A modo de falso documental, El último late night (Cameron Cairnes & Colin Cairnes, 2023) invoca el cine de género desde su explotación desvergonzada, logrando una película ligera e imaginativa que es capaz de hipnotizar al espectador mediante la trasgresión de la imagen televisada y su frontera fantasmagórica.
Durante los primeros minutos, una estilizada voz en off narra las circunstancias sociopolíticas de los Estados Unidos de finales de los 70, exponiendo la paranoia generalizada de una sociedad en constante ebullición marcada por la crisis del petróleo y las consecuencias de la guerra de Vietnam. En medio de esa espiral de violencia, la televisión se augura como un escapismo a una realidad turbulenta, imaginando un falso late night llamado Night Owls conducido por un tal Jack Delroy —pletórico, en su rol protagónico, David Dastmalchian—. Tras una temporada cosechando éxitos, los índices de audiencia del programa empiezan a bajar y los infortunios en la vida privada de Jack terminan por condenar al mismo. A partir de ahí, el narrador advierte al espectador de la naturaleza de las imágenes que está por ver, presentando la que fue su última emisión durante la noche de Halloween de 1977.
Siguiendo el testigo de Ghostwatch (1992) y adoptando la ligereza de un capítulo como Television Terror de Historias de la cripta (1989), El último late night rezuma un espíritu festivo enteramente entregado a la causa, buscando el exceso y abrazando el ridículo de unos personajes sobrepasados. La elección del relato en tiempos del satanic panic y la incorporación de cierta imaginería sectaria enriquecen el marco cultural del momento, introduciendo ciertos efectos prácticos que redondean su comunión con el terror de antaño.
Abocada como una cinta perdida, la película de los hermanos Cairnes se alterna desde la ruptura de su naturaleza maldita. Sin buscar una justificación a cada una de sus partes, el punto de vista induce la acción desde la apropiación de los tropos habituales asociados a este tipo de shows, ya sea a través del uso de cortinillas hasta la propia cadencia de los movimientos de cámara. En ese aspecto, todo funciona como un sentido homenaje a una determinada estética, logrando un punto medio entre esa recreación precisa y el relato paralelo entre bastidores. Por ende, pese a estar sujeta a los condicionantes del found footage, la mirada que dirige hasta ahí se abre en pos de explorar una historia más honda y retorcida, dando lugar a un tercer acto absolutamente rompedor.
Una de las grandes virtudes de El último late night es el diálogo que establece con su propia imagen y cómo es capaz de hacer tangible su amenaza mirando de frente al espectador. De esta forma, la película existe desde esa extraña dimensión fronteriza que adopta el plató, filmando el televisor o la propia cámara para desdibujar ese espacio invisible entre realidad y ficción, como si de un sueño (o, más bien, una pesadilla) se tratase. Un ritual de cine de terror incisivo, capaz de calar por los ojos y el corazón de sus adeptos.