se echa de menos haber podido contar con una visión más poliédrica; es evidente que no se puede contar con las opiniones de aquellos que ya no se encuentran entre los vivos, pero es inevitable sentir que estamos ante una versión parcial de la historia. O en los momentos en que trata de reivindicar su coautoría de los temas, justificando que los firmase Jesús pero a la vez explicando en qué consistía su participación del proceso compositivo, algo perfectamente natural y totalmente creíble (es obvio que Jesús no componía la guitarra), junto con otras declaraciones que huyen de la falsa modestia, algo muy lícito pero que puede acusar un deje narcisista. Son, en cualquier caso, algunos de los pasajes más interesantes, junto con anécdotas como la de aquella vez en que tuvieron que enfrentarse con el perro de Miguel Ríos, o el robo de su primera guitarra Ovation (culpa de Tele, vaya) y la adquisición de una nueva desde EE.UU., todo lo que rodeaba a José Valera, que junto a Javier García Pelayo, aunque en distintas épocas, fue lo más parecido a un cuarto miembro (aunque extramusical, de la misma forma que Peter Grant era indiscutiblemente el quinto miembro de Led Zeppelin) o el fenómeno que supuso el lanzamiento del tema Tu frialdad. Resultan algo reiterativos algunos comentarios sobre cómo la prensa especializada no les apoyó en sus comienzos (y tampoco especialmente Movieplay, su propio sello discográfico) e incluso les lanzaban duras críticas para terminar rindiéndose ante la evidencia cuando ya la banda se había disuelto tras la muerte de Jesús. El tiempo, efectivamente les ha puesto en su lugar, y en cualquier caso es comprensible cierta incidencia en este punto porque desde dentro esos inicios debieron resultar bastante dolorosos (no se escatima en detalles, además, de los difíciles inicios de la banda y sus penurias económicas).
De la misma forma, resultará curioso para un público acostumbrado a los festivales musicales como una tendencia relativamente reciente comprobar que ya en los ochenta existían estos eventos, aunque los nombres que poblaban los carteles fuesen otros (y también, como en la actualidad, bastante heterogéneos, pudiendo, y soliendo, coincidir en los mismos escenarios con minutos de diferencia bandas como Bloque, Coz o Iceberg con otras como Guadalquivir, Granada, Imán Califato Independiente, Gualberto o los propios creadores de Quiero contarte o del tema que da título al libro, una atractiva rara avis dentro de su ya de por sí diversa discografía). La última parte del libro (que incluye escasas, pero valiosas, fotografías en blanco y negro dispersas por sus páginas) tampoco escatima en rajar, con toda la justicia del mundo, de aquellos que a través de extrañas argucias robaron el nombre del grupo y a día de hoy se dedican a componer algo que no debería ni llamarse música lucrándose en giras que se sustentan del aprovechamiento de aquellos despistados que no sepan que Triana fueron tres personas y en el momento en que la primera de ellas desapareció en un triste accidente automovilístico se acabó la banda para siempre, dejando, eso sí, un legado imborrable.
Triana. A través del aire, se cierra con comentarios de cada uno de los trabajos que forman la discografía a cargo de Manuel Corrales Quintana y un extenso listado de todos los conciertos y actuaciones televisivas de la banda que hará las delicias de los amantes de la documentación completista. Una lectura que se complementa a la perfección, intersecándose en no pocas partes con el excelente Historia del rock andaluz (Ignacio Díaz Pérez), de la misma editorial, Almuzara.
[1] Eduardo Rodríguez Rodway lo deja bastante claro: «Gonzalo era más un intermediario que otra cosa, y que nadie se ofenda, porque es ahí realmente donde tenía grandes virtudes, que además no todo el mundo posee, pero eso no es ser un productor musical. (…) En líneas generales, nos lo tuvimos que comer.»